El jardín colgante (13 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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«Cayendo y cayendo y cayendo» —lee en la segunda página—. «¿Es que nunca se iba a acabar la caída? “Me pregunto cuántas millas habré caído ya…”, dijo Alicia en voz alta. “Me debo de estar acercando al centro de la Tierra. A ver, eso son unas cuatro mil millas de caída, creo yo…” (Porque fíjense: Alicia había aprendido bastantes cosas de esas gracias a sus lecciones en la escuela, y aunque aquella no era LA MEJOR oportunidad para demostrar sus conocimientos, puesto que no había nadie escuchándola, aun así repetirlo iba muy bien para practicar). “Sí, es más o menos esa distancia… Pero me pregunto a qué latitud y longitud estoy yendo a parar…” (Alicia no tenía ni idea de qué eran la latitud ni la longitud, pero le parecían unas palabras estupendas y majestuosas.) Al cabo de un momento continuó: “¡Me pregunto si voy a salir POR EL OTRO LADO de la Tierra! ¡Qué gracioso será salir por entre la gente que camina cabeza abajo! Las Antipáticas, creo que se dice…”»

Barbosa muerde una galleta y suelta una risita por lo bajo. Mira al hombre gordo con las cejas enarcadas.

—Las
Antipáticas
—le dice.

Un trueno lejano hace temblar un poco los cristales de la cabaña. Barbosa se pasa el resto del día leyendo, mientras los truenos se van acercando, y ya es noche tormentosa cuando termina el libro.

Los días cuarto y quinto Barbosa no sale de la cama. La tormenta azota el refugio. Las ventanas y la puerta no ajustan bien y dejan entrar ráfagas de nieve y agua. El aullido del viento. Los golpes de la puerta contra el quicio. El crujido del tejado bajo la nieve Los dos hombres permanecen bajo las mantas, levantándose solamente de vez en cuando para echar una rama al fuego de la chimenea. El resto del tiempo dormitan en la penumbra, con los postigos cerrados, o bien mirándose. El tiempo mismo deja de tener forma. Levantarse para echar una rama al fuego. Los golpes de la puerta contra el quicio. El crujido del tejado bajo la nieve. A veces Barbosa abre los ojos y ve al hombre gordo sentado junto al fuego, comiendo la sopa de una lata. Sesenta latas de sopa y veinticuatro paquetes de galletas. Dos jerseys de lana, un gorro con orejeras y cuatro pares de calcetines de montaña. Barbosa cierra los ojos y dormita durante otro intervalo sin forma. Por mucho que doble las piernas, es demasiado alto para su colchón y los tobillos le sobresalen de debajo de las mantas. En el refugio no hay relojes. No hay nada que hacer. Levantarse para echar una rama al fuego. Dormir un par de horas más. El crujido del tejado bajo la nieve. El aullido del viento.

Al cabo de seis días en la nieve, Teo Barbosa abandona el resguardo del refugio. La tormenta ha terminado y la montaña entera yace bajo un metro de nieve que obliga a Barbosa a salir por la ventana. Se lleva fuera el cuchillo de monte que usan para abrir las latas de sopa y se dedica a lanzarlo contra los pinos y las hayas para probar puntería. Se rapa el pelo y la barba con el cuchillo y se pasea con el cuero cabelludo lleno de arañazos.

Barbosa no sabe qué hora es cuando se despierta en su último día en el refugio, pero la luz del sol ya se cuela por las rendijas de la puerta. Oye un ruido fuera y se incorpora hasta sentarse. El hombre gordo sigue dormido. Barbosa se echa la manta sobre los hombros y sale de la cabaña.

Delante del refugio, sentada en una roca, hay una mujer fumando un cigarrillo. La mujer se gira para mirarlo cuando él sale por la puerta, con la manta encima de los hombros y la cara legañosa. Es muy delgada y muy pálida y tiene el pelo pajizo muy claro, como si se hubiera caído dentro de alguna clase de solución corrosiva que le hubiera borrado todos los colores. Lleva un abrigo largo de pelo blanco bajo el cual asoman unos leotardos rotos. Cuando se gira, Barbosa puede ver que tiene un ojo ciego. Ella suelta un soplido de burla cuando ve la cara con que Barbosa está mirando su cigarrillo y se saca un paquete del bolsillo del abrigo.

—Ten, anda —le dice.

Barbosa se enciende el cigarrillo que ella le ofrece y da una calada con expresión de placer.

—Según el protocolo de los encuentros en la alta montaña ahora debería presentarme —dice—. Lo que pasa es que todavía no me han dicho cómo me llamo.

La mujer lo mira, fumando.

—Y supongo que tampoco debería preguntar quién eres tú —continúa Barbosa.

—Soy la Madre Nieve —dice ella.


¿La Madre Nieve?
—repite él, sonriendo—. ¿Qué le pasa aquí a todo el mundo con los nombres? ¿Quién voy a ser yo?¿El Fiel Juan?

La mujer hace una mueca despectiva.

—Eres demasiado alto para ser el Fiel Juan —dice—. Además, ya tuvimos uno.

La mujer apura su cigarrillo y lo tira en la nieve. Barbosa señala con la cabeza el sur del valle, en dirección a la torre blanca y roja del repetidor.

—Eso de ahí es España, ¿verdad? —dice—. Estamos al otro lado de la frontera. —Se hurga en el bolsillo y saca la corona del edelweiss—. Encontré esto. La joya de la flora pirenaica.

—La curiosidad mató al gato —dice ella.

—Blanco y sus amigos me dejaron aquí porque hasta aquí podían llegar —sigue diciendo Barbosa—. Es peligroso para ellos. Imagino que la gendarmería tiene patrullas de montaña por toda esta zona. —Señala la cabaña con su cigarrillo—. Este refugio es una especie de buzón. Aquí se deja el correo y luego alguien viene a buscarlo.

La Madre Nieve se queda mirando fijamente a Barbosa. Hay algo extraño en su forma de mirar fijamente, y Barbosa tarda un momento en darse cuenta de qué es: da la impresión de que lo está mirando con el ojo ciego. Una ráfaga de viento helado lo obliga a arrebujarse dentro de su manta.

—No eres demasiado simpática, ¿lo sabes? —balbucea Barbosa, aterido.

La mujer señala con la cabeza los botines de cuero que lleva Barbosa en los pies.

—Entra ahí y corta un trozo de la manta. Y átatela alrededor de los pies. Con esos zapatos no vas a llegar a ningún lado. Y nos espera una caminata bien larga.

19. La noche en que Muria por fin pisa terreno familiar

Melitón Muria se dedica a agitar suavemente un DYC con hielo mientras escruta diferentes partes de anatomías femeninas desde la barra del bar de caoba y terciopelo. Es la Noche En Que Muria Por Fin Pisa Terreno Familiar. En el taburete de al lado, Arístides Lao está bebiendo un vaso de agua, dando sorbos a intervalos demasiado regulares como para que respondan a nada parecido a la sed. Las piernecitas cortas y rechonchas le cuelgan del taburete. Las porciones de su cabeza que no tienen pelo centellean al rebotar en ellas la luz de la bola de espejos. La sala está llena de hombres trajeados y de mujeres ligeras de ropa. Mujeres que se sientan en el regazo de los hombres y les ríen exageradamente las bromas. Además de caoba y terciopelo, el salón está generosamente provisto de estatuas de temática profana. Aunque su traje impecable y sus botines relucientes no se distinguen particularmente de los que lleva a diario, la nube de olor a colonia que rodea a Muria sí que parece responder a los requisitos profesionales de la noche.

—Es la primera vez que viene usted a un sitio de éstos, ¿verdad, jefe? —dice, contoneándose metafóricamente con elegancia felina por el terreno felizmente familiar.

Lao da un sorbo de agua.

—Esto sí que lo tengo por la mano —continúa Muria—. Para el ejército y para la inteligencia civil puede que sea un zoquete, pero las mujeres, como se suele decir, no tienen secretos para mí. —Da un trago de su DYC y mira a su alrededor con el ceño fruncido—. ¿Y cómo vamos a reconocer al contacto? ¿O nos reconocerá él a nosotros?

Arístides Lao está a punto de contestar cuando se les acerca una mujer. Lleva minishorts blancos, camiseta transparente y unos tacones exageradamente altos que hacen que parezca ligeramente borracha cuando por fin se detiene junto a Muria. La mujer sonríe y un diente de oro le centellea inesperadamente en medio de la dentadura.

—Madre mía, pero si es mi prima —dice Muria en tono jovial, cogiendo a la mujer de la cintura—. ¿Cómo va eso, primita? ¿Cuándo has llegado del pueblo?

—Antes que tú, eso está claro. —La mujer se quita la mano de Muria de la cintura con una palmada experta—. Sois nuevos por aquí, ¿eh? Yo me acordaría de dos hombres tan…

La frase muere en su garganta cuando su mirada se posa en Arístides Lao. Por un momento su expresión se parece a la de alguien que se acaba de encontrar una criatura extremadamente viscosa e imposible de identificar en el plato que se estaba comiendo. A continuación su expresión se parece a la de alguien que acaba de encontrar
la mitad mordida
de esa criatura en su plato. Por fin da un paso hacia atrás, amedrentada, y sus tacones exageradamente altos están a punto de derribarla de espaldas. Su reacción es bastante habitual en la gente que ve por primera vez a Lao, aunque casi siempre es peor en las mujeres. Prácticamente todo el mundo detesta a primera vista a Lao, pero es en las mujeres donde se concentran las mayores proporciones de rechazo. Es posible que tenga algo que ver con el aspecto desvalido de su cuerpecillo blando y lechoso. Algo que apela al instinto maternal pero
en sentido negativo.
Que provoca el suicidio inmediato de dicho instinto. Una reacción visceral e incontenible ante semejante equivocación de la naturaleza.

Hay un silencio incómodo. Los centelleos de su calva sugieren que Lao se la ha untado con alguna pomada o ungüento. Por entre los eccemas y forúnculos asoman mechones ralos de pelo rojo. Se trata de una de esas calvas con áreas irregulares de pelo, como continentes en un océano de epidermis enferma.

La mujer traga saliva.

—¿Buscabais a alguna chica en particular? —consigue decir.

—A ver. —Muria se saca la billetera y se pone a contar aparatosamente billetes delante de la mujer—. La verdad es que estamos esperando a alguien, chata. Alguien con quien hemos de tener una conversación
importante,
ya me entiendes. —Hace el gesto de meterle un billete de mil en el escote, pero como la mujer no lleva nada parecido a un escote, cambia de idea y se lo intenta meter en la cinturilla de los pantalones—. Esto es para que nos guardes el secreto. Pero hasta que nuestro hombre llegue, no veo por qué no puedes tomarte una copa con nosotros. —Le guiña un ojo a la cara de horror de la mujer—. Y tal vez algo más, ¿eh?

Muria está a punto de decir algo más cuando ve que Lao está haciendo un gesto que podría o no ser una señal dirigida al camarero. La mujer de los minishorts aprovecha el momento de confusión para desaparecer.

—¿Jefe? —Muria se termina su DYC de un trago—. ¿Cómo es que ese hombre ha accedido a vernos? Iturribarralde o como se llame…

—Albaiturriaga —dice Lao—. Intente controlarse, por favor.

Dos DYC con hielo más tarde, Muria está en el centro de la pista de baile vacía del bar, bajo la bola de espejos. Su baile parece un híbrido entre el baile regional de alguna región sin explorar de la Península Ibérica y la idea del claqué que pueda tener alguien que no lo ha practicado nunca. En la última media hora ha manoseado la anatomía de por lo menos cinco señoritas de la sala. Ahora interrumpe momentáneamente su taconeo para mirar cómo una mujer vestida con salto de cama se dirige a Arístides Lao. Hace un intento infructuoso de dar un trago del vaso vacío de DYC que lleva en la mano y regresa a la barra con zancadas titubeantes.

—Mi amigo es bastante tímido con las mujeres —le anuncia a la mujer, lo bastante alto como para que lo oigan desde toda la barra—. No es mi caso.

La mujer hace una señal con la cabeza a Lao, que se levanta del taburete y echa a andar detrás de ella. Muria se queda desconcertado, con el vaso vacío en la mano. Por fin echa a correr detrás de la pareja.

El ascensor por el que la mujer los lleva ahora no es el mismo ascensor por el que el valet los ha traído al bar. A fin de salvaguardar el anonimato de sus clientes, el establecimiento cuenta con un sistema de pasillos divididos en secciones separadas por puertas que solamente se pueden abrir cuando se enciende una luz verde encima de ellas. Muria corretea detrás de Lao y la mujer, nervioso.

—Jefe —dice entre dientes—. ¿Está seguro de que quiere hacer esto? O sea, los dos juntos…

La mujer se detiene ante una puerta con un farolillo chino. Llama con los nudillos antes de abrirla. Los dos agentes la siguen al interior. El cuarto entero está decorado con motivos chinos, incluyendo los dibujos eróticos de las paredes y las sábanas de seda estampadas de la cama circular. Al otro lado del cuarto está la puerta abierta del lavabo.

—Bueno pues. —Muria se saca la billetera—. Aquí estamos. No es como yo lo habría querido hacer, pero…

Sin decir una palabra, la mujer sale del cuarto. Muria todavía está boquiabierto cuando un hombre muy moreno en mangas de camisa aparece en la puerta del lavabo.

—Caray —dice Muria—. Yo…

Albaiturriaga se sienta en la cama circular y enciende un cigarrillo rubio. Al sentarse, la pernera del pantalón le sube hasta medio tobillo, dejando ver una pistola de nueve milímetros sujeta con una tobillera. Suelta una bocanada de humo y señala a los dos agentes con el cigarrillo.

—Será mejor que esto sea importante, hijos de la grandísima puta —les dice—.
Dos años
llevo aguantando. Dos años sin ver a mi familia. Y de pronto aparecen dos subnormales y lo ponen todo en peligro solamente porque a algún imbécil de la central le sale de los cojones hacerse el poderoso.

—Esto no viene de la central —dice Lao.


Me da igual
de quién venga. —Pone cara de asco—. ¿Quién coño sois vosotros? Cuesta de creer que trabajéis para el Servicio, con esas pintas de retrasados mentales.

—La operación Cólera, señor Albaiturriaga —dice Lao—. Se infiltró a tres operativos. «Los Tres de Colonia», los apodaron. Operativos de élite. Tengo entendido que hicieron la instrucción juntos.

—No me diga.

—Dorcas fue el primero en caerse. A Barbosa no lo encontramos. Solamente queda usted.

—Y no es gracias a imbéciles como vosotros —dice Albaiturriaga.

Lao se saca algo del bolsillo de la americana. Una bolsita de plástico precintada como las que se usan para guardar evidencias policiales. Dentro hay un papel con algo anotado. Le ofrece la bolsita a Albaiturriaga, que estira el brazo para cogerla sin levantarse de la cama, obligando a Lao a acercársela.

—Barbosa tuvo su último contacto hace veinticinco días —explica Lao—. Antes había dejado el sindicato y la facultad. Ya no hay actividad en su domicilio. La última vez que sacó la basura había esto dentro.

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