Read El laberinto de la muerte Online

Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (31 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
6.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La monja la escoltó hasta la sala. Todos los pacientes eran hombres, porque «las mujeres habitualmente se curaban a sí mismas». La mayoría de ellos sufría de congestión pulmonar, causada —según dijo la enfermera— por vivir en un terreno bajo el cual llegaban las emanaciones insalubres del río.

Al pasar junto a tres ancianos que servían a Wolvercote, sin tomarse la molestia de bajar la voz, la enfermera habló.

—Están desnutridos. Lord Wolvercote descuida vergonzosamente a sus aldeanos. Desde que se derrumbó la iglesia, no tienen siquiera un lugar donde rezar. Gracias a Dios, nosotras estamos cerca.

Adelia y la hermana Jennet pasaron luego por otra cama, donde una monja aplicaba compresas con agua templada en la oreja de un paciente.

—Un principio de congelación —observó la enfermera.

Con agudo sentimiento de culpa, Adelia reconoció a Oswald, el soldado de Rowley. Lo había olvidado, pese a que, a la par de Mansur, había impulsado con la pértiga la barca que el convento enviara a Wormhold. Walt estaba sentado junto a su cama. Al verla, se tocó la frente a modo de saludo.

—Lo lamento —dijo Adelia—. ¿Es grave?

Oswald frunció el ceño. A juzgar por su aspecto, lo era. En la curva de la oreja se habían formado ampollas oscuras. A primera vista, de su cabeza parecían brotar hongos.

—Fue por no llevar puesta la capucha, como hicimos nosotros, ¿verdad, señora? —preguntó Walt, con tono jovial. Las penurias compartidas en el bote habían creado un vínculo entre ellos.

Adelia le sonrió.

—Nosotros fuimos afortunados.

—Estamos siempre atentos a esa oreja —afirmó la hermana Jennet, también con tono alegre—. Como suelo decirle a Oswald, puede quedarse allí, o caer. Sigamos.

La cama de Poyns aún estaba rodeada de mamparas. La finalidad primordial no era otorgarle privacidad, sino evitar que contagiara sus desagradables modales de mercenario al resto de los enfermos de la sala.

—Sin embargo, debo decir que no ha pronunciado una palabrota desde que llegó, lo cual es extraño en un flamenco —comentó la enfermera, y sin dejar de hablar, apartó la mampara—. No puedo decir lo mismo de su amigo —agregó, señalando a Cross, que estaba allí de visita.

—No somos flamencos —dijo Cross con fastidio.

Adelia no fue autorizada a revisar la herida. El doctor Mansur ya se había ocupado de hacerlo y se había declarado satisfecho.

El muñón estaba bien vendado y después de olerlo la médica comprobó que no había indicios de infección. Mansur la había auxiliado en muchas operaciones y estaba en condiciones de reconocer cualquier síntoma de gangrena.

Poyns estaba pálido, pero no tenía fiebre y comía bien. Por un instante Adelia se permitió jactarse de su logro con el orgullo de un pavo real, sin dejar de maravillarse por el coraje de los seres humanos. Luego preguntó por Dakers, otro ser al que había abandonado, y del cual se sentía responsable.

—La enviamos al calefactorio —dijo la hermana Jennet, como si se refiriera a un objeto—. No podía permitir que permaneciera aquí; ya se había recuperado y asustaba a mis pacientes.

• • •

En los monasterios el calefactorio solía utilizarse como
scriptorium
, es decir, el lugar donde los monjes pasaban sus días copiando manuscritos mientras los braseros atentamente vigilados evitaban que el frío entumeciera sus pobres dedos. Sin embargo, en Godstow solo se encontraban allí la hermana Lancelyne y el padre Paton —Adelia había olvidado por completo al secretario de Rowley—, que había llegado sorpresivamente. Ambos escribían, aunque no libros. La débil luz del sol invernal iluminaba sus cabezas inclinadas y los documentos con grandes sellos sujetos con cintas que cubrían el escritorio frente al cual estaban sentados.

Adelia se presentó. El padre Paton levantó la vista, la miró extrañado y luego asintió. Él también la había olvidado.

A la hermana Lancelyne le encantaba conversar con el visitante. Era la clase de persona a quien solo le interesaba hablar de literatura. Y aparentemente no sabía que Rowley había desaparecido.

—Sois parte del séquito del obispo, ¿verdad? Os ruego que hagáis llegar mi gratitud a Su Ilustrísima por habernos cedido al padre Paton. ¿Qué sería de mí sin este caballero? Había prometido que organizaría nuestro cartulario y establecería un criterio de ordenamiento, pero la tarea superó mis capacidades. Afortunadamente Su Ilustrísima envió un Hércules a estos establos de Augías.

La comparación entre Hércules y el padre Paton era encantadora. También lo era la hermana Lancelyne, una mujer anciana, pequeña, con aspecto de gnomo y ojos brillantes y vidriosos como los de un sapo. Y también aquella sala, cuyas paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo por estantes llenos de rollos de escrituras y estatutos que mostraban los bordes desordenados, que debían ser sellados.

—Orden alfabético es lo que necesitamos, y un calendario que nos señale en qué fechas debemos recibir los diezmos, cobrar los arrendamientos… Veo que prestáis atención a nuestro libro.

El libro al cual se refería la hermana Lancelyne era el único: un tomo delgado, encuadernado con piel de becerro. Habían destinado un estante forrado con terciopelo, como un alhajero, solo para él.

—Tenemos un Nuevo Testamento, por supuesto —dijo la religiosa a modo de disculpa, dado que el convento carecía de biblioteca—. Y un breviario. Ambos se encuentran en la capilla, pero…, oh, Dios… —exclamó, al ver que Adelia se dirigía al libro. No obstante, cuando comprobó que sujetaba el lomo delicadamente entre el pulgar y el índice para sacarlo del estante, dio un suspiro de alivio—. Veo que sabéis valorar los libros. Muchas personas los inclinan desde arriba con el índice y los destrozan.

—Boecio —dijo Adelia, complacida—. «Oh, felices los hombres si el amor que rige los astros gobernara también los corazones».


Omnis igitur beatus deus
: «para acceder a la beatitud, transformarse en dioses» —dijo la hermana Lancelyne con regocijo—. Fue encarcelado por decir esto.

—Y condenado a muerte, lo sé. Pero, como mi padre adoptivo suele decir, si no hubiera sido encarcelado, nunca habría escrito
Consolación de la filosofía
.

—Nosotras solo tenemos aquí el
Fides et ratio
—explicó la monja—. Anhelo… no,
mea culpa
, codicio las obras restantes tanto como el rey David deseaba a Betsabé. La biblioteca de Eynsham posee una versión completa de la
Consolación
. Me atreví a enviar una nota al abad pidiéndola prestada para copiarla, pero él me respondió que era un objeto demasiado valioso. No cree que las mujeres puedan ser eruditas y, por supuesto, no podemos culparlo.

Adelia no era una erudita —sus lecturas abarcaban prioritaria y obligadamente los temas relacionados con su profesión—, pero tenía en alta estima a quienes poseían erudición. A través de las conversaciones con su padre adoptivo y con Gordinus, su tutor, había accedido a las obras de pensamiento; en ellas había vislumbrado un brillante sendero hacia la elevación personal y se había prometido estudiarlas en profundidad algún día. Entretanto, le agradaba descubrirlas allí, entre los estantes y el olor del pergamino, y lo mismo le sucedía con respecto a la ardiente sed de conocimiento de aquella anciana diminuta.

Con sumo cuidado colocó el libro en su estante.

—Esperaba encontrar aquí a la señora Dakers.

—Otra persona que me brinda mucha ayuda —dijo alegremente la hermana Lancelyne, señalando una figura encapuchada, en cuclillas, medio oculta por los estantes.

Los copistas habían entregado al ama de llaves de Rosamunda un cuchillo para afilar las plumas de ganso que se encontraban a su lado; Dakers tenía una en la mano y los restos del cálamo se desparramaban en su falda. Se trataba de una ocupación inofensiva, que seguramente había realizado cientos de veces para Rosamunda. No obstante, a Adelia le hacía pensar en un desmembramiento. Fue hacia la mujer y se acuclilló junto a ella. Los dos escribas habían reanudado su tarea.

—Señora, ¿recordáis quién soy?

—Os recuerdo —respondió Dakers, mientras seguía manipulando rápidamente el cuchillo sobre el extremo de la pluma.

Se la veía algo recuperada y descansada, menos pálida. Seguramente había comido y dormido. Sin embargo, ninguna cuota de bienestar era suficiente para abultar la piel que cubría su esqueleto o para lograr que olvidara el odio: aún brillaba en sus ojos, concentrados en el trabajo.

—¿Todavía no habéis encontrado al asesino de mi querida señora? —preguntó.

—No. ¿Sabéis que Bertha ha muerto?

Dakers estiró los labios y enseñó los dientes: lo sabía y se alegraba.

—Invoqué a mi amo para que la castigara, y lo hizo.

—¿Quién es vuestro amo?

Dakers giró la cabeza. Adelia pudo ver claramente su rostro, semejante a un osario.

—Solo hay uno, el Único.

• • •

Cross la esperaba fuera. Caminó a su lado, a grandes zancadas.

—Y bien, ¿qué van a hacer con Giorgio? —preguntó, con tono agresivo.

—¿Quién? Oh, Giorgio. En fin, supongo que las monjas lo enterrarán —respondió Adelia mientras pensaba que los cadáveres se acumulaban en Godstow.

—¿Dónde? Quiero que lo entierren como es debido. Giorgio era un cristiano.

«Y un mercenario», pensó Adelia. Por lo tanto, las religiosas lo incluían entre las personas que habían renunciado al derecho de recibir cristiana sepultura.

—¿Habéis hablado con las monjas?

—No sé hablar con ellas —replicó Cross. Las religiosas lo intimidaban—. Vos podríais hacerlo.

—¿Por qué debería hacerlo yo? —dijo Adelia, indignada por la evidente descortesía de aquel hombre.

—¿Sois siciliana, verdad? Eso dijisteis. También Giorgio era siciliano, de modo que os corresponde velar por que sea enterrado como se debe, con un sacerdote y la bendición de…, ¿cómo se llamaba esa santa a la que cortaron los pechos?

—Supongo que os referís a santa Águeda —dijo Adelia con frialdad.

—Sí, ella. —Cross sonrió con lascivia. Sus desagradables rasgos se arrugaron—. ¿Aún los exhiben cuando se celebra su día?

—Me temo que sí.

Si bien Adelia siempre había considerado que se trataba de una costumbre lamentable, en Palermo el martirio particularmente horroroso de la pobre santa Águeda todavía se conmemoraba con una procesión, en la cual se exhibía una réplica de los senos cercenados, que, colocados en una bandeja, se asemejaban a pequeños pasteles con pezones.

—Decidles que Giorgio siempre recordaba a santa Águeda.

Adelia abrió la boca para decirle algo a él, pero se detuvo al ver los ojos del mercenario. El hombre sufría por la muerte de su amigo, así como había sufrido por Poyns. Tenía ante sí un ser humano, aunque fuera torpe.

—Lo intentaré.

—Lo lograréis.

En la vasta extensión de campo que se veía más allá del granero, uno de los sirvientes de librea de Wolvercote caminaba de un lado a otro frente a la torre cónica que servía de cárcel. Adelia no logró adivinar a quién vigilaba. Aún más lejos, el herrero del convento golpeaba el hielo del estanque para abrir un agujero a través del cual unos patos afligidos podrían llegar al agua. Unos niños, presumiblemente sus hijos, se deslizaban por los bordes del estanque sobre unos patines de hueso sujetos a sus zapatos con correas. Ella se detuvo a observarlos, añorante. Había comenzado a gozar del patinaje poco tiempo antes, durante su primera temporada invernal en los pantanos, donde los ríos congelados formaban rampas y pistas. Ulf le había enseñado, la gente del lugar sabía patinar y esquiar maravillosamente.

Se imaginó deslizándose libremente, alejándose de allí, dejando que los muertos sepultaran a los muertos. Pero aunque hubiera podido hacerlo, no podía marcharse mientras la persona que había colgado a Bertha de un gancho, como si fuera un trozo de tocino, permaneciera en libertad.

—¿Sabéis patinar? —preguntó Cross.

—Sí, pero no tengo patines.

Mientras se acercaban a la iglesia, una docena de monjas encabezadas por la priora salieron por la puerta como una hilera de grajillas decididas y disciplinadas y atravesaron el portal del convento para dirigirse al puente. Una de ellas empujaba un carro de dos ruedas. Un número considerable de habitantes de Godstow correteaba expectante detrás de ellas. Entre el grupo, Adelia distinguió a Walt y a Jacques, y se unió a ellos. Cross la siguió. Cuando pasaron por la residencia de huéspedes, Gyltha, con Allie en sus brazos, bajó los peldaños junto a Mansur.

—No quiero perderme esto —dijo.

En el portal, se oyó claramente la voz de la priora Havis.

—Fitchet, abrid paso y traedme un cuchillo.

Para facilitar el tráfico entre la aldea y el convento, se había cavado un sendero en la nieve que cubría el puente. Todos se preguntaban por qué motivo lord Wolvercote había creído necesario apostar un centinela, dado que ese sendero no conducía a ningún otro lugar. Pero allí estaba y, al ver a la bandada de mujeres con trajes oscuros, tocados y cruces en el pecho, de todos modos consideró necesario preguntar:

—¿Adónde vais?

La priora avanzó hacia él tal como Cross había avanzado hacia su compañero la noche anterior. Adelia creyó que iba a golpearlo, pues parecía capaz de hacerlo. En cambio, con el dorso de la mano apartó su pica y siguió su camino.

—Amigo, yo no me quedaría allí —aconsejó Fitchet al centinela, solidarizándose con él—. Hay que ser prudente cuando se trata de los asuntos de Dios.

En el momento en que había divisado los cuerpos desde el bote, Adelia tenía mucho frío y estaba muy asustada y preocupada. No podía detenerse a pensar en la manera en que los habían ahorcado. Solo conservaba el recuerdo de unos pies que se balanceaban.

Ahora lo comprendía claramente. Los dos hombres, con los brazos amarrados, habían permanecido de pie en el puente mientras les ponían sendos lazos al cuello y sujetaban el otro extremo de la cuerda a los pilares del puente. Luego los habían empujado hacia el otro lado de la balaustrada.

Los puentes eran un valioso medio para comunicar a las personas, no debían utilizarse como horcas. Adelia lamentó que Gyltha hubiera llevado consigo a Allie. No deseaba que su hija viera esa escena. Sin embargo, la pequeña miraba arrobada el paisaje que la rodeaba, mucho más bello que los callejones del convento por donde a diario la llevaban de paseo. El puente formaba parte de un retablo blanco. Se reflejaba nítidamente en la superficie lisa del río y en el extremo donde se encontraba el molino, el hielo había formado columnas esculpidas. La rueda del molino permanecía inmóvil y los carámbanos le daban un brillo deslumbrante.

BOOK: El laberinto de la muerte
6.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Confessions of a Mask by Yukio Mishima
Destroyer of Light by Rachel Alexander
Once Upon a Christmas by Morgan, Sarah
WinterofThorns by Charlotte Boyett-Compo
The Gay Icon Classics of the World by Robert Joseph Greene
Strings Attached by Mandy Baggot
Archer's Quest by Linda Sue Park