El jardinero fiel (48 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
3.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y fue entonces, mientras estaba en Tanzania visitando a sus padres, cuando decidió, siguiendo un nuevo impulso, solicitar una plaza en la embajada británica de allí y buscar el ascenso una vez aceptada. Y si no hubiera hecho esto, jamás habría conocido a Tessa. Pensándolo ahora, jamás se habría metido en la línea de fuego, donde estaba resuelta a permanecer, luchando por las cosas a las que estaba resuelta a ser fiel, aunque se redujeran a una lectura bastante simplista: verdad, tolerancia, justicia, un sentido de la belleza de la vida y un rechazo cuasi violento a sus contrarios, pero, sobre todo, la creencia heredada de sus padres y reforzada por Tessa de que el Sistema mismo debía ser obligado a reflejar aquellas virtudes, o su existencia no tendría sentido. Esto la llevó a la pregunta más importante. Había querido a Tessa, había querido a Bluhm, quería a Justin todavía y, a fuer de sincera, más de lo que era correcto, o conveniente, o como quisieran llamarlo. Y el hecho de que ella trabajara para el Sistema no la obligaba a aceptar las mentiras del Sistema, que el día anterior había tenido aún ocasión de escuchar por boca de Woodrow. Por el contrario, la obligaban a rechazarlas y a poner al Sistema en su sitio, que era del lado de la verdad. Esto explicaba satisfactoriamente lo que hacía allí y por qué. «Mejor estar dentro del Sistema y luchar contra él —decía su padre, un iconoclasta en ciertos aspectos—, que fuera del Sistema, clamando contra él».

Tessa había dicho exactamente lo mismo, y eso era lo más maravilloso.

El Beechcraft se sacudió como un perro viejo y avanzó entre bandazos hasta levantar el vuelo con dificultad. A través de su diminuta ventanilla, Ghita vio toda África desplegándose ante ella: ciudades de barrios destartalados, manadas de cebras al galope, las granjas de flores del lago Naivasha, los Abordares, el monte Kenia tenuemente dibujado sobre el lejano horizonte. Y junto a esto, un mar interminable de brumosa tierra marrón salpicada de pústulas verdes. El avión entró en una nube de tormenta y en el avión se hizo la penumbra. Le siguió la abrasadora luz del sol, acompañada por una fuerte explosión en un lugar indeterminado, a la izquierda de Ghita. El avión se puso de costado sin previo aviso. Cajas de comida, mochilas y la bolsa de viaje de Ghita se desperdigaron por el pasillo en medio de un coro de alarmas, sirenas y un destello de luces rojas. Nadie habló excepto un anciano africano, que soltó una carcajada y aulló: «Te queremos, Señor, que no se te olvide», lo que produjo alivio y risas nerviosas entre los demás pasajeros. El avión aún no se había enderezado. El ruido del motor se convirtió en un murmullo. El copiloto africano con patillas había encontrado un manual y estaba consultando una lista de control, con Ghita detrás, intentando leerla por encima de su hombro. El capitán blanco se volvió en el asiento para dirigirse a sus acobardados pasajeros. Su boca inclinada y correosa tenía el mismo ángulo que las alas del avión.

—Como habrán podido observar, señoras y señores, uno de los motores ha explotado —dijo secamente—. Eso significa que tendremos que volver a Wilson para coger otro pájaro de éstos.

Y no tengo miedo, observó Ghita, complacida consigo misma. Hasta la muerte de Tessa, cosas como ésta sólo les ocurrían a otras personas. Ahora me ocurren a mí y he sabido comportarme.

Cuatro horas más tarde aterrizaba en Lokichoggio.

—¿Eres Ghita? —gritó una chica australiana para hacerse oír en medio del ruido de motores y de los saludos de las demás personas—. Soy Judith. ¡Hola!

Judith era alta, alegre y de mejillas rojas, y llevaba un sombrero de fieltro marrón de hombre y una camiseta anunciando los United Tea Services de Ceilán. Blancos aviones de carga de las Naciones Unidas despegaban y aterrizaban, blancos camiones iban y venían ruidosamente, el sol era un horno, la pista de aterrizaje despedía un calor tangible y los gases del combustible de los aviones rielaban en el aire, deslumbrándola. Con Judith como guía, se metió en la parte trasera de un todoterreno y se sentó entre sacas de correo junto a un sudoroso chino con alzacuello y traje negro. Otros todoterreno pasaron zumbando en dirección contraria, seguidos por un convoy de camiones blancos, de camino a los aviones de carga.

—¡Era una señora realmente agradable! —gritó Judith desde el asiento del copiloto, delante de ella—. ¡Muy dedicada a su trabajo! —Era evidente que hablaba de Tessa—. ¿Por qué quieren arrestar a Arnold? ¡No son más que unos estúpidos! Arnold no mataría ni a una mosca. Has venido para tres noches, ¿verdad? ¡Es que tenemos a un puñado de expertos en nutrición que van a venir de Uganda!

Judith está aquí para alimentar a los vivos, no a los muertos, pensó Ghita, mientras el todoterreno traspasaba una verja y entraba en una carretera de tierra apisonada. Pasaron por un poblacho miserable de bares, tenderetes, y un gracioso letrero que rezaba: a piccadilly. Ante ellos se alzaban unas serenas colinas marrones. Ghita dijo que le encantaría pasear por ellas. Judith le advirtió que, si lo hacía, no volvería jamás.

—¿Animales salvajes?

—Gente.

Se acercaban al campamento. En una franja de tierra roja que había junto a la entrada principal, unos niños jugaban a baloncesto con una bolsa blanca para alimentos clavada a un poste de madera. Judith condujo a Ghita a la recepción para recoger su pase. Ghita firmó en el libro y pasó las hojas hacia atrás con gesto casual, dejándolo abierto por la página que fingía no buscar: «Tessa Abbott, PO Box, Nairobi, Tukul 28. Bluhm, Médicos del Mundo, Tukul 29». Y la misma fecha.

—Los chicos de la prensa se divirtieron de lo lindo —decía Judith con entusiasmo—. Reuben les cobró cincuenta dólares por foto, al contado. Ochocientos dólares en total; eso son ochocientos paquetes de cuadernos y lápices para colorear. Reuben afirma que con eso produciremos dos Dinka van Goghs, dos Dinka Rembrandts y un Dinka Warhol.

Reuben, el legendario organizador de campamentos, recordó Ghita. Congoleño. Amigo de Arnold.

Caminaban por una amplia avenida de tuliperos, cuyas flores resplandecían con su intenso color rojo sobre un fondo de cables y
tukuls
blancos con techo de paja. Un inglés desgarbado como un maestro de escuela pasó pedaleando tranquilamente en una anticuada bicicleta de policía. Al ver a Judith, hizo sonar el timbre y la saludó agitando graciosamente la mano.

—Duchas y retretes enfrente, al otro lado del camino, primera sesión mañana a las ocho en punto, punto de encuentro en la puerta de la cabaña treinta y dos —anunció Judith, mientras mostraba a Ghita su alojamiento—. Spray para los mosquitos junto a la cama. Mejor usar la mosquitera. ¿Te apetece venir al club hacia el anochecer para tomarte una cerveza antes de cenar?

Ghita dijo que sí.

—Bueno, ándate con ojo. Algunos de los chicos vienen bastante hambrientos cuando vuelven del trabajo de campo.

—Ah, por cierto —dijo Ghita, como no dándole importancia—, había una tal Sarah, una amiga de Tessa. No sé si estará por aquí, pero me gustaría saludarla.

Ghita sacó sus cosas de la bolsa y, armada con el neceser y la toalla, se dirigió valientemente al otro lado de la avenida. La lluvia caída había amortiguado el estruendo del aeródromo. Las peligrosas colinas se habían vuelto de color negro y oliva. El aire olía a gasolina y especias. Se duchó, regresó a su
tukul
y se sentó con sus notas a una mesa desvencijada donde, sudando a mares, se perdió en las complejidades de la ayuda auto suficiente.

El club de Loki era un árbol de amplia copa que tenía debajo un largo tejadillo de paja, una barra con un mural de fauna salvaje y un proyector de vídeo que escupía imágenes borrosas de un antiguo partido de fútbol sobre una pared encalada, mientras el sistema de sonido arrojaba una estentórea música africana de baile. Gritos de deleite traspasaron la noche cuando cooperantes de lugares distantes volvían a encontrarse en lenguas diferentes, se abrazaban, se tocaban el rostro y caminaban cogidos del brazo. Éste debería ser mi hogar espiritual, pensó Ghita melancólicamente. Ésta es mi gente. Su celo y su juventud son los míos. No pertenecen a ninguna raza ni a ninguna clase social, como yo. ¡Firmar por Loki y sintonizar con la santidad! ¡Andar de un lado a otro en aeroplano, disfrutando de una imagen romántica de uno mismo y de la adrenalina del peligro! ¡Sexo en abundancia y una vida nómada que te mantiene al margen de compromisos! ¡Nada de monótono trabajo de oficina y siempre con un poco de hierba para fumar! ¡Gloria y chicos a la vuelta del trabajo de campo, dinero y más chicos esperándome en casa! ¿Quién necesita más?

Yo.

Necesito comprender por qué fue necesario todo esto en un principio y por qué es necesario ahora. Necesito tener el valor de decir, como sabía decir Tessa cuando se enfurecía: Loki apesta. No tiene más derecho a existir que el Muro de Berlín. Es un monumento al fracaso de la diplomacia. ¿Para qué demonios sirve dirigir un servicio de ambulancias Rolls-Royce, cuando nuestros políticos no hacen nada para prevenir los accidentes?

Anocheció en un suspiro. Amarillas luces fluorescentes reemplazaron al sol, los pájaros dejaron de parlotear, luego reanudaron su conversación a un volumen más aceptable. Estaba sentada a una mesa larga. Entre ella y Judith había otras tres personas. Judith estaba sentada con el brazo alrededor de un antropólogo de Estocolmo y Ghita pensaba que no se había sentido así desde que era una novata en la escuela del convento, salvo que en el convento no se bebía cerveza ni había media docena de jóvenes atractivos de todas las naciones del mundo a la mesa, y media docena de pares de ojos masculinos evaluando tu potencial sexual y tu accesibilidad. Escuchaba historias sobre lugares de los que nunca había oído hablar y sobre proezas tan espeluznantes que la convencieron de que nunca estaría capacitada para compartirlas. Hizo lo posible por parecer enterada de todo y sólo levemente impresionada. El que hablaba en aquel momento era un infalible yanqui de Nueva Jersey, llamado Hank el Halcón. Según Judith, en otro tiempo había sido boxeador y prestamista, y se había dedicado a la ayuda humanitaria como alternativa a una vida delictiva. Estaba soltando una larga perorata sobre las facciones que guerreaban en la zona del Nilo: que la SPLE había lamido el culo a la SPLM durante un tiempo; que la SSIM le estaba dando por el culo a otro grupo de letras, masacrando a sus compatriotas, robándoles las mujeres y el ganado, y en general, aportando su contribución al par de millones de muertos que podían asignarse ya a las insensatas guerras civiles en Sudán. Ghita bebía cerveza y se esforzaba en sonreír a Hank el Halcón, porque su monólogo parecía dirigido exclusivamente a ella, como recién llegada y próxima conquista. Se sintió por tanto agradecida, cuando surgió de la oscuridad una rechoncha mujer africana de edad indefinida, vestida con pantalones cortos, zapatillas deportivas y la típica gorra con visera de los vendedores ambulantes de Londres. La mujer le dio una palmada en el hombro y gritó:

—Soy Sudan Sarah, cariño, y tú debes de ser Ghita. Nadie me había dicho que eras tan guapa. Ven a tomarte una taza de té conmigo, cariño. —Y sin más preámbulos, la condujo por un laberinto de oficinas hasta llegar a un
tukul
como una cabaña de playa construida sobre pilotes, donde había una cama individual, una nevera y una estantería llena de libros de literatura clásica inglesa, de Chaucer a James Joyce, todos encuadernados igual.

Y fuera, una pequeña galería con dos sillas para sentarse bajo las estrellas y ahuyentar a los insectos, una vez hierve el agua del té.

—He oído decir que ahora van a arrestar a Arnold —dijo Sudan Sarah tranquilamente después de que ambas hubieran lamentado la muerte de Tessa—. Bueno, no es de extrañar. Cuando uno quiere ocultar la verdad, lo primero que ha de hacer es darle a la gente una verdad distinta para tenerla callada. De lo contrario, empiezan a preguntarse si la verdad auténtica no estará oculta en alguna parte, y eso no les interesa.

Ghita decidió que era maestra de escuela o gobernanta. Acostumbrada a desarrollar sus pensamientos y a exponérselos a unos niños distraídos.

—Y después del asesinato viene el encubrimiento —prosiguió Sarah con la misma benévola entonación—. Y no debemos olvidar que un buen encubrimiento es mucho más difícil de conseguir que un mal asesinato. Un crimen, bueno, quizá uno pueda escapar al castigo cuando comete un crimen. Pero un encubrimiento supone la cárcel sin remedio. —Iba señalando el problema con sus grandes manos—. Uno tapa un poquito por aquí y aparece otro poquito por allá. Así que también has de tapar ese otro poquito. Cuando te das la vuelta, descubres que el primer poquito vuelve a destaparse. Y te das la vuelta hacia otro lado y aparece un tercer poquito, asomando la punta en la arena, tan cierto como que Caín mató a Abel.

Ghita empezó hablando con astucia. Justin, dijo, intentaba recomponer la historia de los últimos días de Tessa. Le gustaría saber si, en su última visita a Loki, Tessa se había mostrado contenta y productiva. ¿Sabía Sarah de qué manera había contribuido Tessa a preparar el seminario de conciencia de género? ¿Había entregado Tessa algún informe sobre sus conocimientos legales y su experiencia con mujeres en Kenia? ¿Recordaba Sarah algún incidente en particular o un momento feliz que pudiera interesar a Justin?

Sarah la escuchó con satisfacción y los ojos centelleantes bajo la visera de la gorra, mientras sorbía el té y espantaba con la mano a los mosquitos, sin dejar de sonreír a los que pasaban por allí, o gritándoles:

—¡Hola, Jennie, cariño, eres una chica mala! ¿Qué haces tú con ese vago de Santo? ¿Vas a escribir a Justin para contarle todo esto, cariño?

La pregunta inquietó a Ghita. ¿Era bueno o era malo que le propusiera escribir a Justin? ¿Debía sospechar siempre un doble sentido? En la embajada, Justin era persona non grata. ¿Lo era aquí también?

—Bueno, estoy segura de que a Justin le gustaría que le escribiera —admitió con turbación—. Pero sólo lo haré si puedo decirle algo que lo tranquilice, si es posible. Quiero decir que no le diré nada que pueda herirle —añadió, saliéndose del tema—. Quiero decir que Justin sabe que Tessa y Arnold viajaban juntos. Todo el mundo lo sabe ya. Y Justin ha aceptado lo que pudiera haber entre ellos.

—Oh, no había nada entre ellos, cariño, créeme —dijo Sarah con una carcajada—. Todo eso no fueron más que chismes. Sencillamente, era imposible. Lo sé con toda seguridad. Hola, Abby, ¿qué tal te va, cariño? Esa es mi hermana Abby. Ha vivido más que muchas personas. Ha estado casada casi cuatro veces.

Other books

The Downing Street Years by Margaret Thatcher
The Saint in Action by Leslie Charteris, Robert Hilbert;
Seducing Ingrid Bergman by Greenhalgh, Chris
The Knitting Circle Rapist Annihilation Squad by Derrick Jensen, Stephanie McMillan
The Scotsman by Juliana Garnett
Polar Reaction by Claire Thompson