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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (62 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—¿Siempre están aquí?

—Día y noche —contestó Ghita—. Cogen las piedras de un hoyo y las ponen en otro. Así, su trabajo no termina nunca.

Justin pisó el freno. El coche rodó lentamente hasta detenerse a escasos centímetros del cartel. Los niños se arracimaron en torno al coche, golpeando el techo con las palmas de las manos. Justin bajó la ventanilla cuando una linterna iluminó el interior y al instante apareció detrás la cara sonriente del portavoz. Contaba dieciséis años a lo sumo.

—Buenas noches, buana —saludó con un tono de gran ceremonia—. Soy el señor Simba.

—Buenas noches, señor Simba —contestó Justin.

—¿Desea contribuir a la construcción de esta estupenda carretera que estamos haciendo?

Justin le entregó un billete de cien chelines por la ventanilla. El chico se alejó dando triunfales brincos y agitando el billete por encima de la cabeza, ante los aplausos de los demás.

—¿Cuál es la tarifa habitual? —preguntó Justin a Ghita, poniendo el coche en marcha de nuevo.

—Una décima parte de eso.

Los adelantó otro coche y Justin volvió a escrutar a sus ocupantes, pero aparentemente no vio lo que esperaba ver, fuera lo que fuese. Llegaron al centro de la ciudad. Escaparates iluminados, cafeterías, bullicio en las aceras. Los
matutu
, pequeños autobuses, pasaban a toda prisa acompañados de la estridente música de sus radios. A su izquierda, un estrépito de metal contra metal dio origen a un barullo de gritos y bocinazos. Ghita volvía a darle indicaciones: ahora a la derecha, ahora por esa verja. Justin ascendió por una rampa hasta el patio de grava de un austero edificio de tres plantas. A la luz de las farolas dispuestas a lo largo del perímetro, leyó las palabras ¡
VEN A JESÚS AHORA
!, pintadas en la pared lisa de hormigón.

—¿Es una iglesia?

—Era la clínica dental de los Adventistas del Séptimo Día —respondió Ghita—. Ahora se ha rehabilitado como bloque de viviendas.

El aparcamiento, delimitado por una alambrada, quedaba separado del patio por un desnivel, y Ghita nunca habría entrado allí yendo sola, pero Justin descendía ya la grada. Aparcó y ella advirtió que se volvía a mirar atrás y aguzaba el oído.

—¿A quién esperas ver? —susurró ella.

Justin la guió entre grupos de niños sonrientes hasta la escalinata de la entrada. En el vestíbulo, un letrero escrito a mano anunciaba ascensor averiado. Se dirigieron hacia una escalera gris, iluminada con bombillas de baja intensidad. Justin permaneció al lado de Ghita mientras subían. En el último piso, que estaba a oscuras, sacó su linterna y alumbró el camino. El rellano olía a comida oriental, y tras las puertas cerradas se oía música asiática. Entregándole la linterna a Ghita, Justin retrocedió hasta la escalera mientras ella quitaba la cadena a la reja de protección y abría las tres cerraduras. Al entrar al piso, Ghita oyó sonar el teléfono. Se volvió en busca de Justin, y descubrió que se encontraba ya junto a ella.

—Hola, Ghita, querida mía —saludó una encantadora voz masculina que ella no reconoció de inmediato—. Estabas radiante esta noche. Soy Tim Donohue. Me preguntaba si podría dejarme caer por ahí un momento para tomar un café con vosotros dos bajo las estrellas.

El piso de Ghita era pequeño. Tenía sólo tres habitaciones, todas con vistas al mismo ruinoso almacén y la misma calle bulliciosa con letreros de neón rotos y coches abriéndose paso a bocinazos y mendigos intrépidos que no se apartaban de su camino hasta el último momento. Una ventana con barrotes daba a una escalera exterior de metal, que supuestamente era la salida de incendios, aunque, por motivos de supervivencia, los inquilinos del último piso habían aserrado el primer tramo. No obstante, los tramos superiores continuaban intactos, y en las noches cálidas Ghita podía subir a la azotea y, sentándose en el suelo, recostada contra el revestimiento de madera del depósito de agua, estudiaba para el examen del Foreign Office, al que tenía la firme intención de presentarse al año siguiente, y escuchaba los ruidos de sus vecinos asiáticos del edificio, y compartía su música y sus discusiones y sus niños, y casi se convencía de que estaba entre su gente.

Y si esta ilusión se desvanecía en cuanto cruzaba la verja de la embajada y se ponía su otra piel, la azotea, con sus gatos, sus gallineros, sus tendederos y sus antenas, seguía siendo uno de los pocos sitios donde se sentía a gusto, y quizá por esa razón no se sorprendió demasiado cuando Donohue propuso que disfrutaran de un café bajo las estrellas. En cuanto a cómo sabía Donohue que tenía una azotea, era para ella un misterio, pues, que ella supiese, nunca había puesto los pies en su piso. Sin embargo lo sabía. Ante la mirada cauta de Justin, Donohue cruzó el umbral de la puerta y, llevándose un dedo a los labios, pasó su cuerpo anguloso por la ventana y saltó a la plataforma de la escalera de hierro, y desde allí les indicó con señas que lo siguieran. A continuación salió Justin, y cuando Ghita se reunió con ellos, cargando una bandeja con el café, Donohue se había sentado en una caja de embalaje, las rodillas a la altura de las orejas. Pero Justin no podía parar quieto en ningún sitio. Tan pronto se le veía de pie, con la actitud alerta de un centinela en tiempo de guerra, recortándose su silueta contra el resplandor de las luces de neón del otro lado de la calle, como se le veía en cuclillas junto a Ghita, con la cabeza gacha, igual que un hombre dibujando en la arena con la punta del dedo.

—Amigo mío, ¿cómo te las has arreglado para pasar los controles? —preguntó Donohue, levantando la voz por encima del rumor del tráfico, entre sorbo y sorbo de café—. Me ha dicho un pajarito que estuviste en Saskatchewan hará un par de días.

—Contratando un viaje organizado.

—¿Vía Londres?

—Vía Amsterdam.

—¿Un grupo numeroso?

—El más numeroso que encontré.

—¿Cómo Quayle?

—Más o menos.

—¿Cuándo desertaste del grupo?

—En Nairobi. Inmediatamente después de los tramites de aduanas e inmigración.

—Muy listo. Te había juzgado mal. Pensaba que viajarías por tierra, entrando por Tanzania o algo así.

—No me dejó ir a recogerlo al aeropuerto —dijo Ghita con actitud protectora—. Vino aquí en taxi, ya de noche.

—¿Qué quieres? —preguntó Justin desde otra parte de la oscuridad.

—Una vida tranquila, amigo mío, si no te importa. Ya tengo cierta edad. No más escándalos. No más registros. No más tipos alargando el cuello para intentar ver lo que ya no existe. —Su irregular silueta se volvió hacia Ghita—. ¿Qué fuiste a hacer a Loki, querida?

—Lo hizo por mí —terció Justin, adelantándose a Ghita.

—Bien hecho —declaró Donohue con tono de aprobación—. Y también por Tessa, sin duda. Ghita es una joven admirable. —Y de nuevo hacia Ghita, en esta ocasión con voz más imperiosa—. ¿Y encontraste lo que buscabas? ¿Misión cumplida? Seguro que sí.

Justin volvió a intervenir, aún más deprisa.

—Le pedí que investigara los últimos días de Tessa allí. Para asegurarme de que hicieron lo que me habían dicho que harían: asistir a esos talleres sobre la condición femenina. Y eso hicieron.

—Y tú querida ¿estás de acuerdo con esa versión de los acontecimientos? —preguntó Donohue, mirando a Ghita.

—Sí.

—Bien, bravo por ti —comentó Donohue y tomó otro sorbo de café. Luego propuso a Justin—: ¿Hablamos claro?

—Creía que eso estábamos haciendo.

—Sobre tus planes.

—¿Qué planes?

—Precisamente. Por ejemplo, si se te pasara por la mente mantener una charla en privado con Kenny K. Curtiss sería una pérdida de tiempo. Eso te lo aseguro.

—¿Por qué?

—Para empezar, sus matones están esperándote. Por otra parte, se ha quedado fuera de la carrera, si es que en realidad lo ha estado alguna vez. Los bancos han empezado a apropiarse de los juguetes de Kenny. Los intereses farmacéuticos de TresAbejas revertirán al punto de donde proceden: KVH.

Justin no reaccionó.

—Mi planteamiento, Justin, es que no cabe esperar una gran satisfacción si uno dispara contra alguien que ya está muerto. Si es una satisfacción lo que tú buscas. ¿Es eso?

Justin no respondió.

—Respecto al asesinato de tu esposa, por más que me duela tener que decírtelo, Kenny K. no fue, repito, no fue cómplice en modo alguno. Tampoco lo fue su esbirro, el señor Crick, aunque sin duda hubiera aprovechado la oportunidad si se le hubiera presentado. Crick tenía instrucciones de informar a KVH sobre los movimientos de Arnold y Tessa. Utilizó ampliamente los dispositivos locales de Kenny, en especial la policía keniana, para tenerlos bajo control. Pero Crick no era más cómplice del asesinato de lo que podía serlo Kenny K. Un informe de vigilancia no lo convierte en un asesino.

—¿A quién, en concreto, informó Crick? —preguntó Justin.

—Crick informó a un contestador automático de Luxemburgo, que ya no está conectado. De ahí, el fatal mensaje pasó de boca en boca por medios que ni tú ni yo podremos determinar nunca. Hasta llegar a los suspicaces caballeros que la mataron.

—Marsabit —dijo Justin y ahora su voz sonó más cerca.

—En efecto. Los famosos Dos de Marsabit, en su camión de safari verde. En el camino, se unieron a ellos cuatro africanos, cazarrecompensas como ellos dos. El premio por realizar el trabajo era un millón de dólares a repartir según el criterio del jefe del grupo, conocido como coronel Elvis. Lo único que sabemos con certeza es que no se llama Elvis y nunca ascendió al alto rango de coronel.

—¿Informó Crick a Luxemburgo de que Tessa y Arnold se dirigían a Turkana?

—Eso, amigo mío, es preguntar demasiado.

—¿Por qué?

—Porque Crick no contestará. Tiene miedo. Y ojalá tú también lo tuvieras. Teme que si es demasiado espléndido con su información, y con la información de ciertos amigos suyos, le corten la lengua para dejar espacio a sus testículos. Puede que su temor sea justificado.

—¿Qué quieres? —repitió Justin. Estaba en cuclillas junto a Donohue, escrutando sus ojos en la oscuridad.

—Disuadirte de hacer lo que te propones hacer, amigo mío. Decirte que eso que andas buscando, sea lo que sea, no vas a encontrarlo, aunque no por ello evitarás que te maten. Se puso precio a tu cabeza ante la eventualidad de que volvieras a África, y ahora aquí estás. Todo mercenario renegado y jefe de banda metido en esa clase de negocios sueña con tenerte en la mira. Medio millón por matarte, un millón por que parezca un suicidio, que es la manera preferida. Por más protección que contrates, no servirá de nada. Probablemente estarás contratando a las mismas personas que tienen la esperanza de matarte.

—¿Qué importancia tiene para el servicio si estoy vivo o muerto?

—En el plano profesional, ninguna. En el plano personal, preferiría no ver qué gana el lado que no debe. —Donohue respiró hondo—. En cuyo contexto, lamento decirte que Arnold Bluhm está muerto, y desde hace semanas. Así que si has venido para salvar a Arnold, mucho me temo que, una vez más, no hay nada que salvar.

—Demuéstralo —exigió Justin con aspereza mientras Ghita, en silencio, volvía la cabeza en dirección opuesta y apoyaba la frente en el antebrazo.

—Soy viejo, me queda poco tiempo de vida, estoy desencantado y acabo de pasarte información reservada sin permiso, por lo cual mis superiores me ejecutarían al amanecer si se enteraran. Ésa es la única prueba que puedo ofrecerte. Bluhm perdió el conocimiento cuando los atacaron, lo cargaron en el camión de safari y lo llevaron al desierto. Allí lo tuvieron, sin agua, sin sombra, sin comida. Lo torturaron durante un par de días con la esperanza de averiguar si a él o a Tessa se les había ocurrido copiar sus hallazgos en un segundo juego de disquetes, aparte del que habían encontrado en el cuatro por cuatro. Lo siento, Ghita. Bluhm dijo que no, no habían hecho una segunda copia, pero ¿por qué iba alguien a aceptar un no por respuesta? Así que lo torturaron hasta morir simplemente para mayor seguridad, y por placer. Luego le dejaron el cadáver a las hienas. Y sintiéndolo mucho, ésa es la verdad.

—¡Dios mío!

Era Ghita, musitando con la cara oculta entre las manos.

—Así que ya puedes tachar a Bluhm de la lista, Justin, junto con Kenny K. Curtiss. Ya ninguno de los dos merece el esfuerzo de este viaje —prosiguió Donohue, implacable—. Entretanto, atiende bien, Porter Coleridge defiende tu causa en Londres por ti. Y eso no es sólo información reservada. Eso es: «Destrúyase antes de leerlo».

Justin había desaparecido del campo de visión de Ghita. Rastreó la oscuridad y lo descubrió justo detrás de ella.

—Porter ha solicitado que se reasigne el caso de Tessa a los agentes iniciales, y que la cabeza de Gridley se ponga en la picota, junto con la de Pellegrin. Quiere que la relación entre Curtiss, KVH y el gobierno británico sea sometida a una investigación bajo control de todos los partidos, y de paso está erosionando los pies de barro de Sandy Woodrow. Quiere que el fármaco sea analizado por un equipo de científicos independientes si es que queda alguno en el mundo. Ha descubierto que existe un organismo llamado Comisión de Ensayos Éticos de la Organización Mundial de la Salud, que quizá sirva. Si vuelves ahora a Inglaterra, tal vez consigas decantar la balanza. Por eso he venido —terminó satisfecho, y tras apurar el café de su taza, se levantó—. Sacar a una persona de un país es una de las pocas cosas que todavía hacemos bien, Justin. Así que si prefieres salir de Kenia con todas las garantías en lugar de jugarte el cuello en el aeropuerto keniata por segunda vez, o ser localizado por los observadores de Moi o de cualquier otro, avísanos a través de Ghita.

—Has sido muy amable —respondió Justin.

—Me temía que dirías eso. Buenas noches.

Ghita yacía en su cama con la puerta abierta. Tenía la vista fija en el techo, sin saber si llorar o rezar. Suponía desde el principio que Bluhm había muerto, pero la vileza de su muerte era peor que cualquier otra cosa que hubiera imaginado. Deseó poder volver a la sencilla vida del colegio de monjas, y recuperar la fe en que era voluntad de Dios que el hombre alcanzara cimas tan altas y a la vez pudiera caer tan bajo. Al otro lado del tabique, Justin se había sentado de nuevo al escritorio y escribía, con pluma porque la pluma le gustaba más, pese a que ella le había ofrecido su ordenador portátil. El avión hacia Loki saldría de Wilson a las siete, y por tanto Justin se marcharía del piso en menos de una hora. Ghita deseaba compartir el resto de su viaje, pero sabía que nadie podía acompañarlo. Se había ofrecido a acompañarlo al aeropuerto en coche, pero Justin prefería coger un taxi delante del hotel Serena.

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