El juego de Caín (3 page)

Read El juego de Caín Online

Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El juego de Caín
2.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Media punta? ¿Pichichi? Tomé nota mental de aquellos términos para intentar descifrarlos posteriormente.

—Comprendo —mentí.

—Sin embargo —prosiguió Vázquez—, últimamente su rendimiento deportivo ha sido… digamos que decepcionante. Lo cual, en sí mismo, no tendría nada de extraño, pues todos los jugadores pasan por altibajos. El problema es que el comportamiento de Mochedano se ha vuelto impredecible. De hecho, ha protagonizado varios conflictos en el seno del club; enfrentamientos con el entrenador y con sus compañeros, retrasos, ausencias injustificadas… Además, ha provocado un par de incidentes en lugares públicos.

—¿Qué clase de incidentes?

—En una ocasión le rompió la cámara y la nariz a un
paparazzi
. En otra, golpeó a un policía que le detuvo por conducir a demasiada velocidad.

—Vaya…

—Lo del policía supuso un serio problema; tuvimos que movilizar muchas influencias para evitar el escándalo. Me temo que si algo semejante se repite, no habrá forma de impedir que salga a la luz.

—Así que quiere que investigue las razones de su comportamiento.

—Sólo en parte; hay algo más. —Vázquez sacó del archivador un documento impreso y me lo mostró; llevaba el membrete de Crédit Lyonnais—. Esto es un informe sobre los últimos movimientos de una de las cuentas de Rubén Mochedano —prosiguió—. Hace trece días retiró de ella quinientos mil euros en billetes de cien y cincuenta.

—¿Para qué?

—Eso es precisamente lo que quiero que averigüe.

Desvié la mirada y reflexioné unos instantes; todas las razones que se me ocurrían para justificar que alguien fuera por el mundo con medio millón de euros en metálico eran, en mayor o menor grado, delictivas.

—¿El señor Mochedano juega? —pregunté, pensativa—. Y no me refiero al fútbol. ¿Póquer, ruleta, apuestas?

—Que nosotros sepamos, no. De todas formas, si acepta el trabajo, recibirá un
dossier
con todos los datos que obran en nuestro conocimiento.

Hubo un silencio. Paseé la mirada por la impoluta superficie del escritorio; sólo había un teclado, una pantalla de plasma, ahora apagada, un teléfono lleno de teclas y un pequeño archivador, todo milimétricamente dispuesto, como si ordenaran la mesa con escuadra y cartabón. Hice un gesto vago y pregunté:

—¿Qué quiere que haga exactamente, señor Vázquez?

Vázquez apoyó los codos en los brazos del sillón y unió las yemas de los dedos, como un profesor —lo había sido, según su biografía— a punto de dictar una clase magistral.

—Ante todo, señora Hidalgo —dijo—, conviene que deje de considerar a Rubén Mochedano como un simple jugador de fútbol. Mochedano es… una marca, un producto. ¿Sabe cuánto tuvo que desembolsar el club por su traspaso?

—No.

—Treinta millones de euros. —Hizo una pausa para darme tiempo a asimilar la magnitud de la cifra y prosiguió—: Por otro lado, sus derechos de imagen generan notables beneficios y el año pasado vendimos más de un millón de camisetas con su nombre en todo el mundo. Mochedano es una inversión y si ocurriera algo imprevisto, si, por ejemplo, se viera envuelto en algún escándalo, eso no sólo perjudicaría a la imagen del club, sino que además nos haría perder mucho dinero. Y yo, como presidente del Deportivo de Chamartín, debo anticiparme a esa clase de situaciones para poder neutralizarlas, si ello es posible, ¿comprende?

—Comprendo.

Vázquez se inclinó casi imperceptiblemente hacia mí.

—Le voy a decir lo que espero de usted: quiero saber lo que hace Rubén Mochedano las veinticuatro horas del día. Con quién se ve, adonde va cuando sale, qué llamadas telefónicas hace o recibe, sus correos electrónicos…, quiero saberlo todo sobre él.

—Averiguar algunas de esas cosas —dije, pronunciando despacio las palabras— podría ser ilegal.

Vázquez me miró con un deje de perplejidad, como si no comprendiera el sentido de mi observación.

—¿Eso supondría algún problema? —preguntó.

—No, pero encarecería la minuta —respondí con una inocente sonrisa.

Vázquez no me devolvió la sonrisa.

—El dinero no debe preocuparle —dijo—. En definitiva, lo que quiero que averigüe es el motivo por el cual Mochedano retiró esa elevada suma de su cuenta corriente. —Se cruzó de brazos—. Bien, creo que eso es todo. ¿Acepta el trabajo?

Como es lógico, le dije que sí. Luego discutimos mis tarifas; aunque, en realidad, no hubo ninguna discusión, pues, a pesar de que las incrementé en un cincuenta por ciento, Vázquez aceptó sin pestañear. A continuación, Luisa Cebrián hizo de nuevo acto de presencia y puso ante mí una fila de documentos, contratos y pactos. Una vez que los hube firmado, la secretaria me entregó un abultado
dossier
y abandonó el despacho sin pronunciar, igual que antes, ni una sola palabra.

—¿Cuándo puede comenzar el trabajo, señora Hidalgo?

—Tengo que contactar con algunos colaboradores y elaborar un plan de acción, pero creo que en un par de días puede estar todo listo.

Vázquez asintió, pensativo, y dijo:

—Dos días, de acuerdo. Pero me gustaría que se entrevistara lo antes posible con mi jefe de seguridad. Creo que le conoce; se llama Emilio Santamaría.

Tardé unos segundos en identificar aquel nombre; Emilio Santamaría era un antiguo compañero de mi querido ex.

—Le conocí hace tiempo, sí.

—¿Puede entrevistarse con él mañana a las diez?

—Claro.

—Su despacho se encuentra en las oficinas del estadio; la estará esperando. Una cosa más, señora Hidalgo; en el hipotético caso de que, en el curso de la investigación, descubriera algún hecho delictivo, ¿qué haría?

—Mi deber sería dar parte a la policía —respondí con cautela—. Es lo que dice la ley.

Vázquez cabeceó un par de veces, pensativo.

—Claro, la ley —dijo—. No obstante, le agradecería que, si eso llegara a ocurrir, hablara conmigo antes de informar a las fuerzas de seguridad. ¿Es posible?

—Supongo que sí.

—Perfecto. —Vázquez se incorporó—. No la entretengo más, señora Hidalgo; permítame que la acompañe a la salida.

Me levanté y nos dirigimos en silencio a la puerta, pero antes de que Vázquez la abriese, dije:

—Una pregunta, señor Vázquez: ese informe bancario sobre la cuenta de Rubén Mochedano es un documento confidencial; ¿cómo lo ha conseguido?

Vázquez esbozó una sonrisa muy próxima al cero absoluto.

—Estoy seguro —respondió— de que usted dispone de numerosas fuentes confidenciales de información. Yo, en mi terreno, también. —Abrió la puerta y agregó—: Buenas tardes, señora Hidalgo.

Capítulo 2

Un cliente estaba esperándome cuando regresé a la agencia. Era una mujer de mediana edad; creía que su marido la engañaba con otra y quería contratar nuestros servicios para confirmar o no sus sospechas. Me entraron ganas de decirle que no valía la pena, que no tirase su dinero, que si albergaba tantas dudas acerca de la fidelidad de su marido como para recurrir a una agencia de detectives, podía tener la seguridad de que su marido le era, en efecto, infiel. Sí, pensé decirle eso, pero no se lo dije, y no por su dinero, sino porque sabía que no serviría de nada. Las personas somos complicadas; la mentira es, con frecuencia, el muro que nos protege del dolor, pero nos obstinamos en derribarlo y conocer la verdad, por mucho que nos hiera.

Más tarde, cuando la mujer se marchó, y tras pedirle a Gabriel que localizara a Hermes y le dijera que quería reunirme con él a última hora de la tarde, abrí el
dossier
que me había entregado la secretaria de Vázquez y comencé a leerlo. El primer documento era una breve —excesivamente breve, a decir verdad— biografía de Rubén Mochedano. Como ya he dejado claro, lo ignoraba todo sobre él, así que me sorprendió descubrir que no era español, sino argentino. Aunque tampoco era exactamente argentino.

Rubén Mochedano Camargo había nacido el 12 de marzo de 1980 en San Bernardino, un pequeño pueblo colombiano situado en el interior del Departamento del Magdalena. Su madre, Matilde Camargo, murió a causa del parto; su padre, Celestino Mochedano, falleció un año más tarde a consecuencia de un indeterminado accidente laboral. Así pues, los tres hijos del matrimonio, Caridad, Simón y Rubén, quedaron a cargo de un tío suyo, Antonio Mochedano. Al parecer, el talento futbolístico del pequeño Rubén fue temprano, pues en 1991, cuando contaba once años de edad, comenzó a jugar en las categorías infantiles del club Unión Magdalena, de Santa Marta. Cuatro años después viajó a Bogotá con su tío para realizar unas pruebas con el Independiente Santa Fe, uno de los más importantes equipos colombianos.

Entonces sucedió algo un tanto confuso; de repente apareció en escena un alemán afincado en Chile llamado Martin Müller y de la noche a la mañana se convirtió en el representante de Mochedano, rechazó la oferta del Unión Magdalena y se llevó a su pupilo a Argentina, donde le consiguió un contrato con el Club Atlético River Plate. A partir de ese momento, la carrera deportiva del Moche se disparó; tras jugar unos años en las categorías inferiores, en 1998 debutó con el primer equipo, convirtiéndose casi desde el principio en su principal estrella. En 2001, su contrato fue comprado por el ínter de Milán y en 2004 pasó a jugar en el Deportivo de Chamartín. Fin de la historia.

Por detrás del texto, sujeta con un clip, había una fotografía del futbolista y de nuevo me sorprendí; mientras leía aquella escueta biografía, me había formado la imagen de un tipo bajito, robusto y con cara de bruto, pero lo cierto es que Rubén Mochedano era muy, pero que muy guapo. Moreno, facciones clásicas como las de un joven patricio romano, labios carnosos y unos ojos intensamente verdes que miraban a cámara con un ápice de timidez. Tenía cara de buena persona, de inocente
boy scout
; la verdad es que me resultaba difícil imaginármelo pegando a un policía.

Los restantes documentos del
dossier
eran informes técnicos (totalmente ininteligibles para alguien que, como yo, lo ignoraba todo acerca del fútbol), recortes de prensa y fotocopias de expedientes internos del club. Tras echarles un rápido vistazo, guardé todo en un cajón y realicé dos llamadas telefónicas; una, a mi prima Violeta, y otra a Sebastián, el marido de mi hermana Macarena. A ambos los iba a necesitar para el «caso Mochedano», así que quedé en reunirme con ellos en el domicilio de Violeta a última hora de la mañana siguiente. Justo acababa de colgar el teléfono cuando Hermes entró en el despacho.

—Hola, jefa —me saludó—. ¿Querías verme?

—¿Te gusta el fútbol, Hermes? —pregunté.

—Moderadamente, diría yo.

—¿Qué es un «pichichi»?

—El jugador que más goles marca durante la liga.

—¿Y un «media punta»?

Hermes sonrió mientras se acomodaba en una silla al otro lado del escritorio, frente a mí.

—Así que tu entrevista con el gran Vázquez te ha llenado de incertidumbres —dijo—. En fin, lo del media punta es un poquito más complicado. Un equipo de fútbol está compuesto por once jugadores…

—Hasta ahí llego.

—Los jugadores se distribuyen sobre el terreno ocupando determinadas demarcaciones. —Cogió un cuaderno y lo puso delante de mí—. Esto es un campo de fútbol, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Hermes cogió once clips y los dispuso sobre el cuaderno, colocando uno en el centro de un extremo del rectángulo, dos filas paralelas de cuatro delante y luego otra fila de dos.

—Ésta es la distribución clásica de un equipo de fútbol, cuatro, cuatro, dos. —Señaló el clip solitario—. Éste es el portero y se ocupa de defender la portería.

—Quién lo iba a decir.

—Menos cachondeo, jefa. —Señaló la primera línea de cuatro clips—. Éstos son los defensas.

—Que se ocupan de defender.

—En efecto, pero… —Señaló la segunda línea de cuatro—: Éstos son los centrocampistas, cuya función es…

Se quedó mirándome con una sonrisa burlona, a la espera de mi respuesta.

—¿Estar en el centro del campo? —sugerí.

—Ahí están, en efecto, y su trabajo consiste en elaborar la jugada para enlazar con los delanteros, así como actuar de barrera de contención cuando es el rival quien ataca.

—Y ésos son los delanteros —dije, señalando la línea de dos clips—. Los que meten los goles.

—Muy bien, eres una alumna aventajada, jefa. Pero ésta es una distribución antigua que ya nadie usa. —Hermes cogió uno de los clips y lo colocó justo detrás de los delanteros—. Esto es un media punta —dijo—. Como ves, está situado entre la delantera y el centro del campo.

—¿Y qué hace?

—Varias cosas. Actúa como correa de transmisión entre los centrocampistas y los delanteros…

—¿Correa de transmisión?

Hermes suspiró.

—Los centrocampistas le pasan el balón al media punta y el media punta se lo pasa a un delantero, ¿vale?

—Vale.

—Pero, además, el media punta puede subir al ataque y convertirse en un delantero, o bajar al centro del campo para defender si es necesario.

—Qué práctico. Algo así como un chico para todo, ¿no?

—Más o menos. Bueno, cuéntame, ¿qué tal ha ido tu entrevista con Vázquez?

Saqué el cheque que me había dado Vázquez y se lo entregué.

—Esto es sólo por la visita —dije.

Hermes arqueó las cejas.

—¡Un millón de las viejas leandras! —exclamó tras lanzar un silbido—. ¿A quién hay que matar?

—Sólo hay que tener la boca cerrada. Por cierto, Vázquez nos ha contratado.

—¿Y qué se supone que debemos hacer?

Me recliné en el asiento, tomé aire y le conté detalladamente mi entrevista con Vázquez. Cuando acabé, Hermes murmuró:

—Así que vamos a investigar al
crack
Mochedano…

—¿Le conoces?

—Todo el mundo le conoce, igual que a Ronaldinho, Torres o Raúl.

—Pues yo no había oído hablar de él hasta hoy. Y tampoco me suenan los otros nombres.

—Porque vives en un mundo más elevado.

—Sí, en un tercero con ascensor. ¿Es tan bueno Mochedano como dice Vázquez?

Hermes se encogió de hombros.

—Es un excelente jugador, en efecto. Pero tampoco le he seguido con detenimiento; ten en cuenta que soy masoquista.

—¿Y eso qué significa?

—Que soy del Atlético de Madrid.

Aunque no entendí el chiste, esbocé una sonrisa. Luego reflexioné unos instantes mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa.

Other books

And the World Changed by Muneeza Shamsie
Forbidden Flowers by Nancy Friday
Ernie: The Autobiography by Borgnine, Ernest
The Hit by David Baldacci
Narcopolis by Jeet Thayil
Cold Cruel Winter by Chris Nickson
Speaking in Bones by Kathy Reichs
Infernal Affairs by Jes Battis
No Limits by Alison Kent