El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (18 page)

Read El juez de Egipto 2 - La ley del desierto Online

Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
5.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Quién te contrató?

—No… ya no me acuerdo.

—¡Vamos, amiguito! Mentir es estúpido. Además, a mi mono le horroriza. Y merece su nombre de
Matón
, debes saberlo. Quiero que me digas cómo se llama el que dirige este tráfico.

—¿Me protegeréis?

—En el penal de los ladrones estarás seguro.

Al hombrecillo le satisfacía abandonar Menfis, aunque fuera para ir al infierno. Olvidó responder.

—Te escucho —insistió Kem.

—El penal…, ¿no hay manera de escapar de él?

—Depende de ti. Y, sobre todo, del nombre que me des.

—No ha dejado rastro alguno a sus espaldas, negará y mi testimonio será insuficiente.

—No te preocupes de las consecuencias judiciales.

—Mejor sería que me liberara.

Creyendo en la pasividad del nubio, el artesano dio un paso hacia la calleja. Una enorme mano le rodeó la garganta.

—¡Rápido, ese nombre!

—Chechi. El químico Chechi.

Pazair y Kem caminaban a lo largo del canal, por el que circulaban los barcos de carga. Los marinos se apostrofaban y cantaban, zarpando los unos, de regreso los otros. Egipto era próspero, apacible y feliz. Sin embargo, el decano del porche sufría insomnios y presentía una tragedia, pero no podía identificar las causas del mal. Cada noche hablaba con Neferet y le comunicaba su inquietud. A pesar de su natural optimismo, la joven admitía que la angustia de su marido tenía fundamento.

—Tenéis razón —le dijo al jefe de policía—; el proceso de Chechi llegará a un no ha lugar. Protestará de su inocencia, y la palabra de un ladrón, expulsado de un templo, no tendrá peso alguno.

—Y, sin embargo, no mintió.

—No lo dudo.

—¿De qué sirve la justicia? —gruñó el nubio.

—Dadme tiempo. Conocemos los vínculos de amistad que unen a Denes y Qadash, y a Qadash y Chechi. Esos tres son cómplices. Además, Chechi es probablemente el fiel servidor del general Asher. He aquí a cuatro conjurados, responsables de varios crímenes. Suti debe traernos pruebas de la culpabilidad de Asher; estoy convencido de que robó el hierro celeste y de que organiza el tráfico de metales preciosos, como el lapislázuli y, tal vez, incluso el oro. Su posición de especialista en asuntos asiáticos le da mucha libertad en este terreno. Denes es un ambicioso, ávido de fortuna y de poder; manipula a Qadash y a Chechi, que aporta a la conjura sus competencias técnicas, y no olvido a la señora Nenofar que, con su habilidad en el manejo de la aguja, atravesó la nuca de mi maestro.

—Cuatro hombres y una mujer… ¿Cómo pueden, por sí solos, desestabilizar a Ramsés?

—Esta pregunta me obsesiona, pero soy incapaz de responder a ella. ¿Por qué, si se trata de los mismos, pillaron una tumba real? Quedan tantas incertidumbres, Kem; nuestro trabajo está muy lejos de haber terminado.

—A pesar de mi título, seguiré investigando solo. Sólo confío en vos.

—Os liberaré de tareas administrativas.

—Si me atreviera…

—Hablad.

—Sed tan prudente como yo.

—Sólo Suti y Neferet reciben mis confidencias.

—Él es vuestro hermano de sangre, ella es vuestra esposa para la eternidad. Si el uno o el otro os traicionaran, quedarán condenados aquí y en el más allá.

—¿Por qué tanta desconfianza?

—Porque olvidáis haceros una pregunta esencial: ¿son cinco o más los conjurados?

En plena noche, con la cabeza cubierta por un chal, se aventuró por el almacén donde, en nombre de sus amigos, había dado cita al devorador de sombras. La suerte la había señalado para encontrarse con él y transmitirle sus consignas.

Por lo general, no procedían así; pero la urgencia de la situación exigía un contacto directo y la certeza de que las órdenes serían perfectamente comprendidas. Exageradamente maquillada, irreconocible, vestida como una vulgar campesina y calzada con unas sandalias de papiro, no corría riesgo alguno de que la identificaran.

A consecuencia de los descubrimientos del juez Pazair, el transportista Denes había reunido urgentemente a sus aliados. Si la confiscación del bloque de hierro celeste representaba sólo una pérdida financiera, el descubrimiento de objetos funerarios pertenecientes a Keops resultaba más molesto.

Ciertamente, Pazair no podía identificar al rey, cuyo nombre había sido cuidadosamente borrado, ni comprender el chantaje del que Ramsés el Grande, obligado al silencio, era objeto. Ni una sola palabra podía salir de la boca del hombre más poderoso del mundo, encerrado en la soledad, incapaz de confesar que ya no poseía los símbolos del gobierno, sin los cuales su legitimidad quedaba aniquilada.

Denes había optado por el inmovilismo; las actuaciones del decano del porche no lo asustaban, pero la mayoría de los conjurados votó contra él. Aunque Pazair no tuviera posibilidad alguna de llegar a la verdad, cada vez era más molesto para sus respectivas actividades. El químico Chechi había sido el más virulento; ¿acaso no acababa de perder las sustanciales ganancias de su tráfico de amuletos clandestinos?

Obstinado, paciente, riguroso, el juez acabaría por organizar un proceso; uno o varios notables se verían acusados, tal vez condenados e, incluso, encarcelados. Por una parte, la conjura quedaría gravemente debilitada; por la otra, las victimas del rencor del magistrado perderían una honorabilidad que les haría mucha falta tras la abdicación de Ramses.

La mujer había dado un respingo cuando le anunciaron su designación, luego se había alegrado. Un delicioso estremecimiento la había recorrido, idéntico al que había sentido al desnudarse ante el guardián en jefe de la esfinge de Gizeh.

Atrayéndolo hacia sí, le había hecho perder su vigilancia y le había abierto las puertas de la muerte. Sus encantos les habían supuesto la victoria.

No sabía nada del devorador de sombras, salvo que cometía crímenes por encargo, más por el placer de matar que a cambio de fuertes retribuciones. Cuando lo vio, sentado en una caja y pelando una cebolla, quedó fascinada y aterrorizada.

—Llegáis con retraso. La luna ha superado ya la extremidad del puerto.

—Hay que actuar de nuevo.

—¿Quién?

—Vuestra tarea será muy delicada.

—¿Una mujer, un niño?

—Un juez.

—En Egipto no se asesina a los jueces.

—No lo mataréis, lo dejaréis impotente.

—Difícil.

—¿Qué deseáis?

—Oro. Una buena cantidad.

—Lo tendréis.

—¿Cuándo?

—Actuad sólo sobre seguro, que todos queden convencidos de que Pazair ha sido víctima de un accidente.

—¡El decano del porche en persona! Aumentad la cantidad de oro.

—No toleraremos un fracaso.

—Yo tampoco. Pazair está protegido, me es imposible fijar un plazo…

—Lo admitimos. Que sea lo antes posible.

El devorador de sombras se levantó.

—Un detalle aún…

—¿Cuál?

Rápido como una serpiente, le bloqueó el brazo casi hasta romperlo y la obligó a volverse de espaldas.

—Deseo un anticipo.

—No os atreveréis…

—Un anticipo en especies.

Le levantó el vestido. Ella no gritó.

—¡Estáis loco!

—Y tú eres muy imprudente. Tu rostro no me interesa, no quiero saber quién eres. Si cooperas, será mejor para ambos.

Cuando sintió su sexo entre los muslos, dejó de resistirse. Hacer el amor con un asesino la excitaba más que sus habituales justas. Mantendría en secreto aquel episodio. El asalto fue rápido y muy violento.

—Vuestro juez no os molestará más —prometió el devorador de sombras.

CAPÍTULO 20

P
almeras, higos y algarrobos daban sombra. Tras el almuerzo, y antes de reanudar sus consultas, Neferet disfrutaba del silencio de su jardín, turbado en seguida por los saltos, las escaladas y los gritos de la pequeña mona verde, feliz de poder llevar una fruta a su dueña.
Traviesa
no se tranquilizaba hasta que Neferet se sentaba; entonces, más calmada, se metía bajo la silla y observaba las idas y venidas del perro.

¿No parecía todo Egipto un jardín en el que la bienhechora sombra del faraón permitía que se desarrollasen los árboles, tanto en el gozo de la mañana como en la paz vespertina?

No era raro que el propio Ramsés velara personalmente por la plantación de olivos o perseas. Le gustaba pasear por jardines cubiertos de flores y contemplar los vergeles. Los templos gozaban de la protección de altas frondas en las que nidificaban los pájaros mensajeros de lo sagrado. El ser intranquilo, decían los sabios, es un árbol que se marchita en la sequedad de su corazón; la tranquilidad, por el contrario, da frutos y derrama a su alrededor un dulce frescor.

Neferet plantó un sicómoro en el centro de un pequeño foso; una jarra porosa, que conservaría la humedad, protegía la joven planta. Bajo el empuje de las raíces, el frágil recipiente se rompería; y los fragmentos de alfarería, mezclados con la tierra, reforzarían el humus. Neferet cuidó de consolidar los bordes de barro seco, designados a retener el agua después del riego.

Los ladridos de
Bravo
anunciaron la próxima llegada de Pazair; un cuarto de hora antes de que cruzara el umbral, y fuera cual fuera el momento del día, el perro presentía la llegada de su dueño. Cuando se ausentaba por largo tiempo,
Bravo
perdía el apetito y no respondía a las provocaciones de
Traviesa
. Olvidando la dignidad de su función, el decano del porche corrió junto a su perro, que saltó sobre su paño dejando la huella de dos patas lodosas. El juez se desnudó y se tendió en una estera junto a su esposa.

—Qué suave es hoy el sol.

—Pareces agotado.

—Se ha superado considerablemente la dosis normal de importunos.

—¿Has recordado tu agua cobriza?

—No he tenido tiempo de cuidarme. Mi despacho no se vaciaba; de la viuda de guerra al escriba que necesita un adelanto, en la lista no faltaba nadie.

Ella se tendió a su lado.

—No sois razonable, juez Pazair. Contemplad vuestro jardín.

—Suti tiene razón, he caído en una trampa. Quiero ser de nuevo pequeño juez de pueblo.

—Tu destino no es volver atrás. ¿Se ha marchado Suti a Coptos?

—Esta mañana, con armas y bagajes. Me ha prometido volver con la cabeza de Asher y un montón de oro.

—Rezaremos cada día a Min, el protector de los exploradores, y a Hator, la soberana de los desiertos. Nuestra amistad cruzará el espacio.

—¿Y tus enfermos?

—Algunos me preocupan. Espero ciertas plantas raras para fabricar mis remedios. Pero la farmacia del hospital central no toma nota de mis encargos.

Pazair cerró los ojos.

—¿Tienes otras preocupaciones, querido?

—¿Cómo ocultártelas? Te conciernen a ti.

—¿He infligido la ley?

—La sucesión al cargo de médico en jefe del reino está abierta. Como decano del porche, debo examinar la validez jurídica de las candidaturas que se transmitan al consejo de especialistas. Me he visto obligado a aceptar la primera.

—¿Quién es?

—El dentista Qadash. Si es elegido, el expediente que Bel-Tran ha abierto en tu favor no servirá para nada.

—¿Tiene posibilidades de éxito?

—Una carta de Nebamon lo presenta como el sucesor que desea.

—¿Una falsificación?

—Dos testigos avalaron el documento y certificaron el buen estado mental de Nebamon: Denes y Chechi. ¡Los muy bandidos ni siquiera se ocultan ya!

—Qué importa mi carrera, soy feliz curando. Mi consulta privada me basta.

—Intentarán cerrarla, e incluso tú misma serás cuestionada.

—¿No me defenderá acaso el mejor de los jueces?

—Qadash… Hace mucho tiempo que me pregunto por su papel exacto; el velo está desgarrándose. ¿Cuáles son las prerrogativas del médico en jefe?

—Cuidar al faraón, nombrar a los cirujanos, los médicos y los farmacéuticos que forman el cuerpo oficial de palacio, recibir y controlar las sustancias tóxicas, los venenos y los medicamentos peligrosos, adoptar directrices sobre la salud pública y hacer que se apliquen tras el acuerdo del visir y del rey.

—Si Qadash tuviera tales poderes… ¡Efectivamente, es el cargo que ambiciona!

—No es fácil influir en el comité que decide.

—Desengáñate. Denes intentará corromper a sus miembros. Qadash es mayor, de respetable apariencia, tiene una larga práctica y… y Ramsés sólo sufre una notable afección, ¡artritis mental! Este nombramiento es una fase de su plan. Debemos impedir que tengan éxito.

—¿De qué modo?

—Todavía lo ignoro.

—¿Temes que Qadash pueda atentar contra la salud del faraón?

—No, demasiado arriesgado.

Traviesa
saltó sobre el vientre de Pazair y tiró de un pelo, a la altura del plexo. Sensible, el juez soltó un grito de dolor, pero su mano derecha se cerró en el vacío. La mona verde ya se había refugiado bajo la silla de su dueña.

—Si este maldito animal no hubiera intervenido en nuestro primer encuentro, ya le habría dado una buena zurra.

Para que la perdonaran,
Traviesa
trepó a una palmera y lanzó un dátil, que Pazair atrapó al vuelo.
Bravo
acudió y lo devoró.

La tristeza veló el rostro de Neferet.

—¿Qué deploras?

—Había concebido un proyecto insensato.

—¿Qué deseabas?

—He renunciado a ello.

—Confíamelo.

—¿Para qué?

Se acurrucó junto a él.

—Me habría gustado… un hijo.

—Yo también pienso en ello.

—¿Lo deseas?

—Mientras no se haya obtenido la luz, haríamos mal.

—Me rebelé contra esa idea, pero creo que tu pensamiento es acertado.

—O renuncio a la investigación o deberemos tener paciencia.

—Olvidar el asesinato de Branir nos condenaría a ser la más vil de las parejas.

La abrazó.

—¿Te parece necesario seguir vestida cuando el aire vespertino es tan suave?

La tarea del devorador de sombras no sería fácil. En primer lugar, si abandonaba con demasiada frecuencia y durante mucho tiempo su cargo oficial, llamaría la atención; ahora bien, actuaba solo, sin cómplices, siempre dispuestos a denunciar, debía aprender a conocer las costumbres de Pazair, y mostrarse paciente. Además, no le habían ordenado matar al decano del porche, sino que debía inutilizarlo, disfrazando el atentado como un accidente, para que no se abriera investigación alguna.

Other books

The Good Reaper by Dennis J Butler
Triggers by Robert J. Sawyer
Game of Love by Melissa Foster
Hidden by Derick Parsons, John Amy