El jugador (5 page)

Read El jugador Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El jugador
6.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Son seleccionados y utilizados igual que si fuesen piezas de un juego. No cuentan. –Gurgeh parecía impaciente. Se apartó de la chimenea y fue hacia el sofá–. Además, yo no soy uno de ellos.

–Bueno, hazte colocar en un depósito de almacenamiento y espera a que llegue una edad más heroica.

–Ya –dijo Gurgeh volviendo a sentarse–. Suponiendo que llegue alguna vez, claro... Pero creo que eso resultaría demasiado parecido al hacer trampas.

Chamlis Amalk-Ney guardó silencio y se dedicó a escuchar el sonido de la lluvia y el fuego.

–Bueno –dijo por fin–, si andas buscando novedades, Contacto es el sitio más adecuado para encontrarlas, y no hablemos ya de CE.

–No tengo ninguna intención de presentar una solicitud para que me admitan en Contacto –dijo Gurgeh incorporándose en el sofá–. Estar encerrado en una Unidad General de Contacto con un montón de filántropos fanáticos buscando bárbaros a los que educar no encaja con mi idea del disfrute o de la plenitud.

–No me refería a eso. Contacto tiene las mejores Mentes y la mejor información disponible. Quizá se les ocurra alguna idea nueva. Siempre que he mantenido alguna relación con ellos se las han arreglado para resolver los problemas. Aunque debo advertirte que se trata de un último recurso, claro...

–¿Por qué?

–Porque son una pandilla de tramposos llenos de argucias. Ellos también son jugadores, y están acostumbrados a ganar.

–Hmmm –dijo Gurgeh, y se acarició lentamente su oscura barba–. No sabría ni cómo empezar –murmuró.

–Tonterías –dijo Chamlis–. Y de todas formas yo tengo algunas conexiones en Contacto. Podría...

Una puerta se cerró de golpe.

–¡Joder, qué frío hace ahí fuera!

Yay irrumpió en la habitación sacudiéndose vigorosamente para entrar en calor. Tenía los brazos alrededor del torso y la delgada tela de sus pantalones cortos se le había pegado a los muslos. Todo su cuerpo temblaba. Gurgeh se levantó del sofá.

–Acércate a la chimenea –dijo Chamlis. Yay siguió inmóvil delante de la ventana, temblando y dejando caer gotitas de agua sobre el suelo–. No te quedes ahí mirándola –dijo Chamlis con un parpadeo de sus campos dirigido a Gurgeh–. Ve a buscar una toalla.

Gurgeh le lanzó una mirada de pocos amigos y salió de la habitación.

Cuando volvió Chamlis ya había persuadido a Yay de que se arrodillara delante del fuego. Un campo curvado sobre su nuca le mantenía la cabeza lo más cerca posible del calor de las llamas y otro campo estaba secándole el pelo. Las gotitas de agua caían de sus rizos empapados y se estrellaban sobre las piedras calientes de la chimenea esfumándose con un débil siseo.

Chamlis cogió la toalla y Gurgeh observó como la unidad la colocaba sobre el cuerpo de la joven. Gurgeh acabó apartando la mirada, meneó la cabeza y se dejó caer sobre el sofá lanzando un suspiro.

–Yay, tienes los pies sucios –dijo.

–Ah, sí. Fue una carrera magnífica.

La joven rió desde debajo de la toalla.

Yay acompañó la operación de secado con gran abundancia de bufidos, silbidos y «brr-brrs». Cuando estuvo seca se envolvió un poco mejor en la toalla y se sentó sobre el sofá doblando las piernas hasta dejarlas pegadas al pecho.

–Estoy muerta de hambre –anunció de repente–. ¿Os importa si me preparo algo para...?

–Deja, yo lo haré –dijo Gurgeh.

Salió por la puerta del rincón y apareció por el hueco el tiempo suficiente para colocar los pantalones de cuero de Yay sobre el respaldo de la silla en la que había dejado la chaqueta.

–¿De qué estabais hablando? –preguntó Yay volviéndose hacia Chamlis.

–Del por qué Gurgeh se siente a disgusto.

–¿Ha servido de algo?

–No lo sé –admitió la unidad.

Yay cogió su ropa y se vistió a toda velocidad. Después estuvo un rato sentada delante de la chimenea sin apartar los ojos de las llamas mientras la última claridad del día se iba desvaneciendo y las luces de la habitación aumentaban lentamente su intensidad.

Gurgeh entró trayendo una bandeja con bebidas y repostería.

En cuanto Yay y Gurgeh hubieron comido, los tres se embarcaron en un complejo juego de cartas del tipo que Gurgeh prefería, uno que dependía principalmente de la habilidad para farolear y muy poco de la suerte. Estaban a mitad de la partida cuando se presentaron unos amigos de Yay y Gurgeh. Su aeronave se posó sobre una extensión de césped que Gurgeh habría preferido que no fuese utilizada para aquellos fines. Los recién llegados irrumpieron en la habitación entre risas y gritos y Chamlis se retiró a un rincón cerca de la ventana.

Gurgeh se dedicó a representar el papel de buen anfitrión y se encargó de que sus invitados estuvieran lo suficientemente provistos de bebidas. Buscó a Yay con la mirada y la vio formando parte de un grupo que escuchaba a una pareja que estaba discutiendo sobre educación. Gurgeh cogió una copa de vino y fue hacia ella.

–¿Piensas acompañarles cuando se marchen? –le preguntó.

Se apoyó en el tapiz que cubría la pared y bajó la voz lo suficiente para que Yay tuviera que volverse hacia él y dejara de prestar atención a la pareja que discutía.

–Quizá –dijo ella. La luz del fuego iluminaba su rostro–. Vas a volver a pedirme que me quede, ¿no?

Yay hizo girar la copa y observó el movimiento circular del vino que contenía.

–Oh –dijo Gurgeh. Meneó la cabeza y alzó los ojos hacia el techo–. No, no lo creo... Uno acaba hartándose de repetir los mismos movimientos y oír las mismas respuestas.

Yay sonrió.

–Nunca se sabe –dijo–. Puede que algún día cambie de opinión. Vamos, Gurgeh, no deberías permitir que eso te afectara tanto... Casi estoy pensando en tomármelo como un honor.

–¿Te refieres a lo excepcional del caso?

–Mmm.

Yay tomó un sorbo de su copa.

–No te entiendo –dijo Gurgeh.

–¿Por qué? ¿Porque rechazo tus invitaciones?

–Porque nunca rechazas las invitaciones de nadie salvo las mías.

–No de una forma tan consistente.

Yay asintió y observó su copa con el ceño fruncido.

–Entonces... ¿Por qué no?

Bien. Por fin había logrado decirlo...

Yay apretó los labios.

–Porque... –dijo alzando los ojos hacia él–. Porque a ti parece importarte mucho.

–Ah. –Asintió, bajó la mirada y se frotó la barba–. Tendría que haber fingido indiferencia. –La miró a los ojos–. Yay, realmente...

–Tengo la sensación de que quieres... poseerme –dijo Yay–. Como si fuera un área o una pieza del juego. –Y, de repente, puso cara de perplejidad–. Hay en ti algo... No sé cómo expresarlo, Gurgeh. ¿Primitivo? Nunca has cambiado de sexo, ¿verdad? –Gurgeh meneó la cabeza–. Y supongo que tampoco te has acostado con ningún hombre. –Gurgeh volvio a menear la cabeza–. Ya me lo imaginaba –dijo Yay–. Eres muy extraño, Gurgeh.

Apuró su copa.

–¿Porque no encuentro atractivos a los hombres?

–Sí. –Yay dejó escapar una carcajada–. ¡Después de todo, eres un hombre!

–Entonces, ¿debería sentirme atraído hacia mí mismo?

Yay le observó en silencio durante unos momentos con una débil sonrisa aleteando en las comisuras de sus labios. Después se rió y bajó la vista.

–Bueno, físicamente no.

Sonrió y le entregó su copa vacía. Gurgeh volvió a llenarla y Yay le dio la espalda para concentrar nuevamente su atención en la pareja que seguía discutiendo.

Gurgeh dejó a Yay exponiendo apasionadamente sus opiniones sobre el lugar que la geología debería ocupar en la política educativa de la Cultura y fue a hablar con Ren Myglan, una joven a la que había conocido hacía poco. Gurgeh había albergado la esperanza de que Ren iría a visitarle aquella tarde.

Uno de los miembros del grupo había traído consigo una mascota, un enumerador proto-consciente estigliano que iba y venía por la habitación contando entre murmullos. El esbelto animal de tres miembros cubierto de vello rubio llegaba a la cintura de una persona normal y no tenía ninguna cabeza discernible, pero sí montones de abultamientos esparcidos por su cuerpo. El enumerador empezó contando personas y llegó a la conclusión de que había veintitrés humanos en la habitación. Después empezó a contar los artículos del mobiliario y acabó concentrándose en las piernas, tarea que le acabó llevando hasta donde estaban Gurgeh y Ren Myglan. Gurgeh bajó los ojos hacia el animal. El enumerador le estaba contemplando los pies mientras agitaba los miembros más o menos en dirección a sus zapatillas. Gurgeh lo apartó con la punta del pie.

–Digamos que seis –murmuró el enumerador, y se marchó.

Gurgeh siguió hablando con Ren.

Unos cuantos minutos de conversación aproximándose un poquito más a ella de vez en cuando hicieron que Gurgeh lograse estar lo bastante cerca para hablarle en susurros al oído, y no tardó en alargar el brazo por detrás de Ren para deslizar los dedos a lo largo de su columna vertebral, sintiendo la caricia sedosa de los pliegues del vestido que llevaba puesto.

–Dije que me iría con los demás –murmuró Ren.

Bajó la vista, se mordió el labio inferior y se llevó una mano a la espalda apretando la mano de Gurgeh, quien había empezado a acariciarle el comienzo de las nalgas.

–¿Un grupo de lo más aburrido y un cantante que actuará para todo el mundo? –la riñó suavemente Gurgeh sin alzar la voz. Apartó la mano y le sonrió–. Tú mereces un poco más de atención individualizada, Ren.

Ren rió en silencio y le apartó con el codo.

Acabó saliendo de la habitación y no volvió. Gurgeh fue hacia Yay, que estaba gesticulando animadamente mientras defendía los atractivos de la existencia en islas magnéticas flotantes, pero antes de llegar a ella vio a Chamlis inmóvil en un rincón ignorando concienzudamente a la mascota trípeda, que parecía fascinada por la unidad e intentaba rascarse uno de sus numerosos bultos sin caer de espaldas. Gurgeh alejó al enumerador y estuvo un rato hablando con Chamlis.

Los invitados acabaron marchándose blandiendo botellas y unas cuantas bandejas de golosinas requisadas. La aeronave despegó con un siseo y se perdió en la noche.

Gurgeh, Yay y Chamlis terminaron su partida de cartas. Gurgeh ganó.

–Bueno, tengo que irme –dijo Yay. Se puso en pie y se estiró voluptuosamente–. ¿Chamlis?

–Yo también. Iré contigo. Podemos compartir un vehículo.

Gurgeh les acompañó hasta el ascensor de la casa. Yay se abotonó la chaqueta y Chamlis se volvió hacia Gurgeh.

–¿Quieres que les diga algo a los de Contacto?

Gurgeh había estado contemplando con expresión distraída el tramo de escalones que llevaba a la parte principal de la casa y se volvió hacia Chamlis con cara de perplejidad. Yay hizo lo mismo.

–Oh, sí –dijo por fin, sonriendo. Se encogió de hombros–. ¿Por qué no? Veamos si quienes nos superan en ingenio saben dar con alguna solución que se nos haya pasado por alto. ¿Qué puedo perder?

Se rió.

–Me encanta verte feliz –dijo Yay, y le dio un breve beso en los labios. Entró en el ascensor y Chamlis la siguió. Yay miró a Gurgeh y le guiñó el ojo un segundo antes de que se cerrara la puerta–. Dale recuerdos a Ren –dijo sonriendo.

Gurgeh contempló la puerta del ascensor durante unos momentos, meneó la cabeza y sonrió. Volvió a la sala. Un par de robots manejados a control remoto por la casa ya se estaban encargando de la limpieza. Todo parecía encontrarse en su sitio, tal y como debía estar. Fue al tablero colocado entre los dos sofás donde había jugado la partida de Despliegue con Yay y colocó una de las piezas en el centro del hexágono de partida. Después se volvió hacia el sofá en el que se había sentado Yay cuando regresó de hacer ejercicio. Su cuerpo había dejado una mancha de humedad que ya se estaba desvaneciendo, un retazo de negrura casi imperceptible sobre la oscura superficie del sofá. Gurgeh alargó la mano lentamente, la puso sobre la mancha de humedad, se olisqueó los dedos y sonrió. Cogió un paraguas y fue a inspeccionar los daños producidos en el césped por el aterrizaje de la aeronave, y acabó volviendo a la casa. La luz que brillaba en la achaparrada torre principal le indicó que Ren estaba esperándole.

El ascensor bajó doscientos metros por la montaña y empezó a internarse en el lecho de roca que había debajo de ella. Redujo la velocidad para atravesar una compuerta rotatoria y fue descendiendo lentamente por el metro de material de base ultradenso hasta detenerse en una galería de tránsito situada debajo de la Placa Orbital. Un par de vehículos subterráneos esperaban el momento de ponerse en marcha y las pantallas sintonizadas con el exterior mostraban los rayos de sol que caían sobre la base de la Placa. Yay y Chamlis subieron a un vehículo, le dijeron dónde querían ir y se sentaron. El vehículo se activó, giró sobre sí mismo y empezó a acelerar.

–¿Contacto? –preguntó Yay volviéndose hacia Chamlis. El suelo del vehículo ocultaba el sol y las estrellas brillaban con su gélido resplandor más allá de las pantallas laterales. El vehículo dejó atrás varias estructuras del equipo vital pero casi siempre enigmático e incomprensible que se hallaba debajo de todas las Placas–. ¿Estoy equivocada o he oído mencionar el nombre del gran espantajo?

–Le sugerí la posibilidad de hablar con los de Contacto –replicó Chamlis.

La unidad flotó hacia una pantalla. La pantalla se desprendió sin dejar de mostrar el paisaje exterior y fue subiendo por la pared del vehículo hasta revelar el decímetro de espacio que su grosor había estado ocupando en la piel del vehículo. El sitio donde había estado la pantalla que fingía ser una ventana se convirtió en una auténtica ventana; una transparente superficie cristalina con el vacío y el resto del universo al otro lado. Chamlis contempló las estrellas.

–Pensé que quizá ellos tuvieran alguna idea..., algo que pudiera distraerle.

–Creía que procurabas no mantener ningún tipo de relación con los de Contacto.

–Normalmente sí, pero conozco a varias de sus Mentes. Aún tengo algunas conexiones... Creo que puedo confiar en ellas.

–Yo no estoy tan segura –dijo Yay–. Todos nos estamos tomando este asunto terriblemente en serio. Ya se le pasará. Tiene amigos. Mientras siga rodeado de gente... Bueno, no creo que vaya a ocurrirle nada demasiado grave.

–Hmmm –dijo la unidad. El vehículo se detuvo junto a uno de los tubos que llevaban al pueblo donde vivía Chamlis Amalk-Ney–. ¿Te veremos en Tronze? –preguntó volviéndose hacia Yay.

Other books

Snow Crash by Neal Stephenson
Six Crises by Richard Nixon
Don't Look Behind You by Mickey Spillane
Slow Burning Lies by Kingfisher, Ray
Blood and Gold by Anne Rice
Never an Empire by James Green
Salt by Colin F. Barnes
La senda del perdedor by Charles Bukowski