Krastiva frunció el ceño en un gracioso mohín y entonces comprendí que no le gustaban los enigmas del austríaco. Pero no había más remedio que seguirlo. El sabía dónde se encontraba en todo momento y lugar.
Dejamos a un lado la hacienda y proseguimos internándonos por el dédalo de amplias avenidas que circundaban el núcleo principal de aquella asombrosa ciudad subterránea.
Si tanta prisa tenía el austríaco, me pregunté por qué no íbamos directos por la avenida central, tan claramente trazada; pero me abstuve de pronunciarme al respecto.
Nuestros ojos amenazaban con salírsenos de las cuencas; tal era el estupor que sentíamos. A nuestro alrededor había un conjunto monumental de edificaciones en perfecto estado, casas que debían contar al menos con cerca de cuatro mil años de antigüedad. Eran edificios que aún se alzaban orgullosos como un complejo arquitectónico del más puro Egipto clásico. Parecía que estábamos metidos de lleno en el túnel del tiempo… Además, daba la impresión de que, de un momento a otro, un escriba, un artesano o cualquier otro humano típico de aquella cultura iba a salir de uno de sus portales camino de sus obligaciones diarias.
Miré al «cielo» y pude ver una techumbre amarronada y brillante que, a modo de faraónica cúpula pétrea, cubría cuanto mis ojos podían abarcar. Sin duda la realidad superaba con mucho a la ficción de las leyendas. ¿Quién hubiera podido imaginar un mundo como aquel, paralelo al de la superficie, donde el tiempo reposaba dormido en espera de que alguien fuera capaz de resucitarlo a la vida?
—¿Cómo va tu herida? —Mientras me preguntaba, ella tocó suavemente con sus dedos mi oreja izquierda dañada—. Parece que la hemorragia ha cesado. Habrá que limpiarla en cuanto podamos.
—Creo que el polvo ha taponado el arañazo de la bala. No me moriré por ello —respondí displicente.
Por toda respuesta, Krastiva sacó de su bolsa un pañuelo de papel, lo mojó en su propia saliva y con el mismo cuidado de quien mima a un bebé limpió concienzudamente la zona herida.
—Mmm, estate quieto… Así, sé chico bueno y no te muevas que ya acabo —me sugirió con su aterciopelada voz.
Sentí de nuevo su aliento cálido sobre mi cuello y una sensación de ardor interno se apoderó de mí. Aquella mujer me hacía perder el control. Es más, dentro de mi cuerpo una vibración placentera me hizo estremecer y temblé como un niño deseando que se acercase más y más.
Casi podía sentir cómo su saliva penetraba en el cartílago y se unía a mi ADN para quedarse allí, como un recuerdo perfumado del que ya no podría prescindir jamás. La miré temeroso, de reojo. Creo que ella lo percibió y sonrió cohibida. No sé la razón, pero siempre somos los hombres los que temblamos ante el placer, frente a ese deseo vehemente que nos resistimos en llamar «amor».
—¿Te duele? —preguntó con dulzura mi dama.
—No, qué va… Ya me había olvidado. —Levanté los hombros como prueba de indiferencia ante el dolor físico si ella me miraba con aquellos ojos.
Lo cierto es que en aquel momento la herida me escocía como si mil demonios me mordieran el lóbulo. Resistí a pesar de que más que la herida en sí, lo que más me dolía era el hecho de no poder abrazarla allí como un náufrago a un mástil en pleno océano. Soñaba despierto en recorrer sus curvas de vértigo con mis dedos, explorar su cuerpo prieto y joven para poseerla allí mismo, con desbordada pasión. Ella podría experimentar una sensación de placer tan aguda que lanzaría entrecortados gritos hasta alcanzar su mejor orgasmo.
Reconozco que entonces mi cabeza desvariaba en una confusión de sensaciones sexuales y sentimientos de infinita ternura que nunca había tenido anteriormente juntos frente a una mujer. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, decidí cambiar el inquietante rumbo de mis pensamientos antes de que lanzara a sobarla como un poseso, y de ese modo pude retornar con educación a la delicada realidad. Lo contrario, pues eso habría supuesto quedarme luego descompuesto por la vergüenza. Era un caballero residente en Londres y había que comportarse como tal.
Escuché una risa cavernosa y queda que fulminó mis cavilaciones. Una vez más, era Isengard rompiendo el encanto de la proximidad física de la increíble hija de Rusia.
—¿Ya estáis otra vez con tonterías de jóvenes? Prestad más atención a lo que tenemos delante… Estamos llegando —informó hosco.
—¿Adónde? —inquirí un tanto turbado.
—Pues al palacete anexo al templo de Amón-Ra, que no te enteras, Alex. Desde hace un rato parece que no estás en este mundo… Es allí donde residía el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
Pasé por alto su mordaz comentario. Me encontraba tan bien con mi chica al lado…
—Por eso hemos dado este rodeo —dedujo ella tras sacudir la cabeza.
—Así es, querida. No se puede entrar por otro sitio…
¡Ved!
Nos señaló un gran pilono, algo más alto que los que conformaban el conjunto del templo y en medio del cual se abría un umbral sin puertas.
—No hay puerta —dije al fin. Comprendí que debía poner interés por todo aquello.
—No es necesaria —repuso Klug—. El poder del gran sumo sacerdote es aquí tan potente que quien intentase penetrar sin autorización moriría.
Me pareció que se trataba de una leyenda más, tal como las maldiciones de los faraones muertos.
Desde fuera el templo parecía mucho más pequeño. Traspasamos el umbral en pos del vienés y nos encontramos en una sala hipóstila cuyas gruesas columnas, coloreadas, sujetaban un techo de arquitrabe de vigas de piedra y madera, bajo el cual, ocupando prácticamente la totalidad del suelo, se hallaba un estanque de aguas cristalinas. En medio de éste vimos la cabeza de un gran carnero con las dos plumas de Amón y el disco solar sobre su testa. Expulsaba un poderoso chorro de agua que turbaba la quietud del lugar con su gorjeo, así como la tranquilidad del estanque.
—Estamos en el jardín del palacio del gran sumo sacerdote —anunció Isengard en tono grandilocuente—. Esa rampa conduce a sus aposentos privados, a su cámara de meditación. —Señaló ante él, con la cabeza.
Krastiva y yo, al contrario que el anticuario, que daba la impresión de regresar a su casa por el modo en que se movía en aquel laberinto, teníamos la sensación de estar profanando el secreto sagrado de un dios… ¿muerto?
Una sucesión de rampas, escoltadas por paredes pulidas, pintadas con escenas religiosas del dios que se suponía moraba allí, nos fue conduciendo a lo alto del edificio. El ambiente estaba limpio, se respiraba bien; pero según íbamos ascendiendo comenzamos a percibir, cada vez más, el olor del incienso quemándose mezclado con especias olorosas que dispensaban un aroma embriagante.
El rostro de mi cliente se iba ensombreciendo por momentos, y yo creía saber ya la razón.
Ésta nos esperaba al final de la escalera.
Una puerta de madera, sobre la que caía una raída cortina de un color indefinido, ya comida por el moho, apareció al final de la escalera, anunciándonos el fin de nuestra ruta.
Klug respiró hondo, como para armarse de valor, y tras mirarnos un instante, dio un paso adelante. De un enérgico tirón arrancó los restos del cortinaje, que soltaron una nube de polvo que nos hizo toser, para después, con sus manos de dedos gordezuelos, empujar las hojas de madera. Contra todo pronóstico, éstas se abrieron en silencio como si sus goznes se hallaran recién engrasados, sin emitir ningún chirrido.
Una imagen realmente fantasmal, como la puesta en escena de una tragedia de un tiempo muerto en el ayer muy lejano, se ofreció a nuestros ojos. Un ramalazo de tensión recorrió mi espinazo al recordar el sueño que había tenido cuando nos hallábamos presos del cardenal Scarelli y de sus «gorilas», el cual ya había olvidado por completo. Ahora se encontraba relegado al ostracismo en algún oscuro lugar de mi mente.
Las paredes de la cámara, ni grande ni pequeña, estaban forradas de oro puro, con hermosos relieves que fuimos recorriendo con la mirada puesta tras los haces de nuestras correspondientes linternas. La fastuosa estancia relumbraba como si de pura energía estuviera hecha. En el centro se adivinaban, por sus siluetas, las figuras de dos personas sentadas, una frente a la otra, como si conversaran. Estaban inmóviles, hieráticas.
Klug cogió entonces algo de encima de los muebles, que más se adivinaba que se veía, y lo frotó hasta conseguir un fuego con el que prendió los hachones que flanqueaban la puerta que acabábamos de franquear.
Una oleada de luz anaranjada invadió la cámara y nuestros ojos pugnaron por salirse de las órbitas ante la gran sorpresa que nos aguardaba. Dos hombres, sin duda de la antigua raza egipcia, de piel ligeramente aceitunada, como si el tiempo los hubiera cubierto con una pátina protectora, perfectamente conservados y vestidos con las túnicas, ambas idénticas —de lino blanco, impolutas, ceñidos sus lomos con cinturones hechos de hilos de oro y cubiertos su pelados cráneos con sendos capacetes de igual metal precioso de color amarillo brillante—, como si de dos gemelos se tratara, de gran sumo sacerdote de Amón-Ra, se mostraron ante nosotros sentados uno ante el otro, frente a frente. Sus ojos abiertos brillaban con un color miel claro. Parecían vivos… Me pregunté ipso facto si en aquella cámara se habría creado un microclima que los había permitido resistir a la descomposición.
Se miraban…
Krastiva, que había permanecido todo el rato agarrada a mi brazo izquierdo, igual que una lapa, señaló a los dos ocupantes con una inclinación de cabeza. Luego, con voz trémula por la intensa emoción que sentía, nos indicó:
—Mirad sus manos… ¿Qué sujetan?
Cautelosos, nos acercamos a los misteriosos personajes, temiendo que un simple soplo convirtiese aquellos cuerpos en polvo. Así, con gran cuidado, usando las palmas de las manos casi sobre el aire, removimos la fina capa de polvo que cubría lo que las cuatro palmas de sus manos sujetaban celosamente.
El de Viena cerró los ojos un instante y yo lo imité, al comprender su gesto, y ambos a la vez, soplamos después suavemente. Nuestros alientos barrieron los restos de polvo y una superficie dorada, sin signo alguno, se dejó ver al fin.
—Parece… —interrumpí la frase.
—Una carpeta de oro —añadió la rusa.
—Lo es —dijo Klug en tono impersonal, pero sonriendo a continuación satisfecho. Lo miramos con la sorpresa pintada en nuestras caras.
—¿Lo es? —repetí, aún incrédulo.
—Ahí dentro, entre las dos planchas de oro que la componen, está el papiro negro… —Lo señaló con la penetrante mirada—. Es el que Nebej trajo de nuevo a la ciudad-templo de Amón-Ra. Es el que nadie ha logrado descifrar…
Acto seguido puso las yemas de sus dedos en dos puntos equidistantes de la placa superior y me pidió con voz queda:
—Empuja suavemente las placas y se deslizarán hacia mí. Atento a mi señal.
Todavía no sé por qué le obedecí. Sentí una gran sensación al ver cómo la carpeta de oro resbalaba bajo las manos extendidas, puestas boca abajo de los milenarios sacerdotes, para ir a las de Klug. Éste la tomó como si en realidad fuese algo sagrado; y es que todos empezábamos a creer que así era.
A la luz de los hachones vimos el rostro del anticuario; parecía transfigurado por la intensidad de sus elevados pensamientos. Miró con reverencia a uno de los antiguos egipcios.
—Al fin, padre, al fin lo tengo —musitó emocionado—. Y traigo conmigo a quien lo comprenderá.
En un momento, como si los dos sacerdotes le hubiesen oído, dejaron caer sus manos, que quedaron sobre la superficie de la mesa a la que se sentaban. Supongo que fue a causa de la gravedad… o quizás no.
Krastiva y yo observamos perplejos la escena, como ajenos a lo que allí se estaba desarrollando. Isengard se acercó a nosotros y desplegó las dos planchas.
Comprobamos que una superficie de textura suave, negra como el carbón y salpicada de símbolos de oro en relieve, apareció en su interior.
Nervioso, me mordí la lengua antes de hablar.
—Veo símbolos egipcios… ¿O no? —pregunté con cierto escepticismo.
Isengard negó con la cabeza.
—Sólo algunos, y muy antiguos por cierto. Otros no sabemos a qué pueblo pertenecen —aclaró Klug con voz grave.
—Yo diría que es hebreo —afirmé, arrugando enseguida la nariz como un sabueso al uso—, hebreo de un tiempo que quizás es incluso anterior al éxodo de Egipto.
Al anticuario se le iluminó la cara.
—¿Lo conoces? —me preguntó de inmediato.
Vi que sus ojos brillaron codiciosos, como si tuviesen entre sus dedos el mapa criptográfico de un tesoro de incalculable valor. No sabía entonces cuán cerca estaba de la verdad.
Sonaron unas manos que no eran las nuestras. Aplaudían…
—¡Bravo! ¡Bravísimo, amigos! —Se escuchó el meloso acento italiano de alguien.
Volvimos al unísono las cabezas y el austríaco palideció como si le hubiesen sacado hasta la última gota de sangre. Yo, por mi parte, me llevé una de las mayores sorpresas de mi vida.
—¡Pietro Casetti! —exclamé asombrado—. Si está muerto… —añadí, ahora a media voz, completamente anonadado por la novedad. Era la persona que menos esperaba encontrar allí.
El aludido sonrió débilmente.
—Eso quería yo que creyeran mis enemigos. —Miró a Klug de forma inquisitoria—, pero aquí estáis. —Abrió los brazos.
Fue entonces cuando me percaté de que el «resucitado» vestía de igual forma que los dos grandes sumos sacerdotes muertos. Ya no tenía su larga melena prendida en una coleta. Ahora lucía otro capacete de oro y su túnica blanca de lino se removía a causa de la suave corriente de aire.
—Usted era quien nos precedía —dedujo en voz alta Krastiva, pero con un tono tranquilo y suave.
—Así es. —Esbozó una sonrisa mordaz—. Se lo dejé fácil a su amigo austríaco.
Aún aturdido por semejante novedad, le repliqué a mi otro cliente:
—Pero… pero ¿qué buscaba? ¿Y por qué todo esto? ¿Y la fortuna que me dejó? Supongo que es por esto. —Señalé el papiro negro con mi índice derecho.
—¡Cómo! —exclamó el italiano—. Pero ¿aún no lo ha supuesto? Usted, amigo mío, es la clave de todo… Sólo usted puede descifrar el enigma. Ni yo, como gran sumo sacerdote de Amón-Ra, con el poder añadido que este puesto me otorga, puedo desentrañarlo.
La sorpresa me hizo abrir mucho los ojos.
—¿Yo? Pero si sólo soy un profesional de…
Casetti hizo un enérgico ademán de rechazo con una mano.