Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
A mediodía, los farmacéuticos abandonaron el laboratorio y se dirigieron a la cantina, se discutía de buen grado entre colegas, se hablaba de nuevos remedios, se lamentaban los fracasos. Dos especialistas conversaban con la sonriente Neferet; Pazair estuvo seguro de que estaban cortejándola.
Su corazón latió más aprisa; se atrevió a interrumpirles.
—Neferet.
Ella se detuvo.
—¿Me buscabais?
—Branir me ha hablado de las injusticias que habéis sufrido. Me indignan.
—He tenido la suerte de curar. Lo demás no tiene importancia.
—Vuestra ciencia me es indispensable.
—¿Os sentís mal?
—Una investigación delicada que exige la colaboración de un médico. Sólo el dictamen de un experto, nada más.
Kem conducía el carro con mano segura. Su babuino, en cuclillas, evitaba mirar el camino. Neferet y Pazair estaban uno junto a otro, con las muñecas fijadas con correas a la caja del vehículo para evitar una caída. Sus cuerpos se rozaban al azar de los baches. Neferet parecía indiferente, pero Pazair experimentaba un goce tan secreto como intenso. Deseaba que el corto viaje fuera interminable y la pista cada vez más mala. Cuando su pierna derecha rozó la de la muchacha, no la retiró; temía una reprimenda, pero no se produjo. Estar tan cerca de ella, oler su perfume, creer que aceptaba el contacto… El sueño era sublime.
Dos soldados montaban guardia ante el taller de momificación.
—Soy el juez Pazair. Dejadnos pasar.
—Tenemos órdenes estrictas: no puede entrar nadie. El lugar está requisado.
—No podéis oponeros a la justicia. ¿Olvidáis, acaso, que estamos en Egipto?
—Nuestras órdenes…
—Apartaos.
El babuino se enderezó y mostró los colmillos. De pie con la mirada fija y los brazos doblados, estaba dispuesto a saltar. Kem soltaba poco a poco la cadena.
Los dos soldados cedieron. Kem abrió la puerta de una patada.
Sentado sobre la mesa de momificación, Djui comía pescado seco.
—Acompañadnos —ordenó Pazair.
Kem y el babuino, desconfiados, registraron la oscura estancia, mientras el juez y la médico bajaban al antro, iluminados por Djui.
—¡Qué horrible lugar! —murmuró Neferet—. ¡Y a mí que me gusta tanto la luz!
—Para seros franco, tampoco yo me siento muy cómodo.
Sin modificar sus andares de siempre, el momificador recorrió el camino habitual.
La momia no había sido desplazada; Pazair comprobó que nadie la había tocado.
—Éste es vuestro paciente, Neferet. Le quitaré las vendas bajo vuestro control.
El juez lo hizo precavidamente; apareció un amuleto en forma de ojo puesto en la frente. En el cuello, una profunda herida provocada, sin duda, por una flecha.
—Es inútil seguir adelante; ¿qué edad pensáis que tenía el difunto?
—Unos veinte años —estimó Neferet.
Mentmosé se preguntaba cómo resolver los problemas de circulación que envenenaban la vida cotidiana de los menfitas: demasiados asnos, demasiados bueyes, demasiados carros, demasiados vendedores ambulantes, demasiados pasmarotes llenaban las callejas e impedían el paso. Cada año redactaba decretos, más inaplicables unos que otros, y ni siquiera los sometía al visir. Se limitaba a prometer mejoras en las que nadie creía. De vez en cuando una redada policial calmaba los ánimos; despejaban una calle en la que se prohibía el estacionamiento durante unos días, se imponían multas a los infractores y, luego, las malas costumbres prevalecían de nuevo.
Mentmosé cargaba las responsabilidades en los hombros de sus subordinados y se guardaba muy mucho de proporcionarles medios para eliminar las dificultades; manteniéndose por encima del follón y zambullendo en él a sus colaboradores preservaba su excelente reputación.
Cuando se le anunció la presencia del juez Pazair en la sala de espera, salió de su despacho para saludarle. Consideraciones de este tipo le valían muchas simpatías.
El sombrío rostro del magistrado no presagiaba nada bueno.
—Tengo una mañana muy ocupada, pero estoy dispuesto a recibiros.
—Creo que es indispensable.
—Parecéis trastornado.
—Lo estoy.
Mentmosé se rascó la frente. Llevó al juez a su despacho e hizo salir a su secretario particular. Tenso, se sentó en una soberbia silla con patas de toro. Pazair permaneció de pie.
—Os escucho.
—Un teniente de carros me llevó a casa de Djui, el momificador oficial. Me mostró la momia del hombre que busco.
—¿El ex guardián en jefe de la esfinge? ¡Ha muerto, entonces!
—Al menos eso intentaban hacerme creer.
—¿Qué queréis decir?
—Como los últimos ritos no se habían celebrado, desenvolví la parte superior de la momia bajo el control de la médico Neferet. El cuerpo es el de un hombre de unos veinte años herido mortalmente por una flecha. Evidentemente, no se trata del veterano.
El jefe de la policía pareció estupefacto.
—Es una historia inverosímil.
—Además —prosiguió el juez imperturbable—, dos soldados han intentado impedirme el acceso al taller de embalsamado. Cuando he salido habían desaparecido.
—¿Cómo se llama el teniente de carros?
—Lo ignoro.
—Seria laguna.
—¿No creeréis que me ha mentido?
A regañadientes, Mentmosé asintió.
—¿Dónde está el cadáver?
—En casa de Djui, y bajo su custodia. He redactado un detallado informe; incluirá los testimonios de la médico Neferet, del momificador y de mi policía, Kem.
Mentmosé frunció el entrecejo.
—¿Estáis satisfecho con él?
—Es ejemplar.
—Su pasado no habla en su favor.
—Me ayuda eficazmente.
—Desconfiad.
—Volvamos a la momia, ¿os parece?
El jefe de la policía detestaba este tipo de situación en la que no dominaba el juego.
—Mis hombres irán a buscarla y la examinaremos; es preciso descubrir su identidad.
—También será necesario saber si estamos ante una muerte a causa de un enfrentamiento militar o de un crimen.
—¡Un crimen! ¿No lo pensaréis realmente?
—Por mi parte, prosigo la investigación.
—¿En qué dirección?
—Debo mantener silencio.
—¿Desconfiáis de mí?
—Inoportuna pregunta.
—Estoy tan perdido como vos en este embrollo. ¿No deberíamos trabajar de perfecto acuerdo?
—La independencia de la justicia me parece preferible.
La cólera de Mentmosé hizo temblar los muros de los locales de la policía. Cincuenta altos funcionarios fueron sancionados aquel mismo día y privados de numerosas ventajas materiales. Por primera vez desde su acceso a la cumbre de la jerarquía policial no había sido informado de modo correcto. ¿Aquel desfallecimiento supondría que su sistema estaba condenado? No se dejaría derribar sin lucha.
Lamentablemente, el ejército parecía ser el instigador de unos manejos cuyas razones seguían siéndole incomprensibles. Avanzar por aquel terreno suponía unos riesgos que Mentmosé no correría; si el general Asher, a quien sus recientes ascensos hacían intocable, era el cabeza pensante, el jefe de la policía no tenía oportunidad alguna de derribarla.
Dejar las manos libres a aquel ínfimo juez presentaba numerosas ventajas. Sólo se comprometía él mismo y, con el ardor de la juventud, no tomaba demasiadas precauciones. Corría el riesgo de forzar puertas prohibidas e infringir leyes que ignoraba. Siguiéndole de cerca, Mentmosé explotaría, desde la sombra, los resultados de su investigación.
Mejor convertirle en un aliado objetivo, hasta el día en que dejara de necesitarlo.
Pero seguía existiendo una irritante pregunta: ¿por qué aquella puesta en escena? Su autor había subestimado a Pazair, convencido de que la extrañeza del lugar, su clima asfixiante y la opresiva presencia de la muerte impedirían al juez inclinarse sobre la momia y le obligarían a eclipsarse tras haber puesto su sello. El resultado obtenido había sido inverso; lejos de perder el interés por el asunto, el magistrado había percibido su magnitud.
Mentmosé intentó tranquilizarse: la desaparición de un modesto veterano, titular de un puesto honorífico, no podía, de todos modos, hacer temblar el Estado. Sin duda se trataba de un crimen común, cometido por un soldado que era protegido por un militar de alto rango, Asher o alguno de sus acólitos. Tendría que huronear en aquella dirección.
E
l primer día de primavera, Egipto honró a los muertos y los antepasados. Al salir de un invierno que, sin embargo, había sido clemente, las noches se hicieron de pronto frescas a causa del viento del desierto que soplaba a ráfagas. En todas las grandes necrópolis, las familias veneraron la memoria de los desaparecidos depositando flores en las capillas de las tumbas, que daban al exterior.
Ninguna frontera infranqueable separaba la vida de la muerte; por ello los vivos banqueteaban con los fallecidos, cuya alma se encarnaba en la llama de una lámpara. La noche se iluminó celebrando el encuentro del aquí y el más allá. En Abydos
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, la ciudad santa de Osiris, donde se celebraban los misterios de la resurrección, los sacerdotes colocaron pequeñas barcas en la superestructura de las tumbas para evocar el viaje hacia el paraíso.
Tras haber encendido hogueras ante las mesas de ofrenda de los principales templos de Menfis, el faraón se dirigió hacia Gizeh. Como cada año, en la misma fecha, Ramsés el Grande se preparaba para entrar solo en la gran pirámide y para recogerse ante el sarcófago de Keops. En el corazón del inmenso monumento, el rey obtenía la potencia necesaria para unir las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, y hacerlas prósperas. Contemplaría la máscara de oro del constructor y el codo del mismo metal, inspirador de su acción. Cuando llegase el momento, tomaría en sus manos el testamento de los dioses y lo mostraría al país, durante el ritual de su regeneración.
La luna llena iluminaba la llanura donde se levantaban las tres pirámides.
Ramsés cruzó la puerta del recinto de Keops, colocada bajo la protección de un cuerpo de élite. El rey iba vestido sólo con un sencillo paño blanco y un ancho collar de oro.
Los soldados se inclinaron y corrieron los cerrojos. Ramsés el Grande cruzó el umbral de granito y recorrió la calzada ascendente, cubierta de losas calcáreas. Pronto estaría ante la entrada de la gran pirámide, de la que solamente él conocía el mecanismo secreto, que revelaría a su sucesor. El rey vivía cada año con mayor intensidad ese encuentro con Keops y el oro de inmortalidad. Reinar sobre Egipto era una tarea exaltante, pero abrumadora; los ritos daban al soberano la energía indispensable. Ramsés trepó lentamente por la gran galería y penetró en la sala del sarcófago, ignorando todavía que el centro energético del país se había transformado en un estéril infierno.
En los almacenes del puerto era día de fiesta; los barcos se adornaban con flores, la cerveza corría a chorros, los marinos bailaban con mozas acogedoras, algunos músicos ambulantes divertían a la numerosa muchedumbre. Pazair, tras un breve paseo con su perro, se alejaba de aquella agitación cuando una voz conocida le llamó.
—¡Juez Pazair! ¿Os marcháis ya?
El rostro gordo y cuadrado de Denes, adornado con una fina barba blanca, emergió de una masa de juerguistas. El transportista empujó a sus vecinos y se unió al magistrado.
—¡Qué hermosa jornada! Todo el mundo se divierte, se olvidan las preocupaciones.
—No me gusta el ruido.
—Sois demasiado serio para vuestra edad.
—Es difícil modificar el propio carácter.
—La vida se encargará de ello.
—Parecéis muy alegre.
—Los negocios son buenos, mis mercancías circulan sin retraso y mi personal me obedece al pie de la letra: ¿de qué puedo quejarme?
—Parece que no me guardáis rencor.
—Cumplíais con vuestro deber, ¿qué puedo reprocharos? Y además, ha llegado la buena noticia.
—¿Cuál?
—Con ocasión de la fiesta, varias condenas menores han sido anuladas por palacio. Una antigua costumbre menfita, más o menos olvidada. He tenido la suerte de figurar entre los beneficiarios.
Pazair palideció. Le costó dominar su cólera.
—¿Cómo lo habéis conseguido?
—Ya os lo he dicho: ¡la fiesta, sólo la fiesta! En vuestro expediente de acusación omitisteis incluir que mi caso debía escapar a esta clemencia. Sed buen jugador: habéis ganado pero yo no he perdido.
Voluble, Denes intentaba hacerle compartir su jovialidad.
—No soy vuestro enemigo, Pazair. En los negocios se adquieren, a veces, malas costumbres. Mi mujer y yo consideramos que habéis tenido razón dándonos una buena lección; la tendremos en cuenta.
—¿Sois sincero?
—Lo soy; perdonadme, me esperan.
Pazair se había mostrado impaciente y vanidoso, su prisa por impartir justicia le había hecho desdeñar la letra. Contrito, el juez vio cómo le cerraba el paso un desfile militar que dirigía, triunfante, el general Asher.
—Os he convocado, juez Pazair, para daros noticias de mi investigación.
Mentmosé estaba seguro de sí mismo.
—La momia es la de un joven recluta muerto en Asia durante una escaramuza; el soldado fue alcanzado por una flecha y murió en el acto. Debido a una homonimia casi total, su expediente se confundió con el del guardián en jefe de la esfinge. Los escribas responsables afirman ser inocentes; en realidad, nadie pretendió engañaros. Imaginamos una conspiración donde sólo había un error administrativo. ¿Escéptico? Hacéis mal. He verificado todos los puntos.
—No dudo de vuestra palabra.
—Lo celebro.
—Sin embargo, el guardián en jefe sigue sin ser encontrado.
—Extraño, lo admito. ¿Y si se ocultara para escapar a un control del ejército?
—Dos veteranos que estaban a sus órdenes murieron durante un accidente…
Pazair había hecho hincapié en ese término. Mentmosé se rascó el cráneo.
—¿Hay algo sospechoso?
—El ejército sabría algo y os hubiera avisado.
—De ningún modo. Este tipo de incidentes no me conciernen.
El juez intentaba poner al jefe de policía entre la espada y la pared. Según Kem, era capaz de urdir esa maquinación para proceder a una vasta purga en su propia administración, donde algunos funcionarios comenzaban a criticar sus métodos.