No fue hasta mi último año en la universidad —cuando murió mi padre— que comprendí que no era invulnerable. Viv lo está aprendiendo a los diecisiete años. De todas las cosas que le he arrebatado, ésta es por la que me odiará toda la vida.
Me vuelvo para marcharme, chapoteando a través del barro húmedo.
—Llévese esto —dice Viv. De su mano cuelga el detector de oxígeno.
—En realidad, deberías conservarlo, en caso de que…
Lo lanza directamente hacia mí. Cuando lo cojo en el aire se oye un ruido chirriante detrás de mí. La jaula vuelve a cobrar vida, elevándose por el pozo y desapareciendo a través del techo. El último avión ha partido.
—Si quieres irte —le digo—, sólo tienes que levantar el auricular y marcar el…
—No pienso ir a ninguna parte —insiste ella. Incluso ahora, no está dispuesta a arrojar la toalla—. Sólo descubra lo que están haciendo esos tíos —dice por segunda vez.
Asiento, y la luz de mi casco traza una línea imaginaria arriba y abajo de su rostro. Cuando me alejo en dirección a los túneles, es la última expresión agradable que veo.
—¿Puedo ofrecerle una habitación? —preguntó la mujer que estaba detrás del mostrador de recepción del motel.
—En realidad, estoy buscando a unos amigos —contestó Janos—. ¿Ha visto por casualidad a…?
—¿Es que acaso ya nadie quiere alquilar habitaciones?
Janos ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Ha visto a mis amigos, un tío blanco acompañado de una joven negra?
La mujer también ladeó la cabeza.
—¿Son amigos suyos?
—Sí. Son mis amigos.
La mujer se quedó súbitamente callada.
—Son amigos del trabajo, se suponía que debíamos volar juntos la noche pasada, pero me retrasé y… —Janos se interrumpió—. Escuche, me levanté a las cuatro de la madrugada para coger mi vuelo. ¿Están arriba o no? Nos espera un día bastante ajetreado.
—Lo siento —dijo la mujer—. Ya se han marchado.
Janos asintió. Lo había imaginado, pero quería estar seguro.
—¿O sea que ya están allí arriba? —añadió, señalando el edificio alto y triangular que se alzaba en la cima de la colina.
—De hecho, creo que dijeron que primero visitarían el monte Rushmore.
Janos no pudo evitar una sonrisa. «Buen intento, Harris».
—Se marcharon hace aproximadamente una hora —añadió la mujer—. Pero si se da prisa, estoy segura de que podrá alcanzarlos.
Asintiendo para sí, Janos mantuvo la vista fija en el castillete mientras se dirigía hacia la puerta.
—Sí… estoy seguro de que puedo.
Diez minutos más tarde estoy hundido hasta los tobillos en un lodo movedizo que, cuando el haz de luz de mi lámpara lo ilumina, brilla con un color oxidado y metálico. Supongo que se trata sólo de una filtración de aceite del motor que hay junto a los raíles, pero por seguridad camino por los costados de la cueva, donde el flujo de lodo parece más ligero. A mi alrededor, las paredes de la cueva rocosa son un compendio de colores: marrón, gris, óxido, verde musgo e incluso algunas vetas blancas zigzaguean a través de ellas. Justo delante de mí, mi luz rebota en las curvas dentadas del túnel, segando la oscuridad como un proyector a través de un bosque negro. Es todo lo que tengo. Una vela en un mar de silenciosa oscuridad.
El único detalle que empeora la situación es lo que realmente puedo ver. Encima de mi cabeza, a lo largo del techo del túnel, las tuberías más oxidadas que he visto en toda mi vida están brillantes de agua. Y lo mismo ocurre con las paredes y el resto del techo. A esta profundidad, el aire es tan caliente y húmedo que la propia cueva transpira. Y yo también. Cada minuto aproximadamente, una nueva ola de calor invade el túnel, se disipa y vuelve a comenzar. Dentro… y fuera. Dentro… y fuera. Es como si la mina estuviese transpirando. A esta profundidad, la presión del aire se abre paso hasta el respiradero más cercano, y cuando otra enorme regurgitación de calor vomita a través del pozo del ascensor, no puedo evitar sentir que, si ésta es la boca de la mina, estoy parado justo en su lengua.
Cuando me adentro en el túnel, me golpea otro bostezo abrasador, incluso más caliente que el anterior. Lo siento contra mis piernas… mis brazos… en este punto, hasta mis dientes transpiran. Me arremango, pero no sirve de mucho. Antes estaba equivocado, no es una sauna. Con este calor… es un horno.
Siento que se me acelera la respiración y, esperando que la causa sea sólo la terrible temperatura, echo un vistazo al detector de oxígeno: 18.8 %. En la parte posterior dice que necesito un dieciséis por ciento para vivir. Las pisadas que se extienden delante de mí revelan que al menos otras dos personas han recorrido este camino. Por ahora, es un dato suficientemente bueno para mí.
Enjugándome la capa de sudor más reciente del rostro, paso diez minutos siguiendo las curvas de los raíles que recorren el túnel pero, a diferencia de la monotonía marrón y gris de las otras partes de la mina, aquí las paredes están llenas de grafitos escritos con aerosol directamente sobre la roca: «Rampa, en esta dirección»… «Ascensor, todo recto»… «Rampa 2.350»… «Peligro de explosión»… Cada letrero tiene una flecha que apunta hacia una dirección específica, pero no es hasta que sigo las flechas que finalmente comprendo la razón. Un poco más adelante, mi luz no desaparece en la interminable extensión del túnel. En cambio, golpea contra una pared. El tramo recto ha terminado. Ahora, el camino presenta una horquilla con cinco elecciones diferentes. Orientando el haz de luz hacia cada una de ellas, vuelvo a leer los letreros y examino cada nuevo túnel. Como antes, cuatro de ellos están cubiertos de lodo cocido y reseco, mientras que el quinto está húmedo y fresco. «Peligro de explosión». Mierda.
Vuelvo sobre mis pasos, abro la billetera y saco mi tarjeta Burrito Club California Tortilla rosa brillante y la calzo debajo de una roca a la entrada del túnel que acabo de dejar, el equivalente en minería de dejar migas de pan. Si no puedo encontrar mi camino hacia la salida, no importa realmente hasta dónde puedo llegar.
Siguiendo el letrero que dice «Peligro de explosión», giro abruptamente a la derecha hacia el interior del túnel, que compruebo rápidamente que es ligeramente más ancho que el resto. Desde allí, me mantengo junto a los raíles, siguiendo el barro espeso a través de una bifurcación que continúa hacia la izquierda y otra que lo hace hacia la derecha. Los letreros pintados con aerosol señalan nuevamente hacia «Ascensor» y «Rampa 2.350», pero las flechas apuntan ahora en diferentes direcciones. Para asegurarme, dejo más migas de pan en cada curva. Mi tarjeta Triple-A en la primera a la izquierda, el trozo de papel donde está apuntada la lista de películas para alquilar en la siguiente a la derecha. Las distancias no son muy grandes, pero incluso después de dos minutos, las paredes dentadas… los raíles cubiertos de barro, todo parece igual. Sin las migas de pan de mi billetera, estaría absolutamente perdido en este laberinto… e incluso con ellas, casi espero girar en la siguiente curva y encontrarme con Viv. Pero cuando giro a la izquierda y aseguro mi tarjeta del gimnasio debajo de una piedra, mi ojo capta algo que no he visto nunca antes.
Un poco más adelante… a menos de diez metros… el túnel se ensancha ligeramente hacia la derecha, dejando espacio para un estrecho desvío donde hay una vagoneta de color rojo brillante que parece un carro de helados con una vela fi jada en el techo. Al acercarme, compruebo que la supuesta vela no es más que una cortina de baño de plástico y, en la parte de arriba, la vagoneta está cerrada con una puerta circular que parece la escotilla de un barco, completada con una de esas manivelas circulares a modo de cerradura. Indudablemente hay algo dentro y, sea lo que sea, si es lo bastante importante como para guardarlo bajo llave, es lo bastante importante como para que yo lo abra.
Apartando la vela, cojo la manivela con ambas manos y la hago girar. La pintura roja se descascara en mis manos, pero la escotilla produce un sonido metálico. Con un fuerte tirón, consigo abrir la escotilla. El olor es lo primero que me golpea. Más intenso que el hedor ácido del vómito… más fuerte que el queso en mal estado… Puaj. Mierda. Literalmente.
Dentro de la escotilla hay un montón de grumos marrones brillantes. Toda la vagoneta está llena de mierda. Toneladas de ella. Retrocedo tambaleándome, me llevo las manos a la nariz y hago un esfuerzo para no vomitar. Demasiado tarde. Mi estómago se levanta, mi garganta entra en erupción, y el queso asado a la parrilla de la noche anterior se esparce por la tierra. Con el cuerpo doblado en dos y sosteniéndome las tripas, vomito un par de veces más. Toda la sangre se me instala en el rostro mientras escupo los últimos trozos. Mi cuerpo se sacude con una arcada seca final… luego otra. Para cuando abro los ojos, el haz de luz está iluminando el largo hilo de baba que cuelga de mi labio inferior. Miro nuevamente hacia la vagoneta y finalmente lo entiendo. La cortina de baño es para disfrutar de algo de intimidad; la escotilla es el asiento. Aun a esta profundidad, los tíos necesitan un baño.
Choco contra la pared que tengo a mi espalda y trato de recuperar el equilibrio, mi rostro aún congestionado por el esfuerzo. No he tenido tiempo de cerrar la escotilla, y ahora es imposible que vuelva a acercarme para hacerlo. Con un fuerte impulso, me separo de la pared y me alejo tambaleándome por el túnel. A mi izquierda hay un orificio excavado en la pared. Mi luz apunta directamente hacia allí, arrojando unas sombras profundas a lo largo de los colmillos del orificio. La luz es casi amarilla. Pero cuando atravieso el agujero y continúo adentrándome en la cueva, me sorprendo al comprobar que el color amarillo sigue allí.
«Oh, no… no me digas que es…»
Un zumbido agudo brota de encima de mi frente. Alzo la vista inmediatamente, pero no me lleva demasiado tiempo darme cuenta de que el sonido procede de mi casco. Delante de mí, el brillo amarillo de mi luz adquiere un color casi dorado. Antes podía ver al menos hasta treinta metros delante de mí. Ahora, esa distancia se ha reducido a diez metros. Me quito el casco y examino la lámpara. La bombilla titila ligeramente y el color se desvanece. No puedo creerlo. Mis manos empiezan a temblar, la luz oscila y yo miro las pilas que llevo en el cinturón de herramientas. Viv tenía razón con respecto a la estación de carga… El problema es que, cuando la luz de mi casco zumba una vez más y adquiere un color marrón, cada vez resulta más claro que he elegido el lado equivocado.
Giro sobre mis pasos rápidamente y me digo que no debo dejarme ganar por el pánico, pero ya comienzo a sentir la opresión en el pecho. Mi respiración sube y baja a la velocidad del rayo, tratando de compensar. Miro arriba… abajo… a ambos lados… El mundo comienza a encogerse. A lo largo de las paredes y el suelo, las sombras se arrastran cada vez más cerca. Apenas si puedo ver la fétida vagoneta de color rojo en la distancia. Si no me largo rápidamente de aquí…
Lanzándome hacia adelante, recorro velozmente el camino por donde he venido, pero los miles de rocas que hay en el suelo dificultan mi carrera más de lo que había imaginado. Mis tobillos se doblan con cada paso que doy, luchando por conseguir la tracción necesaria. Mientras las paredes del túnel son un borrón difuso que pasa por mi lado, la luz del casco se sacude violentamente delante de mí, intentando atravesar la oscuridad como una linterna moribunda a través de una nube de humo negro. Pero lo peor de todo es mi respiración desbocada. No estoy seguro de si se trata de la profundidad de la mina o simplemente de terror, pero al cabo de un minuto estoy completamente agotado. He corrido maratones. Esto no puede ser…
Una súbita ráfaga de aire me abre los labios y envía un remolino de polvo a través del haz de luz trémula. Respiro… luego expulso el aire a la misma velocidad. No puedo hacerlo más lento. Ya siento los primeros síntomas del mareo. «No, no puedes desmayarte. Tienes que relajarte», me imploro a mí mismo. Echo un vistazo al detector de oxígeno, pero antes de que pueda verlo, mi pie derecho resbala en una roca y el tobillo se tuerce de mala manera. Al caer hacia adelante suelto el detector de oxígeno y extiendo las manos para amortiguar la caída. Con un sonoro golpe me deslizo por el suelo, la boca se me llena de polvo y siento una aguda punzada en la muñeca izquierda. Todavía puedo moverla. La luz del casco vira al ámbar y pierdo otro par de metros de distancia visual. Hago un esfuerzo por levantarme y ni siquiera me preocupo por recuperar el detector. «Si no salgo de aquí ahora mismo… Ni siquiera pienses en ello». Acelero y me concentro en la tarjeta blanca del gimnasio que hay más adelante. Esas migas de pan son mi única salida. El haz de luz se reduce a una vela que se extingue. Apenas alcanzo a ver a cinco metros delante de mí. A este ritmo, no creo que tenga más de treinta segundos de luz.
Con la mirada fija en la tarjeta del gimnasio, debo entrecerrar los ojos para ver. No hay tiempo para aflojar el paso, aún me quedan un par de metros antes de alcanzar el pasaje abovedado que marca. Si consigo pasar a través del agujero, al menos podré echar una última mirada a las otras migas de pan para saber dónde debo girar. La vela titila y debo recurrir a todos mis recursos para ignorar el dolor lacerante que me quema el pecho. Ya casi he llegado…
Para facilitar las cosas, contengo la respiración con la mirada pegada en el pasaje abovedado. «No lo pierdas. Resiste». Cuando la luz se consume, me inclino hacia adelante. Aún no estoy allí… y cuando mi mano se extiende hacia la abertura que hay delante de mí, toda la cueva y todo lo que hay en ella se vuelve completamente… y absolutamente… negro.
—Bien venido a Two Quail —dijo el jefe de comedor mientras juntaba las manos delante del pecho—. ¿Tiene una…?
—Debe de estar a nombre de Holcomb —lo interrumpió Barry con perfecto encanto—. Una reserva para dos…
—Holcomb… Holcomb… —repitió el jefe de comedor, y su mirada se demoró un segundo demasiado largo en el ojo de cristal de Barry—. Por supuesto, señor. La mesa que está junto a la ventana. Por aquí, por favor.
Extendiendo el brazo hacia la izquierda, señaló a Barry una mesa meticulosamente tendida que había en un pequeño rincón en el frente del restaurante. Barry volvió la cabeza pero no dio un paso.
—¿Señor, quiere que…?
—Estaremos bien —dijo Dinah, cogiendo a Barry del codo y acompañándolo hasta la mesa—. Gracias por su ofrecimiento.