El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (29 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—¿El reino está en peligro?

—Lo está.

—Soy consciente de ello desde que Ramsés no me hace confidencias. Imagino que tendría miedo de que yo emprendiera una acción demasiado directa. Tal vez tuviera razón; hoy es Pazair quien dirige el combate.

—Los adversarios son temibles.

—Por eso ya es hora de que yo intervenga. El visir no se atreverá a pedir mi apoyo directo, pero debo ayudarle. ¿A quién teme?

—A Bel-Tran.

—Detesto a los advenedizos; afortunadamente, su ambición acaba devorándolos. Supongo que goza de la ayuda de su esposa Silkis.

—Es su cómplice, en efecto.

—Yo me encargaré de esa gallinita. Su modo de mover el cuello cuando me saluda, me exaspera.

—No subestiméis su capacidad de hacer daño.

—Gracias a vos, Neferet, conservo una vista excelente. Yo me encargo de esa peste.

—No os ocultaré que a Pazair le angustia la idea de presidir la ceremonia de entrega de los tributos extranjeros; espera que el rey vuelva a tiempo de Pi-Ramsés para asumir esta función.

—Pues que se desengañe; el humor del faraón es cada vez más sombrío. Ya no sale de su palacio, no concede audiencias y deja al visir el cuidado de encargarse de los asuntos cotidianos.

—¿Está enfermo?

—Su dentadura, sin duda.

—¿Deseáis que lo examine?

—Acaba de despedir a su dentista calificándolo de incapaz. Después de la ceremonia deberíais acompañarme a Pi-Ramsés.

Una flotilla procedente del norte conducía a los dignatarios extranjeros; ningún barco fue autorizado a circular durante las maniobras de atraque vigiladas por la policía fluvial. En el muelle, el director del servicio de países extranjeros recibió a los huéspedes de Egipto, instalados en confortables sillas de manos, seguidas por sus delegaciones. El imponente cortejo tomó la dirección del palacio.

Como cada año, vasallos e interlocutores económicos del faraón acudían a rendirle homenaje aportando tributos; en aquella ocasión, Menfis gozaba de dos días festivos y celebraba la paz, sólidamente instalada gracias a la prudencia y la firmeza de Ramsés.

Sentado en un trono de respaldo bajo, vestido con el rígido uniforme de función, con un cetro en la mano derecha y la figura de Maat al cuello, Pazair no las tenía todas consigo. A su derecha, algo retirada, estaba la reina madre; en la primera fila de los cortesanos estaban «los amigos únicos» del rey, entre ellos Bel-Tran, que parecía muy alegre. Silkis llevaba un vestido nuevo que hacía palidecer de envidia a ciertas esposas de cortesanos menos acomodados. El antiguo visir Bagey había aceptado ayudar a su sucesor, aconsejándole sobre la etiqueta; su presencia tranquilizaba a Pazair. El corazón de cobre que lucía en su pecho simbolizaría, para los embajadores, la confianza que Ramsés seguía concediéndole, y probaría que el cambio de visir no revelaba ninguna ruptura en la política exterior de Egipto.

Pazair estaba en condiciones de dirigir la ceremonia en ausencia del monarca; el año anterior, Bagey se había ocupado de esta tarea. El joven visir habría preferido permanecer en la sombra, pero conocía la importancia del acontecimiento; los visitantes tenían que marcharse satisfechos, para que las relaciones diplomáticas siguieran siendo excelentes. A cambio de los regalos, esperaban consideración y comprensión para su situación económica; el visir tenía que seguir el camino adecuado, entre el rigor excesivo y la debilidad culpable. Una falta grave en su comportamiento y el equilibrio se rompería.

La ceremonia se organizaba, sin duda, por última vez. Bel-Tran se libraría de ese antiguo ritual, desprovisto de rentabilidad inmediata. Y, sin embargo, los sabios del tiempo de las pirámides habían edificado una civilización feliz sobre la reciprocidad, la cortesía y el respeto mutuo.

La insolente satisfacción de Bel-Tran turbó a Pazair. La clausura de los bancos griegos le había dado un serio golpe, del que no parecía preocuparse en absoluto. ¿No sería demasiado tarde para frenar su marcha hacia adelante? A menos de dos meses de la fiesta de regeneración y de la abdicación forzosa del rey, el director de la Doble Casa blanca podía limitarse a esperar, sin provocar más turbulencias.

Esperar… Una prueba temible para un ambicioso cuya principal constante era la agitación. Numerosas quejas llegaban a oídos del visir, suplicándole que sustituyera a Bel-Tran por un dignatario más tranquilo y menos malhumorado. Torturaba a sus subordinados negándose a concederles el menor descanso. Pretextando trabajos urgentes, los abrumaba con expedientes artificiales para dominar a su personal e impedirle reflexionar.

Aquí y allá brotaban ya protestas; los métodos de Bel-Tran parecían demasiado brutales, desprovistos de consideración para unos empleados que no deseaban verse reducidos sólo a sus competencias técnicas. Pero no le importaba; la productividad sería la palabra clave de su política. Quien no la aceptara se vería apartado.

Algunos de sus aliados, con la mayor discreción, habían abierto su corazón al visir; fatigados por la incesante charla del financiero, que se perdía en interminables discursos en los que prometía auténticas maravillas, estaban cansándose de su doblez y de sus mentiras, a veces groseras. Su pretensión de dominar todas las circunstancias procedía de la magnitud de su avidez. Algunos jefes de provincia, seducidos al principio, manifestaban ahora una indiferencia cortés.

Pazair progresaba. Poco a poco iba poniendo en claro la verdadera naturaleza del personaje, su inconsistencia y su cobardía; el peligro que representaba no disminuía, pero su capacidad de convencer menguaba día tras día.

Pero ¿por qué parecía tan alegre?

El ritualista anunció a los visitantes; se hizo el silencio en la sala de audiencias del visir.

Los embajadores procedían de Damasco, de Biblos, de Palmira, de Alepo, de Ugarit, de Qadesh, del país hitita, de Siria, del Líbano, de Creta, de Chipre, de Arabia, de África o de Asia, de los puertos, de las ciudades mercantiles y de las capitales; ninguno llevaba las manos vacías.

El delegado del misterioso país del Punt, paraíso del África negra, era un hombre de piel muy oscura y cabellos crespos; ofreció pieles de diversas fieras, árboles de incienso, huevos y plumas de avestruz. El embajador nubio fue muy apreciado por la concurrencia a causa de su refinamiento: paño hecho con una piel de leopardo, cubierto con una falda plisada, coloreada pluma en los cabellos, pendientes de plata y anchos brazaletes. Sus servidores depositaron al pie del trono jarras de aceite, escudos, piezas de orfebrería e incienso, mientras desfilaban guepardos sujetos por correas y una pequeña jirafa.

La moda cretense divirtió: cabellos negros con mechones de desigual longitud, rostros imberbes de nariz recta, paños muy escotados con un ribete y decorados con rombos o rectángulos, sandalias de punta levantada. El embajador hizo que se depositaran puñales, espadas, redomas que representaban cabezas de animales, aguamaniles y copas. Siguió el enviado de Biblos, fiel aliado de Egipto, que ofreció pieles de buey, cuerdas y rollos de papiro.

Cada embajador se inclinó ante el visir, pronunciando la fórmula consagrada: «Recibid el tributo de mi país, como homenaje a su majestad, el faraón del Alto y el Bajo Egipto, para sellar la paz.»

El representante del Asia Menor, donde el ejército egipcio había mantenido duros combates en un pasado que Ramsés consideraba ya lejano, se presentó en compañía de su esposa. Él llevaba un paño adornado con borlas y una túnica roja y azul, de manga larga, abrochada con unos lazos; ella una falda de volantes y una capa multicolor. Su aportación, ante el asombro de la corte, fue muy escasa; por lo general, Asia clausuraba la ceremonia depositando ante el faraón o el visir lingotes de cobre, lapislázuli, turquesas, vigas de maderas preciosas, jarras de ungüento, arreos para los caballos, arcos y carcajes llenos de flechas y puñales, sin olvidar los osos, los leones y los toros destinados a la colección real. Esta vez, el embajador ofreció sólo algunas copas, jarras de aceite y joyas sin gran valor.

Cuando saludó al visir, éste no manifestó ninguna emoción.

Sin embargo, el mensaje quedaba claro: Asia hacía a Egipto graves reproches. Si los motivos de discordia no se aclaraban y sus causas desaparecían en seguida, reaparecería el espectro de la guerra.

Mientras Menfis se hallaba en fiestas, desde los almacenes portuarios a los barrios de artesanos, Pazair recibió al embajador de Asia. Ningún escriba asistía a la entrevista; antes de que las declaraciones fueran transcritas y adquirieran valor formal, era necesario intentar restablecer la armonía.

El diplomático, de unos cuarenta años, tenía viva la mirada e incisiva la palabra.

—¿Por qué no ha presidido Ramsés en persona la ceremonia?

—Como el año pasado, se encuentra en Pi-Ramsés velando por la construcción de un nuevo templo.

—¿Ha sido desautorizado el visir Bagey?

—No es así, como habéis podido comprobar.

—Su presencia y que siga luciendo el corazón de cobre… Sí, he advertido esas indudables señales de que sigue siendo estimado. Pero sois muy joven, visir Pazair. ¿Por qué os ha confiado Ramsés una función que es, como todo el mundo sabe, abrumadora?

—Bagey se sentía demasiado cansado para seguir ejerciéndola; el rey aceptó su petición.

—Eso no responde mi pregunta.

—¿Quién puede conocer los secretos del pensamiento de un faraón?

—Su visir, precisamente.

—No estoy seguro.

—Entonces sois un fantoche.

—Vos debéis decidirlo.

—Mi opinión se apoya en hechos: erais un pequeño magistrado de provincias y Ramsés os ha convertido en primer ministro de Egipto. Conozco al rey desde hace diez años; no se equivoca sobre el valor de sus colaboradores. Debéis de ser un personaje excepcional, visir Pazair.

—Ahora, si me lo permitís, yo haré las preguntas.

—Es vuestro deber.

—¿Qué significa vuestra actitud?

—¿Os parecen insuficientes los tributos de Asia?

—Sois consciente de vuestro gesto, es casi una injuria.

—Casi, en efecto; es el testimonio de mi sangre fría y de un postrer deseo de conciliación, a consecuencias de la injuria recibida.

—No comprendo.

—Se alaba vuestro amor por la verdad; ¿es acaso una fábula?

—Por el nombre del Faraón, os juro que ignoro vuestros agravios.

El embajador de Asia se turbó; su tono se hizo menos agrio.

—Es extraño; ¿habéis perdido acaso el control de vuestras administraciones y en especial, el de la Doble Casa blanca?

—Algunas prácticas, anteriores a mi nombramiento, me han disgustado; estoy haciendo reformas. ¿Habéis sido víctimas de una indelicadeza de la que no he sido informado?

—Débil palabra. Sería más exacto hablar de una falta tan grave que podría provocar una ruptura de relaciones diplomáticas, un conflicto armado incluso.

Pazair intentó ocultar su ansiedad, pero su voz temblaba.

—¿Tendréis la bondad de aclarármelo?

—Me cuesta creer que no seáis responsable.

—Como visir acepto la responsabilidad; aun a riesgo de pareceros ridículo, os confirmo mi ignorancia. ¿Cómo reparar una falta sin conocer su naturaleza?

—Los egipcios se burlan a menudo de nuestra afición a la astucia y las conjuras; temo que ahora seáis víctima de ellas. Al parecer, vuestra juventud no os vale sólo amistad.

—Explicaos, os lo ruego.

—O sois el actor más fabuloso o no seréis visir por mucho tiempo; ¿habéis oído hablar de nuestros intercambios comerciales?

Pazair no cedió, pese a la hiriente ironía; aunque el embajador lo considerara un inepto y un ingenuo, tenía que saber la verdad.

—Cuando enviamos nuestros productos —prosiguió el diplomático—, la Doble Casa blanca nos manda su equivalente en oro. Ésa es la costumbre desde que se instauró la paz.

—¿No se ha efectuado la entrega?

—Los lingotes llegaron, pero el oro era de muy mala calidad, frágil y mal purificado, apenas servía para satisfacer a unos nómadas retrasados. Enviándonos sus reservas inutilizables, Egipto se ha burlado de nosotros. Está en juego la responsabilidad de Ramsés el Grande; consideramos que no ha cumplido su palabra.

Por eso Bel-Tran demostraba tanta satisfacción: acabar con el prestigio del rey en Asia le permitiría aparecer como un salvador, decidido a corregir las faltas del monarca.

—Se trata de un error —indicó Pazair—, no de una deliberada intención de ofenderos.

—¡Que yo sepa, la Doble Casa blanca no es independiente! Obedece órdenes superiores.

—Considerad que habéis sido víctima de un mal funcionamiento y una falta de coordinación entre los servicios que yo dirijo, pero no veáis en ello malevolencia alguna. Yo mismo informaré al rey de mi incompetencia.

—Os han traicionado, ¿no es cierto?

—Yo debo ser consciente de ello y tomar las medidas oportunas; de lo contrario pronto estaréis ante un nuevo visir.

—Lo lamentaría.

—¿Aceptaréis mis más sinceras excusas?

—Sois convincente, pero Asia exige reparación, de acuerdo con la costumbre: enviad inmediatamente el doble de la cantidad de oro prevista. De lo contrario, será inevitable un enfrentamiento.

Pazair y Neferet se disponían a partir hacia Pi-Ramsés cuando un mensajero real solicitó ver inmediatamente al visir.

—Inquietantes acontecimientos —reveló—; el alcalde de Coptos acaba de ser expulsado de su ciudad por una banda armada compuesta de libios y nubios.

—¿Heridos?

—Ninguno; se han apoderado de la ciudad sin combatir. «Los de la vista penetrante» se han unido a esos insumisos y el gobernador militar no se ha atrevido a resistir.

—¿Quién manda la tropa?

—Un tal Suti, con la ayuda de una diosa de oro que ha subyugado a la población.

Una inmensa alegría invadió a Pazair: Suti estaba vivo, ¡muy vivo incluso! Qué maravillosa noticia, aunque la reaparición, tan esperada, se produjera en circunstancias más bien caóticas.

—El cuerpo de ejército acantonado en Tebas está dispuesto a intervenir; el oficial superior sólo espera vuestras instrucciones. En cuanto hayáis firmado los documentos necesarios, yo me encargaré de transmitirlos. A su entender, pronto quedará restablecido el orden. Aunque están bien armados, los insurrectos no son bastante numerosos como para resistir un asalto en toda regla.

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