El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (10 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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B
el-Tran felicitó calurosamente a Neferet y Pazair. Vestía un delantal almidonado y una soberbia camisa plisada de manga larga.

—Esta vez, voy a ayudaros de un modo más directo. He sido encargado de la reorganización de los despachos de la administración central. Como decano del porche, vos tenéis la prioridad.

—Me es imposible aceptar el menor privilegio.

—No lo es. Se trata sólo de una disposición reglamentaria que os permitirá tener a mano el conjunto de vuestros expedientes. Trabajaremos uno junto a otro, en vastos y espaciosos locales. No me impidáis, os lo ruego, que defienda nuestra común eficacia.

El rápido ascenso de Bel-Tran dejaba pasmados a los más curtidos cortesanos, pero nadie lo criticaba. Quitaba el polvo a servicios hundidos en la rutina, se libraba de funcionarios perezosos o incompetentes, hacía frente a los mil y un problemas técnicos que surgían día tras día. Dotado de un entusiasmo comunicativo, solía tratar con dureza a sus subordinados; hijos de familias nobles que deploraban sus orígenes modestos, pero aceptaban obedecerle so pena de ser devueltos a sus hogares. Ningún obstáculo detenía a Bel-Tran; tomaba sus medidas, las emprendía con inagotable energía y acababa por desmantelarlo. En su favor tenía una notable puesta a punto del cobro del impuesto sobre la leña, al que habían escapado durante largo tiempo grandes terratenientes, olvidando el bien público. En aquella ocasión, Bel-Tran no había dejado de recordar la juiciosa intervención de Pazair. Cuando se presentaba una dificultad insoluble, Bel-Tran se convertía en su obligado destinatario. En él Pazair reconocía tener un aliado de peso. Gracias a él, evitaría muchas trampas.

—Mi esposa se encuentra mucho mejor —dijo Bel-Tran a Neferet—. Os está muy agradecida y os considera como una amiga.

—¿Y sus jaquecas?

—Son menos frecuentes. Cuando aparecen, aplicamos vuestra pomada: es de una notable eficacia. A pesar de vuestras recomendaciones, Silkis sigue siendo golosa. Escondo el zumo de granada y la miel, pero se procura a hurtadillas jugo de algarrobo o incluso higos. Como vos, el intérprete de los sueños la puso en guardia contra el abuso de azúcar.

—Ninguna medicina sustituye la voluntad.

Bel-Tran hizo una mueca.

—Desde hace una semana, me duelen los dedos de los pies. Incluso me cuesta calzarme.

Neferet examinó los pies, pequeños y rechonchos.

—Haced hervir grasa de buey y hojas de acacia. Preparad una pasta y aplicadla en los puntos doloridos. Si el remedio no os alivia, avisadme.

La camarera llamó a Neferet, que se adaptaba perfectamente a su papel de ama de casa. Pronto instalaría su consulta en una de las alas de la mansión. En palacio, su reputación crecía; la curación del visir era un titulo de gloria que le envidiaban los médicos de la corte, que seguían paralizados por la ausencia de Nebamon.

—Esta casa es deliciosa —observó Bel-Tran degustando, a la vez, una porción de sandía.

—Sin Neferet, habría huido.

—¡No carezcáis de ambición, querido Pazair! Vuestra esposa es un ser excepcional. Sin duda, despertaréis muchas envidias.

—La de Nebamon me basta.

—Su mutismo es sólo pasajero. Neferet y vos lo habéis humillado; sólo piensa en vengarse. Evidentemente, vuestra posición hace más difícil su tarea.

—¿Qué pensáis de los recientes decretos reales?

—Enigmáticos. ¿Por qué necesita el rey reafirmar un poder que nadie discute?

—La última crecida fue mediocre, una hiena fue a beber en un canal, varias mujeres han parido hijos deformes…

—¡Supersticiones populares!

—A veces son temibles.

—Los servidores del Estado deben probar que no son fundadas. ¿Abriréis de nuevo la instrucción contra Asher y la investigación sobre la misteriosa muerte de los veteranos?

—¿No son acaso las principales razones de mi nombramiento?

—En palacio, muchos esperaban que el olvido cubriera tan tristes acontecimientos. Me alegra comprobar que no es así, y no esperaba menos de vuestro valor.

—Maat es una diosa sonriente, pero implacable. Es la fuente de toda felicidad, siempre que no se la traicione. No buscar la verdad me impediría respirar.

El tono de Bel-Tran se ensombreció.

—La calma de Asher me preocupa. Es un hombre violento, partidario de acciones brutales. Una vez informado de vuestro ascenso, lo lógico es que hubiera reaccionado visiblemente.

—¿No se reduce su margen de maniobra?

—Ciertamente, pero no os alegréis demasiado pronto.

—No suelo hacerlo.

—Hoy ya no estáis solo, pero vuestros enemigos no han desaparecido. Sabréis todo lo que yo sepa.

Durante dos semanas, Pazair vivió en un torbellino. Consultó los enormes archivos del decano del porche, ordenó que se clasificaran por separado las tablillas de arcilla cruda, de calcáreo y de madera, los borradores de actas, los inventarios de inmobiliario, del correo oficial, de los rollos de papiro sellados, del material de escriba, consultó la lista de su personal, convocó a cada escriba, procuró que se pagaran y se adecuaran los salarios, examinó las demandas retrasadas y rectificó numerosos errores administrativos. Sorprendido por la magnitud de la tarea, no remoloneó y pronto obtuvo el benevolente oído de sus subordinados. Cada mañana hablaba con Bel-Tran, cuyos consejos le fueron preciosos.

Estaba resolviendo un delicado problema de catastro cuando un escriba rubicundo, de gruesos rasgos, se presentó ante él.

—¡Iarrot! ¿Dónde os habíais metido? —preguntó Pazair.

—Mi hija será bailarina profesional, no cabe duda. Como mi esposa se niega, me veo obligado a divorciarme.

—¿Cuándo reanudaréis el trabajo?

—Este no es mi lugar.

—¡Al contrario! Un buen escribano…

—Os habéis convertido en un personaje muy importante. En estos despachos, los escribas se ven obligados a trabajar y a respetar los horarios. Prefiero ocuparme de la carrera de mi hija. Iremos de provincia en provincia y participaremos en las fiestas de los pueblos, antes de obtener un contrato en una buena compañía. Debo proteger a la pequeña.

—¿Es vuestra decisión definitiva?

—Trabajáis demasiado. Os oponéis a intereses demasiado poderosos. Prefiero abandonar a tiempo mi bastón, mi paño de función y mi estela funeraria, y vivir lejos de dramas y conflictos.

—¿Estáis seguro de poder lograrlo?

—Mi hija me venera y me escuchará siempre. Forjaré su felicidad.

Denes saboreaba su resonante victoria. La lucha había sido dura y su esposa había tenido que utilizar todas sus relaciones para descartar a los innumerables competidores, amargados por su derrota. Así pues, Denes y la señora Nenofar organizarían el banquete en honor del nuevo decano del porche. El don de gentes del transportista y la fuerza de convicción de su esposa les valían, una vez más, el título de maestros de ceremonias de la alta sociedad menfita. El nombramiento de Pazair había sido tan inesperado que merecía una verdadera fiesta, donde los miembros de la buena sociedad rivalizarían en elegancia.

Pazair se preparaba sin entusiasmo.

—Esta recepción me aburre —confesó a Neferet.

—Es en tu honor, querido.

—Preferiría pasar la velada contigo. Mi función no implica este tipo de mundanidades.

—Hemos rechazado todas las invitaciones de los notables; ésta tiene un carácter oficial.

—¡Ese tal Denes es un cara dura! Sabe que sospecho que participa en una maquinación y juega al anfitrión encantado.

—Excelente estrategia para domesticarte.

—¿Crees que lo conseguirá?

La risa de Neferet le encantó. ¡Qué hermosa estaba en su ceñido vestido que dejaba los pechos al descubierto! Su peluca negra, con reflejos de lapislázuli, ponía de relieve la finura de su rostro, apenas maquillado.

Era la juventud, la gracia y el amor. La tomó en sus brazos.

—Tengo ganas de encerrarte.

—¿Celoso?

—¡Si alguien te dirige una mirada, lo estrangulo!

—¡Decano del porche! ¿Cómo os atrevéis a proferir semejantes horrores?

Pazair rodeó el talle de Neferet con un cinturón de cuentas de amatista, que incluía partes de oro repujado en forma de una cabeza de pantera.

—Nos hemos arruinado, pero eres la más hermosa.

—Temo que se trate de una tentativa de seducción.

—Me has descubierto.

Pazair retiró el tirante izquierdo del vestido.

—Llegaremos tarde —objetó la muchacha.

Antes de ponerse el vestido para el banquete, la señora Nenofar pasó a las cocinas, donde sus carniceros, tras haber descuartizado un buey, preparaban los fragmentos colgándolos de una viga sostenida por postes ahorquillados. Ella misma eligió los cuartos que debían asarse y los que se prepararían en adobo, probó las salsas y se aseguró de que varias decenas de ocas asadas estuvieran listas a tiempo. Luego bajó a la bodega, donde su sumiller le presentó vinos y cervezas. Tranquilizada después de haber comprobado la calidad de las viandas y las bebidas, Nenofar inspeccionó la sala del banquete, donde sirvientas y criados disponían, en mesas bajas, copas de oro, bandejas de plata y platos de alabastro.

Toda la mansión olía a jazmín y loto. La recepción sería inolvidable.

Una hora antes de la llegada de los primeros invitados, los jardineros cogieron los frutos más maduros, que se servirían frescos; un escriba anotó la cantidad de jarras colocadas en la sala del banquete, para evitar el fraude. El jardinero en jefe comprobó la limpieza de las avenidas, mientras el portero tiraba de su paño y se ajustaba la peluca. Intratable guardián de la propiedad, sólo dejaría entrar a las personalidades conocidas y a las que llevaran una tablilla de invitación.

Cuando el sol declinó, disponiéndose a descender hacia la montaña de Occidente, se presentó al portero la primera pareja. Éste identificó a un escriba real y su esposa, seguidos muy pronto por la élite de la gran ciudad. Los huéspedes de la señora Nenofar pasearon por el parque plantado de granados, higueras y sicomoros; charlaron alrededor de los estanques bajo las pérgolas o en los pabellones de madera, y admiraron los ramilletes colocados en el cruce de las avenidas.

La presencia del visir Bagey, que no asistía a recepción alguna, y de todos los amigos del faraón, impresionó a la concurrencia; la velada sería memorable.

Justo cuando el disco solar desaparecía, los servidores encendieron unas lámparas, que iluminaron el jardín y la mansión. En el umbral aparecieron la señora Nenofar y Denes.

Los anfitriones daban la impresión de ser la perfecta pareja de moda, feliz de mostrar sus riquezas con la esperanza de despertar la envidia de todos sus invitados: pesada peluca, vestido blanco de orillo dorado, collar de diez vueltas de perlas, pendientes en forma de gacela y sandalias doradas para ella, peluca degradada, larga túnica pesada con capa, sandalias de cuero adornadas de plata para él.

De acuerdo con el protocolo, el visir fue el primero que se acercó a ellos. Vestía un ancho paño sin ninguna elegancia, una sobrepelliz de manga corta y unas sandalias gastadas.

La señora Nenofar y Denes se inclinaron encantados.

—Qué calor —se quejó el visir—. Sólo el invierno es soportable. Unos instantes al sol y mi piel arde.

—Uno de nuestros estanques está a vuestra disposición si deseáis refrescaros antes del banquete —ofreció Denes.

—No sé nadar, y además me horroriza el agua.

El maestro de ceremonias condujo al visir hasta el lugar de honor. Los amigos del faraón se sucedieron, luego los altos dignatarios, los demás escribas reales y las diversas personalidades que habían tenido la suerte de ser invitados a la fiesta más prestigiosa del año. Bel-Tran y Silkis estaban entre estos últimos; la señora Nenofar los saludó distraídamente.

—¿Vendrá el general Asher? —preguntó Denes al oído de su esposa.

—Acaba de excusarse. Le ha surgido un imperativo del servicio.

—¿Y el jefe de policía, Mentmosé?

—Está enfermo.

Los invitados se sentaron en confortables sillones provistos de cojines en la sala del banquete, cuyo techo había sido adornado con hojas de parra. Ante ellos había mesillas en las que se habían dispuesto copas, bandejas y platos. Una orquesta femenina, compuesta por una flautista, una arpista y una tañedora de laúd, tocó ligeras y alegres melodías.

Niñas nubias circularon desnudas entre los invitados y fueron colocando sobre sus pelucas un pequeño cono de pomada perfumada que, al fundirse, exhalaría suaves olores y alejaría a los insectos. Todos recibieron una flor de loto. Un sacerdote derramó agua en una mesa de ofrendas, colocada en el centro de la sala, para purificar los alimentos.

De pronto, la señora Nenofar advirtió que los protagonistas de la fiesta estaban ausentes.

—¡Menudo retraso!

—No te preocupes. Pazair está enamorado del trabajo; lo habrá retenido un expediente.

—¡En una noche como ésta! Nuestros huéspedes se impacientan, hay que comenzar a servir.

—No te pongas nerviosa.

Enojada, Nenofar pidió a la mejor bailarina profesional de Menfis que entrara en escena antes de lo previsto. La joven, que tenía veinte años, era alumna de Sababu, propietaria de la casa de cerveza más respetable de la ciudad. Sólo llevaba un cinturón de conchas, que chocaban deliciosamente a cada uno de sus pasos, y en el muslo izquierdo podían observarse unos tatuajes que representaban al dios Bes, enano sonriente y barbudo, garante de la alegría en todas sus formas. La artista captó la atención de la concurrencia; se entregaría a las más acrobáticas figuras hasta que llegaran Pazair y Neferet.

Cuando los invitados comenzaban a mordisquear granos de uva y finas rajas de melón para abrir su apetito, Nenofar, cada vez más irritada, notó cierta agitación en la puerta de su propiedad. ¡Ellos, por fin!

—Venid pronto.

—Lo siento —se excusó Pazair.

¿Cómo explicar que no había podido resistir el deseo de desnudar a Neferet, que su ardor lo había llevado a romper un tirante, que había logrado hacerle olvidar los imperativos horarios y que su amor contaba más que cualquier invitación, por muy brillante que fuera? Neferet había conseguido convencer a Pazair para que abandonara su lecho de placer.

Ella también se había levantado y, precipitadamente, había tenido que elegir un nuevo vestido.

La bailarina se retiró y los músicos dejaron de tocar cuando la joven pareja cruzó el umbral de la sala del banquete. En un instante fue juzgada por decenas de ojos sin indulgencia alguna.

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