–Sí.
–Eso es su polla.
Gurgeh se volvió hacia Za y le observó con cierta suspicacia.
–¿Y cómo se supone que va a ayudarle eso?
–Los uhnircales pueden respirar a través de sus pollas –dijo Za–. Ese tipo está perfectamente. Mañana por la noche volverá a luchar en otro club. Puede que ni tan siquiera espere hasta mañana..., quizá vuelva a luchar esta misma noche dentro de un rato.
Za se volvió hacia la camarera que acababa de colocar sus bebidas sobre la mesa. Se inclinó hacia adelante para murmurarle algo; la camarera asintió con la cabeza y se alejó.
–Convence a tus glándulas para que lo mezclen con un poquito de
Expansión
–sugirió.
Gurgeh asintió y los dos tomaron un sorbo.
–Me pregunto por qué la Cultura nunca ha pensado en incluir eso dentro de su programa de manipulación genética –dijo Za contemplando su vaso.
–¿El qué?
–El ser capaz de respirar a través de tu polla.
Gurgeh pensó en ello.
–Porque hay ciertos momentos en que estornudar podría resultar muy incómodo.
Za se rió.
–Pero también tendría sus compensaciones.
El público que había a su espalda dejó escapar un «Ooooooo» ahogado. Za y Gurgeh se dieron la vuelta con el tiempo justo de ver como la mujer hacía emerger el cuerpo de su oponente del fango tirando de su pene. La cabeza y los pies del alienígena seguían debajo de aquel líquido glutinoso que goteaba lentamente.
–Uf –murmuró Za, y tomó un sorbo de su bebida.
Alguien del público arrojó una daga hacia la bañera de barro. La mujer la cogió al vuelo, se inclinó y le cortó los genitales a su oponente. Alzó el goteante pedazo de carne sobre su cabeza y el público pareció volverse loco. El alienígena se fue hundiendo lentamente debajo del líquido rojo con el pie de la mujer sobre su pecho. La sangre hizo que el barro se fuera volviendo negro y unas cuantas burbujas emergieron a la superficie.
Za se reclinó en su asiento. Parecía perplejo.
–Ese tipo debía ser de alguna subespecie que no conocía.
La bañera llena de fango fue sacada del escenario. La mujer siguió saludando a la enloquecida multitud con su trofeo en alto hasta desaparecer.
Shohobohaum Za se puso en pie para saludar a un grupo de cuatro hembras azadianas de espectacular belleza y atuendos deslumbrantes que venían hacia la cúpula. Gurgeh había ordenado a sus glándulas que produjesen la droga sugerida por Za y estaba empezando a sentir los efectos de ésta y del licor.
Se volvió hacia las mujeres y pensó que podían compararse con cualquiera de las que había visto la noche del baile, y parecían mucho más afables.
Los números se fueron sucediendo en el escenario. Casi todos eran de naturaleza sexual. Za y dos de las hembras azadianas (Inclate y At-sen, una a cada lado de él) le explicaron que fuera del Agujero aquel espectáculo habría supuesto la muerte para ambos participantes, ya fuese mediante radiación o administrando una sustancia letal.
Gurgeh no les prestó mucha atención. Quería divertirse y las obscenidades del escenario eran la parte menos importante de la diversión. Estaba lejos del juego, y eso era lo único que contaba. Aquella noche viviría sometido a un conjunto de reglas distintas. Sabía cuál era la razón de que Za hubiera invitado a las mujeres a sentarse a su mesa, y le divertía. No sentía ningún deseo especial hacia las dos exquisitas criaturas entre las que estaba sentado –y, desde luego, nada que no pudiera ser controlado–, pero no cabía duda de que eran una compañía muy agradable. Za no era ningún idiota, y aquellas dos hembras encantadoras –Gurgeh sabía que si Za hubiese descubierto que sus preferencias iban en otra dirección habrían sido machos o ápices– eran tan inteligentes como buenas conversadoras.
Sabían algunas cosas sobre la Cultura, habían oído rumores sobre las alteraciones sexuales que sus habitantes consideraban como algo absolutamente normal y no tardaron en hacer chistes discretamente obscenos sobre el equipo y las proclividades de Gurgeh comparadas con las suyas, y con las de los otros sexos azadianos. Eran realmente fascinantes, y sabían cómo halagarle y provocarle. Bebían licor en copitas, fumaban pipas minúsculas y delgadísimas –Gurgeh intentó dar un par de caladas pero sólo consiguió toser, lo que pareció divertirles mucho–, y las dos tenían una larga melena negro-azulada que se enroscaba sinuosamente. La melena de cada una estaba dividida en membranas sedosas por redecillas de platino tan finas que casi resultaban invisibles, y contenía una gran cantidad de broches antigravitatorios que la hacían ondular y deslizarse como si fuera una imagen tomada a cámara lenta. Cada grácil movimiento de aquellas cabezas tan delicadas adquiría una asombrosa irrealidad.
El traje de Inclate tenía el color eternamente cambiante del aceite sobre el agua y estaba tachonado de joyas que parpadeaban como si fuesen estrellas; y At-sen llevaba un videotraje al que su fuente de energía oculta hacía brillar con un suave resplandor rojizo. La gargantilla que rodeaba su cuello actuaba como un pequeño monitor de televisión y mostraba una imagen distorsionada de lo que había a su alrededor: Gurgeh a un lado, el escenario detrás, una de las damas de Za al otro lado y la otra en el extremo opuesto de la mesa. Gurgeh le enseñó su brazalete Orbital, pero At-sen no pareció demasiado impresionada.
Za estaba jugando a las cartas con sus dos damas, que no paraban de reír mientras manejaban aquellos naipes adornados con joyas tan delgados que casi dejaban pasar la luz. Una de las damas se encargaba de anotar la puntuación en un cuadernito acompañando cada cifra con muchas risitas y fingidas muestras de preocupación.
–¡Pero Jernou! –dijo At-sen desde la izquierda de Gurgeh–. ¡Debes posar para que te hagan un retrato de cicatrices! ¡Así podremos recordarte cuando hayas vuelto a la Cultura y a sus damas decadentes de muchos orificios!
Gurgeh oyó la risita de Inclate a su derecha.
–No, ni pensarlo –dijo Gurgeh con fingida seriedad–. A juzgar por el nombre debe ser algo de lo más bárbaro.
–¡Oh, sí, sí, lo es! –At-sen e Inclate ahogaron la risa en sus bebidas. At-sen logró calmarse la primera y le puso la mano sobre la muñeca–. ¿No te gustaría saber que una pobre criatura que no ha conseguido olvidarte vaga por Eá llevando tu retrato sobre su piel?
–Sí, pero... ¿En qué zona exacta de la piel? –preguntó Gurgeh.
Todo el mundo pareció opinar que su pregunta era digna de ser celebrada con ruidosas carcajadas.
Za se puso en pie. Una de las damas recogió las cartas y las guardó en un bolsito unido a su brazo por una cadenilla. Za apuró su bebida.
–Gurgeh, creo que mi amiga y yo vamos a buscar un sitio más tranquilo donde podamos mantener una charla íntima –dijo–. ¿Os apuntáis?
Za se inclinó hacia Inclate y At-sen y sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa que produjo nuevas oleadas de hilaridad y unos cuantos chillidos. At-sen metió los dedos en su copa e intentó rociar a Za con el licor, pero éste consiguió esquivarlo.
–Sí, Jernou, ven –dijo Inclate, y puso las dos manos sobre el brazo de Gurgeh–. Vamos todos. Aquí no se puede respirar, y el ruido es tan terrible...
Gurgeh sonrió y meneó la cabeza.
–No, me temo que sólo conseguiría decepcionaros.
–¡Oh, no! ¡No!
Los esbeltos dedos de Inclate tiraron de sus mangas y se curvaron alrededor de su brazo.
La discusión acompañada de bromas y sobreentendidos prosiguió durante algunos minutos. Za se mantuvo inmóvil junto a la mesa sonriendo flanqueado por sus dos damas mientras Inclate y At-sen intentaban levantar a Gurgeh por la fuerza o hacían mohines y protestaban intentando persuadirle de que las acompañara.
Todos los medios que utilizaron acabaron fracasando. Za se encogió de hombros, y sus damas lograron contener la risa el tiempo suficiente para imitar aquel gesto que no entendían.
–Muy bien, jugador –dijo–. ¿Quieres quedarte aquí? Pues quédate, hombre.
Za se volvió hacia Inclate y At-sen, que se habían puesto muy serias y parecían estar de mal humor.
–Bueno, espero que sabréis cuidar de él –dijo Za–. No dejéis que hable con ningún desconocido.
At-sen dejó escapar un bufido.
–Tu amigo parece dispuesto a rechazar tanto lo desconocido como lo que ya le es familiar.
Inclate no pudo contener la risa.
–O las dos cosas juntas –balbuceó.
At-sen y ella sucumbieron a un nuevo acceso de hilaridad y se inclinaron por detrás de Gurgeh para pellizcarse los hombros y darse palmadas.
Za meneó la cabeza.
–Jernau, te aconsejo que intentes controlarlas tan bien como te controlas a ti mismo.
Gurgeh se agachó para esquivar unas gotitas de licor mientras las hembras le envolvían en su risa estridente.
–Lo intentaré –dijo mirando a Za.
–Bueno... –dijo Za–. Procuraré no tardar demasiado. ¿Estás seguro de que no quieres acompañarnos? Podría ser toda una experiencia.
–Oh, no lo dudo, pero estoy muy a gusto aquí.
–De acuerdo. No te pierdas, ¿eh? Te veré pronto. –Za volvió la cabeza primero hacia una chica y luego hacia la otra. El trío giró al unísono y se alejó entre risitas y murmullos–. ¡Lo más pronto que pueda! –gritó Za por encima de su hombro–. ¡Lo prometo, jugador!
Gurgeh le saludó con la mano. Inclate y At-sen parecieron calmarse un poco, y empezaron a explicarle que su negativa a portarse mal dejaba bien claro hasta dónde llegaba su tozuda maldad. Gurgeh pidió una nueva ronda de bebidas y pipas pensando que eso serviría para que no hablaran tanto.
Las chicas le enseñaron cómo jugar al juego de los elementos y canturrearon la letanía «La hoja corta la tela, la tela envuelve la piedra, la piedra detiene el agua, el agua apaga el fuego, el fuego derrite la hoja» con la seriedad de un par de colegialas, y le enseñaron pacientemente cuáles eran las gestos que debía hacer con la mano para que pudiera aprenderlos de memoria.
El juego era una versión bidimensional bastante abreviada del emparejamiento de dados elemental que se practicaba en el Tablero del Cambio, pero prescindía del Aire y del Fuego. Gurgeh encontró levemente divertido que no pudiera escapar a la influencia del Azad ni tan siquiera estando en el Agujero. Se enfrascó en aquel juego tan sencillo porque las damas querían divertirse, procuró no ganar demasiadas veces..., y se dio cuenta de que era la primera vez en toda su existencia que no se esforzaba al máximo por ganar.
Aquella anomalía le sorprendió tanto que se excusó y se puso en pie para ir a los lavabos, de los que había cuatro tipos distintos. Utilizó el de Otras Especies, pero necesitó algunos minutos para encontrar el equipamiento adecuado. El pequeño contratiempo le pareció tan gracioso que salió del lavabo riendo entre dientes, y se encontró con Inclate esperándole al otro lado del umbral en forma de esfínter. La joven parecía preocupada. El traje-película de aceite había perdido casi todo su brillo irisado.
–¿Qué ocurre? –preguntó Gurgeh.
–At-sen –dijo la joven retorciendo frenéticamente sus manecitas–. Su ex-amo apareció de repente y se la ha llevado. Quiere volver a poseerla porque ya casi ha pasado un décimo de año desde que fueron uno solo y le falta muy poco para quedar libre. –Alzó los ojos hacia Gurgeh. El temor y el nerviosismo habían distorsionado sus frágiles rasgos. La melena negroazulada ondulaba alrededor de su rostro con la fluida lentitud de una sombra–. Ya sé que Sho-Za dijo que no debías moverte de aquí, pero... ¿No podrías ayudarla? Esto no es asunto tuyo, pero ella es mi amiga y yo...
–¿Qué puedo hacer? –preguntó Gurgeh.
–Ven. Siendo dos quizá consigamos distraerle. Creo que sé adónde la ha llevado. No correrás ningún peligro, Jernou.
La joven le cogió de la mano.
Medio caminaron y medio corrieron por sinuosos pasillos de madera dejando atrás muchas habitaciones y puertas. Gurgeh empezó a pensar que se había perdido en un laberinto de sensaciones; una confusión de sonidos (música, risas, gritos), imágenes (sirvientes, cuadros eróticos, fugaces atisbos de galerías repletas de cuerpos que se movían rítmicamente) y olores (comida, perfume, el sudor de pieles muy distintas a la suya).
Inclate se detuvo de repente. Habían llegado a una habitación con forma de cuenco que hacía pensar en un teatro. El escenario estaba ocupado por un macho humano desnudo que giraba lentamente sobre sí mismo primero en una dirección y luego en otra delante de una pantalla gigante que mostraba primeros planos de su cuerpo. El aire vibraba con el retumbar de la música. Inclate se quedó inmóvil y recorrió con la mirada las hileras de espectadores sin soltar la mano de Gurgeh.
Gurgeh se volvió hacia el hombre del escenario. Las luces eran muy intensas y abarcaban todo el espectro de la claridad solar. El macho tenía cierta tendencia a la obesidad y la piel muy blanca. Su cuerpo estaba lleno de inmensos morados multicolores que parecían grabados gigantescos. Los de su pecho y su espalda eran los más grandes y mostraban rostros azadianos. La mezcla de negros, azules, púrpuras, verdes, amarillos y rojos se combinaba para formar retratos de una sutileza y una precisión increíbles, y el lento flexionarse de los músculos del hombre parecía darles vida haciendo que cada rostro cobrara nuevas expresiones que cambiaban incesantemente. Gurgeh le contempló fascinado y contuvo el aliento casi sin darse cuenta.
–¡Allí! –gritó Inclate para hacerse oír por encima del palpitar de la música.
Gurgeh sintió que tiraba de su mano. Empezaron a abrirse paso por entre el gentío hacia el lugar en que se encontraba At-sen, muy cerca del escenario. At-sen estaba con un ápice que la sacudía con tanta violencia que la hacía temblar mientras señalaba al hombre del escenario. At-sen tenía la cabeza baja y sus hombros se estremecían como si estuviera llorando. El videotraje estaba desconectado y la tela gris colgaba de ella como una criatura fláccida y sin vida. El ápice la abofeteó (la melena negra onduló lánguidamente) y volvió a gritar algo ininteligible. At-sen cayó de rodillas. La melena repleta de broches antigravitatorios la siguió como si estuviera desapareciendo lentamente debajo del agua. Nadie parecía fijarse en la pareja. Inclate fue hacia ellos tirando de Gurgeh.
El ápice les vio venir e intentó llevarse a At-sen. Inclate le gritó algo y alzó la mano de Gurgeh mientras seguía apartando a los espectadores. Estaban bastante cerca. El ápice pareció asustarse y echó a correr con paso tambaleante hacia la salida que había debajo del escenario arrastrando a At-sen con él.