El juego del cero (14 page)

Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
11.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estás marcado, Harris. Si te encuentran, eres hombre muerto.

—¿De qué estás hablando? ¿Quiénes son ellos? ¿Cómo los conoces?

Lowell mira por encima del hombro. Pensé que estaba estudiando al grupo de periodistas, pero no es así. Está controlando la puerta.

—Deberías largarte de aquí —dice.

—No… no lo entiendo. ¿No vas a ayudarme?

—¿No lo entiendes, Harris? El juego es…

—¿Conoces el juego?

—Escúchame, Harris. Esas personas son animales.

—Pero tú eres mi amigo —insisto.

Sus ojos vuelven a posarse en el llavero, que lleva un pequeño marco de fotografía de plástico. Lowell frota el dedo sobre el marco y yo lo miro con más atención.

La fotografía enmarcada muestra a su esposa y a su hija de cuatro años. Están en la playa y las olas rompen a sus espaldas.

—No todos somos perfectos, Harris —dice finalmente—. A veces, nuestros errores no sólo nos lastiman a nosotros.

Mis ojos permanecen pegados al llavero. Cualquier cosa que tengan sobre Lowell… ni siquiera quiero saberlo.

—Deberías largarte —dice por segunda vez.

La hamburguesa que tengo delante de mí se vuelve absolutamente incomible. El hambre que pudiera haber tenido ya ha desaparecido.

—¿Conoces al hombre que mató a Matthew y a Pasternak?

—Janos —dice, y su voz se quiebra—. Ese hombre debería estar en una jaula.

—¿Para quién trabaja? ¿Son funcionarios de la ley?

Sus manos comienzan a temblar. Está empezando a desmoronarse.

—Lamento lo que les ocurrió a tus amigos…

—Por favor, Lowell…

—No me hagas más preguntas —me implora. Por encima de su hombro, los mismos cuatro periodistas se vuelven.

Cierro los ojos y apoyo las palmas sobre la mesa. Cuando los abro de nuevo, Lowell está mirando su reloj.

—Vete ahora —insiste—. Ahora.

Le doy una última oportunidad. No la toma.

—Lo siento, Harris.

Levantándome de la silla, ignoro el temblor de las piernas y doy un paso hacia la puerta. Lowell me coge de la muñeca.

—Por la puerta principal, no —susurra, haciendo una seña hacia la parte posterior del restaurante.

Hago una pausa, sin saber muy bien si debo confiar en él. Pero no tengo otra alternativa. Por segunda vez en el día de hoy, me dirijo rápidamente hacia la cocina y atravieso las puertas batientes.

—No puede entrar ahí —me advierte la camarera.

La ignoro. Seguramente más allá de los fregaderos hay una puerta abierta en la parte trasera. Salgo velozmente al exterior, salvo los escalones de cemento y sigo corriendo, giro a la derecha un par de veces por el callejón pobremente iluminado. Una rata negra se escabulle delante de mí, pero es la menor de mis preocupaciones. Quienquiera que sea esa gente, ¿cómo demonios han podido moverse tan de prisa? Siento un dolor agudo en la base de la nuca y el mundo gira durante un segundo. Necesito sentarme… ordenar mis ideas… encontrar un lugar donde esconderme. Mi cerebro recorre frenéticamente la breve lista de personas en las que puedo confiar. Pero después de haber visto la reacción de Lowell, está claro que, para quien quiera que Janos esté trabajando, están taladrando mi vida. Y si pueden llegar a alguien tan importante como Lowell…

Justo delante de mí, una ambulancia pasa por Vermont Avenue. Las sirenas son ensordecedoras mientras reverberan por el estrecho cañón del callejón de ladrillos. Busco instintivamente uno de mis teléfonos móviles. Me palpo todos los bolsillos. «Maldita sea… no me digas que los he dejado en la…»

Me paro en seco y me vuelvo. La mesa del restaurante. No. No puedo volver.

Meto la mano en el bolsillo exterior de la chaqueta para asegurarme. Ahí hay algo, pero no es un teléfono.

Abro la mano y vuelvo a leer el nombre que figura en la tarjeta de identificación de plástico azul:

MENSAJERO DEL SENADO

VIV PARKER

Las letras blancas prácticamente brillan ante mis ojos. En la distancia, el sonido de la sirena de la ambulancia se va apagando. Me espera una larga noche, pero cuando giro en la esquina y enfilo Vermont Avenue sé exactamente adónde voy.

Capítulo 15

Una vez fuera del Stan's Restaurant, Lowell Nash examinó minuciosamente las aceras arriba y abajo de Vermont Avenue. Escrutó las sombras en los portales de cada fachada. Incluso estudió al mendigo que dormía en el banco de la parada de autobuses al otro lado de la calle. Pero cuando giró en la esquina de la calle L, no pudo divisar el más leve movimiento. Hasta el aire de la noche parecía estar inmóvil. Aceleró el paso y se dirigió hacia su coche, que estaba aparcado a media manzana.

Lowell comprobó nuevamente las aceras, los portales y los bancos de la parada de autobuses. Si algo le había enseñado su recién adquirida notoriedad, era a no correr riesgos. Al acercarse a su Audi plateado, buscó la llave del coche, presionó un botón y oyó que se abrían los seguros de las puertas. Echó un último vistazo a su alrededor, se deslizó dentro del coche y cerró la puerta.

—¿Dónde coño está? —preguntó Janos desde el asiento del pasajero.

Lowell profirió un grito, brincando de tal modo que se golpeó el codo contra la puerta.

—¿Dónde está Harris? —lo apremió Janos.

—Yo estaba… —Se agarró el codo con la otra mano para atenuar el dolor—. Aaaah… yo me estaba preguntando lo mismo acerca de usted.

—¿De qué está hablando?

—He estado esperando durante casi una hora. Finalmente, Harris se levantó y se marchó.

—¿Ya estaba allí?

—Y se largó —contestó Lowell—. ¿Dónde estaba usted?

En la frente de Janos se formaron unas arrugas de ira.

—Dijo a las diez —insistió.

—Di je a las nueve.

—¡No me venga con esa mierda!

—Lo juro, dije a las nueve.

—Oí perfectamente que decía… —Janos se interrumpió.

Estudió a Lowell cuidadosamente. El dolor en el codo hacía rato que había desaparecido, pero Lowell seguía agachado, frotándose la zona donde se había golpeado y negándose a mirar a Janos. Si Janos hubiese podido ver la expresión de Lowell, también habría visto el pánico en su rostro. Lowell podía ser débil, pero no era estúpido. Harris seguía siendo un amigo.

—No juegue conmigo —advirtió Janos.

Lowell levantó rápidamente la vista, los ojos muy abiertos por el miedo.

—Jamás… jamás haría eso…

Janos entrecerró los ojos, estudiándolo cuidadosamente.

—Se lo juro —añadió Lowell.

Janos no apartó la mirada. Pasó un segundo. Luego dos.

El brazo de Janos salió disparado como un lince, agarró la cara de Lowell y le golpeó la cabeza contra el cristal de la ventanilla del lado del conductor. Negándose a soltarlo, Janos lo atrajo hacia sí y volvió a golpearle la cabeza contra el cristal. Lowell aferró la muñeca de Janos, luchando por librarse de su mano. Janos no se detuvo. Cargó todo el peso del cuerpo en un empujón final. La ventanilla acabó rompiéndose por el impacto, dejando un rastro dentado a través del cristal.

Desplomándose en el asiento, Lowell se cogió la cabeza con ambas manos por el intenso dolor. Sintió que un hilo de sangre le bajaba por la nuca.

—¿Está loco?

Sin decir nada, Janos abrió la puerta y salió al aire cálido de la noche.

Lowell tardó veinte minutos en orientarse. Cuando finalmente llegó a su casa, le dijo a su esposa que un chico había lanzado una piedra contra el coche en la calle Dieciséis.

Capítulo 16

—Ahí lo tienes… lo está haciendo otra vez —dijo Viv Parker en la tarde del lunes señalando al viejo senador por Illinois.

—¿Dónde?

—Justo ahí…

A través del hemiciclo del Senado, en la tercera fila de antiguos escritorios, el veterano senador por Illinois bajó la vista, lejos de Viv.

—Lo siento, sigo sin verlo —susurró Devin mientras el mazo golpeaba detrás de ellos.

Como mensajeros del Senado de Estados Unidos, Viv y Devin estaban sentados en los pequeños escalones alfombrados a un costado de la tribuna de oradores, esperando literalmente que el teléfono parpadease. Nunca se demoraba demasiado. Menos de un minuto más tarde, el teléfono emitió un leve zumbido y una pequeña luz anaranjada cobró vida de forma intermitente. Pero ni Viv ni Devin contestaron.

—Hemiciclo, aquí Thomas —contestó un mensajero rubio con acento de Virginia poniéndose de pie de un salto.

Viv no estaba segura de por qué el chico se levantaba a cada llamada. Cuando le preguntó a Thomas, él le dijo que era en parte por decoro, y en parte para estar preparado en caso de que tuviese que localizar a un senador. Personalmente, Viv pensaba que había sólo una «parte» que importaba realmente: exhibir el hecho de que era el jefe de los mensajeros. Incluso en el fondo del poste totémico, la jerarquía era el rey.

—Sí… estoy en ello —dijo el jefe de mensajeros en el auricular. Cuando colgó, miró a Viv y a Devin—. Necesitan uno —explico.

Aún sentada junto a la tribuna de oradores, Viv miró al senador por Illinois, quien volvió a levantar la cabeza y le dirigió una mirada lasciva. La chica trató de mirai hacia otra parte, pero no podía ignorarlo. Era corno si el senador le estuviese atravesando el pecho con la mirada. Mientras jugaba con la tarjeta de identificación del Senado que llevaba al cuello, se preguntó si era eso lo que el senador estaba mirando. No le sorprendería en absoluto. La tarjeta de identificación era su billete de entrada. Desde el primer día le había preocupado que alguien pudiese entrar y tratar de arrebatársela. O quizá estaba mirando su traje barato… o el hecho de que fuese negra… o que fuese más alta que la mayoría de los mensajeros, incluyendo a los chicos. Un metro setenta y cinco, y eso sin sus zapatos gastados y el peinado afro muy corto que llevaba, igual que su madre.

El teléfono emitió un zumbido leve detrás de ella.

—Hemiciclo, aquí Thomas —dijo el jefe de mensajeros, poniéndose de nuevo en pie rápidamente—. Sí… estoy en ello. —Se volvió hacia Viv mientras colgaba el teléfono—. Necesitan uno…

La chica asintió y se levantó de su asiento, pero fijó la vista en el suelo alfombrado de azul, en un intento final por evitar la mirada del senador por Illinois. El color de su piel, eso podía manejarlo. Y lo mismo sucedía con su altura; como le había enseñado su madre, no te disculpes por aquello que Dios te ha concedido. Pero si se trataba de su traje, aunque sonara estúpido, bueno… algunas cosas tocan un punto vulnerable. Desde el día en que comenzaron a trabajar, a sus veintinueve compañeros mensajeros les encantó quejarse por las exigencias relativas al uniforme. Cada mensajero del Senado se quejó de ello. Todos menos Viv. Como muy bien sabía de su escuela en Michigan, las únicas personas que se quejan de los uniformes obligatorios son aquellas que pueden competir en el espectáculo de la moda.

—Mueve el culo, Viv, necesitan a alguien ahora —repitió el jefe de mensajeros desde la tribuna de oradores.

Viv no se molestó en volver la vista. De hecho, mientras se dirigía rápidamente hacia el guardarropa en la parte trasera de la cámara, no miró a ninguna parte, sino al suelo. Sintiendo aún que la mirada ardiente del senador la atravesaba de lado a lado, y negándose a arriesgarse a establecer contacto visual con él, apretó el paso hacia el pasillo central, pero mientras pasaba junto a las filas de escritorios antiguos no podía ignorar la voz persistente en el fondo de su cabeza. Era la misma voz que había oído cuando tenía once años y Darlene Bresloff le robó sus patines en línea… y cuando tenía trece años y Neil Grubin volcó deliberadamente sirope tie arce sobre la ropa que usaba para ir a la iglesia. Era una voz fuerte, decidida. Era la voz de su madre. La misma madre que hizo que Viv fuese a la casa de Darlene y exigiese que le devolviera sus patines
ya
… y quien, mientras Viv le rogaba que no lo hiciera, llevó personalmente las ropas manchadas de sirope a la casa de Neil, subió los tres tramos de escalera y entró en la sala de estar, de modo que la madre de Neil —a quien no conocían de nada— pudiera verlo por sí misma. Ésa era la voz que resonaba en su cabeza. Y era la misma voz que oía a mitad de camino del pasillo… y con el senador por Illinois justo delante.

«Tal vez debería decirle algo», decidió Viv. Nada desconsiderado, como: «¿Qué está mirando?» No, él seguía siendo un senador de Estados Unidos. No había ninguna razón para comportarse como una estúpida. Era mejor no complicarse: «Hola, senador…» o «Me alegra verlo, senador…» o algo como… como…: «¿Puedo ayudarlo?» Allá vamos. «¿Puedo ayudarlo?» Simple pero directo. Igual que mamá.

Cuando faltaban menos de diez metros para llegar, Viv levantó la barbilla sólo lo suficiente para asegurarse de que el senador aún estaba allí. No se había movido de detrás del escritorio de cien años de antigüedad. Sus ojos seguían fijos en ella. A dos pasos de distancia, el paso de Viv se redujo imperceptiblemente y volvió a aferrar la tarjeta de identificación que pendía de su cuello. La uña del pulgar se apoyó en el reverso de la tarjeta, rascando el trozo de cinta adhesiva que mantenía en su sitio la foto recortada de su madre. La foto de Viv en el frente, la de mamá detrás. Era justo, había pensado Viv el día en que la pegó allí. Viv no había llegado al Senado sola; no debería estar allí sola. Y con mamá apoyada en su pecho… bueno… todo el mundo oculta su fuerza en un lugar diferente.

Tres metros delante de ella, al final del pasillo, el senador se mantenía firme. «Vivian, no te eches atrás ahora —podía oír la advertencia de su madre—. Sé positiva». Viv tensó la mandíbula y tuvo la primera visión fugaz de los zapatos del senador. Todo lo que tenía que hacer era alzar la vista y pronunciar las palabras. «¿Puedo ayudarlo?…» «¿Puedo ayudarlo?…» Lo repitió una y otra vez en su cabeza. La uña del pulgar seguía rascando el reverso de su tarjeta de identificación. «Sé positiva». Estaba lo bastante cerca para ver los bajos de los pantalones del senador. «Sólo alza la vista —se dijo—. Sé positiva».

Y con una profunda inspiración final, Viv hizo precisamente eso. Reuniendo valor, levantó la cabeza, miró los ojos grises del senador… y volvió a fijar rápidamente la vista en la alfombra azul.

—Perdón —susurró Viv mientras se agachaba ligeramente y rodeaba el escritorio.

El senador ni siquiera bajó la vista cuando pasó por su lado. Abandonando el pasillo y dirigiéndose hacia el final de la cámara, Viv soltó finalmente su tarjeta de identificación… y sintió que golpeaba contra su pecho.

Other books

Covert Craving by Jennifer James
The Unexpected Holiday Gift by Sophie Pembroke
Flight to Verechenko by Margaret Pemberton
My Side by Tara Brown
The I Ching or Book of Changes by Wilhelm, Hellmut
A Taste of Heaven by Alexis Harrington
Dare to Dream by Donna Hill
The Briny Café by Susan Duncan