—Me gusta beber. —Sara Arta se encoge de hombros—. Aunque no particularmente en este sitio.
Barbosa saca su paquete de cigarrillos rubios y, por primera vez en lo que va de noche, ella le acepta uno. Ahora uno de los homosexuales de la mesa de al lado está llorando a lágrima viva, y dos de sus amigos se dedican a consolarlo mientras un tercero hace aspavientos con una mano y se dedica a insultar al causante del llanto. Entre los insultos que Barbosa puede oír se repite varias veces la palabra «puta».
—¿Tienes algún otro sitio en mente? —Barbosa da una calada, evitando mirar a Sara Arta a los ojos.
—Tengo Texas en la mente.
Dos horas, seis copas y dos cápsulas de anfetamina más tarde, Teo Barbosa se cae de su taburete de la barra atestada del sótano del bar Texas de la calle Euras y se queda tumbado de espaldas en el suelo, notando cómo la humedad de la copa que tenía en la mano se le extiende por la pechera de la camisa; no exactamente registrando lo que acaba de pasar, ni tampoco resignándose a su nueva posición horizontal, sino un poco a medias entre ambas cosas. Bajo su espalda, el suelo está cubierto de un limo negruzco de bebidas derramadas y colillas. Al cabo de un momento acierta a ver los contornos de varias cabezas que se inclinan para mirarlo y a continuación un par de manos que le cogen las suyas para ayudarlo a levantarse. La música que llena el sótano son un par de guitarras chirriantes que suben y bajan al compás de una especie de tambor tribal y una voz en inglés que suelta graznidos inhumanos. Desde las paredes lo observan varias portadas de discos de The Who.
Sell Out
y
Who’s Next
y el motorista fantasmagórico de
Quadrophenia.
La cara de Lou Reed en un póster, detrás de sus notorias gafas de sol. Una cara que hace pensar en seres humanos del futuro a los que les han extirpado las emociones o bien en androides que intentan replicar la fisionomía humana pero no acaban de hacerlo del todo bien. Por fin Barbosa se pone de pie tambaleándose, se agacha para recoger el taburete caído y lo vuelve a acercar a la barra. Sara Arta lo ayuda a encaramarse de nuevo.
—Nadie puede frecuentar este sitio y
al mismo tiempo
la Comisión de Propaganda del SEDA —dice él, acercándole mucho los labios al oído para hacerse oír por encima de la música—. Una de tus dos mitades debe de haberse vuelto loca. —La señala con un dedo sucio—. ¿Cuál será?
—Te olvidas de que la contradicción es el motor del cambio —dice Sara—. Sin lucha de opuestos no hay Historia. Nunca llegará la dictadura del proletariado.
—Marx también dice que son las contradicciones del sistema capitalista las que provocarán su hundimiento.
Sara Arta suelta un soplido de burla.
—¿Somos listos o qué? —dice, dando un sorbo a su gin tonic.
—La inteligencia es nuestra
cárcel.
—Barbosa levanta las manos en un gesto de impotencia y a punto está de volver a perder el equilibrio—. Es el estigma que nos expulsa de las filas de la humanidad y nos empuja el uno a los brazos del otro. —Le enseña su sonrisa perfecta de dientes blancos a Sara—. ¿No te sientes empujada?
—Es difícil no sentirse empujada en este local.
Barbosa se pone a agitar los brazos para llamar la atención del camarero.
—¿Qué demonios es esto? —Señala hacia arriba, en dirección a la atmósfera cargada de humo donde retumba una voz vagamente lúgubre.
—Esto, señor Prisionero de su Enorme Inteligencia —dice ella— es la señorita Patricia Lee Smith. Guarda silencio y escucha.
Falta exactamente un minuto para que empiece el turno matinal de la Delegación Regional del SECED cuando llaman a la puerta del despacho personal del capitán Ponce Oms. La minúscula expresión de satisfacción que le aparece en la cara al capitán se queda sin testigos. Lo único que ve el agente Lao cuando abre la puerta es a su superior en la misma actitud que cada vez que lo visita: enfrascado en su trabajo, moviendo documentos de un lado a otro y garabateando notas. Hoy, excepcionalmente, Oms se digna a señalar vagamente el asiento del otro lado de la mesa.
—Adelante, agente Sirio —dice—. Siéntese, por favor. Me he tomado la libertad de pedir café y bollos para dos. Espero que no haya desayunado usted.
Arístides Lao se queda mirando el café y los bollos que hay sobre la mesa.
—No ponga usted esa cara. —El capitán Oms suspira—. Soy un oficial de la inteligencia. Mi trabajo es adivinar cosas. Además, no era tan difícil deducir que iba a venir usted a verme. —Vuelve a señalar la silla—. Y siéntese, le digo.
Lao cruza la sala enmoquetada hasta la silla que su superior le está indicando. Con el abrigo puesto y el maletín en la mano. La forma en que Oms mueve ociosamente sus papeles y toma notas cuando tiene visitas hace que uno se pregunte si los movimientos y las notas son realmente parte de su trabajo o bien simples elementos de una escenificación. De alguna manera, el delegado regional consigue transmitir la sensación de que la abundancia de diplomas y fotos con personalidades históricas que tiene colgadas en su despacho no son motivo de orgullo especial ni de jactancia por su parte. Casi como si no se hubiera fijado nunca en que están ahí. Por fin cierra la carpeta que tiene delante y levanta la vista hacia su visitante.
—¿Qué se le ofrece? —dice.
El agente Lao abre su maletín. Saca un expediente de los que el capitán le entregó el día anterior y lo pone encima de la mesa.
—Ah. —Oms asiente con la cabeza—. Un expediente interesante, sin duda. Teodoro Barbosa. Uno de nuestros operativos más excéntricos. Creo recordar que fue usted quien hizo los primeros contactos con él.
—Todo era para esto, ¿verdad? —dice el agente Lao, con el maletín sobre el regazo—. Lo del Grupo de Apoyo Especial y mi nuevo cargo y todo lo demás. Era para hacerme llegar este expediente. Éste no es como los demás. No hay
exactamente
deficiencias informativas. Todo lo demás es una simple tapadera para que este expediente vuelva a mí.
El capitán Oms enarca las cejas.
—Es una hipótesis de lo más curioso —dice—. Por supuesto, no se la puedo confirmar.
—No puede usted crear una unidad especial para sacar un expediente de su itinerario normal —dice Lao—. Tarde o temprano el Departamento de Información lo echará de menos. Y en todo caso, dudo de que sea legal.
El capitán Ponce Oms vuelve a suspirar. Reclina la espalda en su silla giratoria y la hace girar noventa grados en dirección a una de las paredes cubiertas de diplomas y fotos enmarcadas.
—Quítese el abrigo, agente Sirio —dice—. Y haga caso de un consejo: no se dedique a decirle a sus superiores lo que pueden hacer y lo que no. Yo tengo cierta debilidad por usted, pero la próxima vez puede que se encuentre con alguien menos comprensivo. Acuérdese de dónde estamos. Aquí lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer son cosas que funcionan de modo distinto al mundo de fuera. Si he creado su unidad, eso quiere decir que la
puedo
crear, ¿no le parece?
Coge uno de los bollos de la mesa, lo parte y lo moja en su tazón de café con leche antes de llevárselo a la boca. Da un par de palmadas para sacudirse el azúcar del bollo de los dedos.
—Vayamos por partes —continúa—. Digamos que tengo un interés personal en Teo Barbosa. Y también en la forma en que usted le estuvo dando directrices desde el Departamento de Información. Por supuesto, muchos oficiales en mi posición pensarían que obró usted mal con ese expediente. Que sus directrices no tenían ningún sentido. Por eso fue usted degradado a los Ficheros. Pero ya le he dicho que yo tengo una debilidad.
—¿Qué quiere de mí?
—Estoy dispuesto a saltarme el protocolo —dice el capitán—. En realidad tengo más margen de maniobra del que parece. Es una parte crucial de mi trabajo: fingir que tengo menos margen de maniobra del que tengo en realidad. De hecho, es
casi todo
mi trabajo.
Lao piensa un momento.
—No sé quién es Teo Barbosa —dice por fin—. He tenido cuatro contactos telefónicos con él. Su expediente es muy vago. Faltan muchas páginas.
—Barbosa forma parte de una de nuestras operaciones centrales de información. Todo lo esencial se ha borrado de su expediente. Dígame, agente Sirio. —Se chupa un par de dedos—. ¿En qué consistieron sus contactos telefónicos con él?
En la cara de Lao son impensables cosas tan simples como la impaciencia o la contrariedad. Sin embargo, los pequeños movimientos con que ahora se reacomoda para contestar la pregunta podían ser interpretados como indicios.
—Como usted ha dicho —contesta por fin—, Barbosa no es como el resto de nuestros operativos. Si se ha formado en nuestras academias, no entiendo cómo consiguió pasar los tests de aptitud física. Mide metro noventa y tres y todos los informes describen su fisionomía como extremadamente poco común. Llamaría la atención en
cualquier
entorno de operaciones. No creo que sea un militar. No ha dado ninguna señal de lealtad ni de disciplina. Pero tampoco se ajusta a ninguno de los perfiles de nuestros informadores externos. El noventa por ciento de externos coopera con nosotros a cambio de favores o intercesiones. Barbosa nunca nos ha pedido nada. Sabemos que es uno de los alumnos más brillantes de su promoción de letras, pero también díscolo y rebelde. Tiene un coeficiente intelectual y también un nivel cultural muy por encima de la media de nuestros agentes. No se le conocen tendencias políticas. No nos consta que esté enfrentado con ningún grupo concreto. No le encontramos la envidia o el descontento que motiva a los informadores no retributivos. Así pues, ¿para qué usar los protocolos basados en perfiles existentes de informadores?
El capitán Oms parte otro bollo.
—Continúe —dice, apremiándolo con un gesto de la mano.
—Cuando me llegó por primera vez el expediente de Barbosa —dice Lao—, me dio la impresión de que era un operativo que podía llegar muy lejos.
—Explíquese.
—Necesitaría conocer motivaciones profundas, valores, niveles de resistencia. Pero está claro que tiene carisma. Se puede presumir que la gente quiere agradar a Teo Barbosa. Quieren contarle cosas. Y un hombre de su inteligencia puede llegar mucho más allá que los operativos normales.
El capitán Oms vuelve a inclinarse hacia delante para mojar otro bollo en su café con las puntas de los dedos.
—¿Y qué decisiones operativas tomó usted? —dice, llevándose el bollo a la boca.
—¿No ha leído el expediente?
—Quiero que me las cuente
usted,
agente Sirio.
Claro
que he leído el expediente.
—Le dije que intentara llamar toda la atención que pudiera hacia sí mismo. —Ahora Lao tiene las dos manos apoyadas en su maletín—. Que provocara enfrentamientos. Que fuera sarcástico.
—«Que fuera sarcástico.» —Oms asiente con la cabeza—. ¿Y qué protocolo es ése?
—Ninguno. En esencia, le vine a decir al agente Barbosa que no hiciera nada. Que fuera él mismo.
—¿Con qué propósitos operativos?
—¿Quién sospecharía de un bocazas como Barbosa?
El capitán Oms empuja a un lado la bandeja de los bollos y se pone de pie.
—¿Sabe? —Oms echa a andar por detrás de su mesa—. En nuestro trabajo nos guiamos muchas veces por la idea de
engañar
al enemigo. Pasarle información falsa, sacrificar cierta información para ocultar otra, transmitir una verdad incompleta en vez de una mentira. Engañar es un arte. Hay que ser completamente irregular, ya sabe. No se puede engañar dos veces de la misma manera. Hay que ser imprevisible. Y
siempre
dar por sentado que el enemigo te está engañando a ti. Esa es la dificultad y también la maravilla de nuestro trabajo. Que es como entablar una conversación en la que los dos mienten todo el tiempo.
Lao asiente con la cabeza.
—Lo mismo pasa en criptografía —dice—. El ideal del criptógrafo es no usar nunca la misma clave dos veces. Claves asimétricas. No ofrecer patrones. Que el otro no pueda aferrarse a ninguna regularidad. El ideal
verdadero
del criptógrafo, en términos abstractos, sería usar una clave que fuera tan larga y compleja como el propio texto a cifrar.
Oms deja de caminar. Se queda mirando a Lao, con las manos detrás de la espalda y las piernas marcialmente abiertas. Con la cabeza enmarcada por un halo de diplomas y retratos. Convertido en la
idea
misma del soldado aguerrido. Esa idea que coronó en el principio de la humanidad a los machos mejor dotados para la procreación, destinados a humillar para siempre a los Arístides Lao de la Historia.
—Quiero que retome usted ese expediente, agente Sirio —dice—. Que la Unidad de Apoyo Especial me informe solamente a mí. Quiero actualizaciones semanales o cada vez que se produzca una novedad. ¿Me entiende?
—Necesito el expediente completo de Barbosa.
—No.
—Necesito el expediente de la operación en que está metido Barbosa.
—No me haga reír.
Lao se quita las gafas y se pone a limpiarlas con su pañuelo.
—Me acaba de decir que puede usted hacer cosas que son imposibles en otras partes —dice, mirando a su superior con su cara vacía—. Y que dispone usted de más margen del que deja ver.
—No me provoque, agente. Tendrá usted que trabajar con lo que tiene.
—Entonces no lo haré.
—¿Cómo
dice?
—Oms levanta la voz.
—Renuncio al mando de la unidad. Prefiero volver a Gestión de Ficheros.
Las palabras de Lao no transmutan exactamente la escena. Simplemente agrandan sus elementos. Los subliman y los aíslan del universo que los rodea. A un lado el soldado preternatural, apuesto y cargado de energía cósmica en reposo, propenso a la cólera y a los estallidos letales. Al otro lado el monje; atrofiado y pálido, siempre a la sombra y siempre encorvado sobre sus papeles; incapaz de convertirse en esa masa temible de músculos que empala a las hembras con su pene y ensarta a los enemigos con su espada. En el instante eterno de la escena, el capitán se eleva sobre Lao, gigantesco y cargado de energía cósmica. El mentón fuerte y perfumado. La espalda ancha y coronada por charreteras. El arma reglamentaria al cinto. Lao parece aguardar su ejecución inminente en su silla. Y un momento más tarde, al capitán se le escapa la risa.
Ya es de día cuando Teo Barbosa se despierta junto al cuerpo desnudo de Sara Arta, en el sobreático diminuto de la calle Escudillers al que ella lo llevó al final de la noche. El polvo del meteorito que cubre los cristales le da un matiz plomizo a la luz ya de por sí fría de la mañana. Barbosa se frota los ojos. Como suele pasar con casi todas las camas, la de Sara es demasiado corta para él y provoca que los pies le cuelguen del borde. Sobre las sábanas rojas, la piel muy blanca de ella tiene una cualidad casi pictórica. Barbosa se permite un solo momento para admirar el cuerpo dormido que tiene al lado, delgado pero de proporciones exquisitas, a diferencia del de él, que es exageradamente alto y huesudo y tiene unas rodillas y unos codos enormes y un pene que se ve inevitablemente pequeño entre sus muslos interminables. Por fin comprueba que la joven sigue dormida y se incorpora lentamente, sin hacer ruido.