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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (69 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Nemenhat mientras se descolgaba por el balcón y caía de nuevo al jardín. Min le miró un instante y ambos abandonaron el lugar.

La cara de Ankh se encontraba desencajada por el sufrimiento. Aquellas tormentas de arena le afectaban de una manera atroz pues desde pequeño sufría de problemas en las vías respiratorias, siendo para él un suplicio el poder respirar. Todo aquel polvo que se suspendía en el ambiente como sujeto por infinitos hilos, se le pegaba a la garganta haciéndole padecer terriblemente sintiendo, en ocasiones, que se ahogaba.

Abrió las persianas de su habitación al ver que el aire se había aclarado un poco, intentando así renovar la atmósfera del interior. Todavía había el suficiente polvo como para que le resultara sumamente molesto, pero el tiempo parecía haber mejorado y decidió dejar entreabierta la ventana.

Después de haber pasado varias noches sin poder conciliar el sueño, se tendió sobre su cama y al rato se quedó dormido. Cayó en un inexplicable sopor, algo extraño para una persona que, como él, solía tener el sueño ligero; pero quizás el cansancio de noches anteriores pudo más que su naturaleza, produciéndole un profundo letargo. Tuvo un sueño desagradable, repleto de situaciones inconexas que resultan indefinibles cuando uno despierta. Sombras que se desplazaban por la habitación, susurros de voces extrañas, y luego una luz; la débil luz de una pequeña bujía que creaba distorsionadas formas al proyectarse sobre la pared.

Pero había alguien más en el dormitorio velando su sueño, vigilando su acompasada respiración, suave y callada. Inexplicable fantasía aquella que percibía, y que sin embargo parecía tan próxima.

De repente la luz pareció hacerse más fuerte y, en su sueño, esto le obligó a parpadear deslumbrado por su proximidad; incluso se protegió un momento los ojos con el dorso de la mano. Luego, unos extraños le hablaban casi en un murmullo.

Él se incorporaba en su cama a la vez que intentaba preguntar lo que ocurría, mas ninguna voz salía de su garganta; después, la lámpara se apartaba por fin de él y se situaba junto a uno de los intrusos alumbrando de lleno su cara. Una cara que le era conocida y que recordaba bien; mas no era posible, ¿o acaso sí?

De inmediato el sueño se desvaneció como por ensalmo y aquella cara se hizo tan real como el resto de cosas que le rodeaban.

Ankh se frotó los ojos nerviosamente y volvió a mirar al intruso a la vez que ahogaba una exclamación de sorpresa.

—¡Tú! —balbuceó torpemente.

Aquel rostro le sonrió malignamente mientras le hacía un gesto afirmativo.

—Pero… no es posible. ¡Tú estás muerto! —volvió a exclamar alzando ahora un poco más la voz.

Enseguida sintió cómo una enorme mano le tapaba la boca y cómo un objeto afilado le oprimía la garganta.

—Si levantas la voz te corto el cuello —oyó que le susurraba alguien al oído.

Con las manos temblándole descontroladamente hizo desesperados ademanes con los que aseguraba que permanecería callado.

El extraño volvió a sonreír de nuevo, e hizo un gesto con la cabeza y la mano que le cerraba la boca desapareció.

—¡Esto debe de formar parte de un sueño! ¡Eso es, sin duda estoy soñando! —dijo el escriba con voz trémula.

—A veces resulta difícil separar el sueño de la realidad, ¿no es así, Ankh?

Éste tragó saliva mientras trataba de volverse hacia el hombre que le oprimía la garganta.

—Ni se te ocurra —oyó que le decía aquella voz con marcado acento, propio de las gentes originarias del lejano sur—. Te aseguro que lo que hay junto a tu cuello es auténtico.

—No puede ser —gimió Ankh desesperado—, tú estás muerto. Caíste en combate; todo el mundo lo sabe.

—Cierto, Nemenhat ha muerto. Cayó en la lucha para mayor gloria de Egipto. Es su espíritu el que, esta noche, viene a visitarte para saldar cuentas contigo.

Ankh dio un respingo, y enseguida notó como el cuchillo le presionaba de nuevo.

—No pretenderás que crea eso —dijo recuperando el tono astuto que empleaba de ordinario.

—Da igual lo que creas. Tus crímenes son tan grandes y tu maldad de tal magnitud, que el mismo Osiris, horrorizado, ha consentido en dejarme venir a visitarte.

—Sé que quizás he hecho cosas que no debiera; que van contra las sagradas leyes que los dioses nos legaron, pero todo puede arreglarse, Nemenhat. Tengo riquezas; una fortuna que estoy dispuesto a compartir contigo como compensación por todo lo ocurrido.

Nemenhat rió con suavidad.

—Olvidas que los espíritus no necesitamos de ninguna riqueza, Ankh.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?, ¿qué pretendes? —preguntó ahora asustado.

—Ya te lo he dicho. Osiris me ha enviado a buscarte; la Sala de las Dos Verdades se encuentra lista para recibirte.

—¿Piensas matarme aquí mismo? —exclamó el escriba a duras penas mientras volvía a notar el afilado cuchillo en la garganta.

—Eso sería difícil para un espíritu como el mío. No temas, será Ammit, la devoradora, la que acabe contigo. Tu alma está tan cargada de pecados, que no hará falta ni pesarla.

Ankh se sobresaltó y estuvo a punto de gritar, pero la mano de Min le tapó de nuevo la boca antes de que pudiera hacerlo.

—No debes intranquilizarte —susurró Nemenhat acercándose a él—, todos debemos pasar por ese trance antes o después. Recuerda que hemos de afrontarlo con arreglo a nuestras más antiguas tradiciones.

Ankh le miró con los ojos desorbitados mientras el sudor brotaba de su calva cabeza, cayendo por su cara.

—Ahora debes tomarte esto —continuó Nemenhat mostrándole un pequeño frasco de alabastro—. No temas, no es ningún veneno; si hubiéramos querido matarte, Min te habría degollado ya hace rato.

Éste aflojó su mano de la boca del escriba que parecía respirar con dificultad.

—Debes bebértelo, Ankh —dijo acercándole lentamente el frasco.

Ankh emitió un débil sonido gutural de desesperación a la vez que movía su cabeza de un lado a otro.

—¡Bebe! —exclamó Nemenhat autoritario mientras Min clavaba de nuevo el cuchillo en la piel del escriba.

—Está bien, está bien —dijo éste extendiendo la mano para coger el recipiente.

—No; yo te lo daré —susurró el joven mientras le obligaba a abrir la boca y vaciaba el líquido dentro.

Ankh notó cómo el amargo brebaje bajaba por su garganta dejándole un gusto desagradable.

—¿Qué es? ¿Qué me habéis dado?-preguntó aterrorizado.

—No temas, es sólo una droga. Una poción elaborada por mi esposa a partir de las flores de una variedad de loto. Es un poderoso narcótico, ¿sabes? Él te dejará preparado.

—¿Preparado? ¿Para qué?

—Para rendir visita a mi padre.

Próximos al amanecer se escuchó un gran escándalo en casa de Seher-Tawy. Las voces provenían de las habitaciones del juez y propagaban con toda nitidez su desesperación. Enseguida se personó el servicio armado con palos, pensando que quizás había entrado algún malhechor en la casa. Los gritos del juez eran estremecedores, así que abrieron la puerta de un empujón y entraron en el dormitorio con los garrotes levantados; pero allí no parecía haber ningún ladrón.

Encendieron todas las lámparas iluminando claramente la estancia y vieron a Seher-Tawy sentado en un rincón con ambas manos apretándose uno de sus muslos, presa de histéricos lamentos.

—¡Estoy muerto, ayuda! ¡Estoy muerto! —repetía una y otra vez.

Los criados se acercaron a socorrerle y enseguida repararon en los dos reptiles que serpenteaban perezosos entre las sábanas.

—Son víboras cornudas —dijo uno de los criados reconociendo su color amarillento y los dibujos característicos de su lomo.

—Si te pican, estás listo —intervino otro—. Son muy venenosas.

Al decir esto, el juez dejó de gritar y adoptó una expresión estúpida mientras los demás se miraban entre sí desconcertados.

Uno de los sirvientes reaccionó entonces y acercándose a la cama asestó varios bastonazos sobre los áspides hasta matarlos.

—¡Socorredme! —volvió a gritar Seher-Tawy—. No veis que me han mordido.

Los criados se aproximaron prestos y le ayudaron a tumbarse de nuevo en la cama mientras uno le examinaba.

—Le han picado varias veces en el muslo, muy cerca de la ingle —dijo por fin mirando a los otros con cierta autoridad.

—Eso ya lo sé, estúpido —bramó el juez que no daba crédito a cuanto pasaba—. ¡Llamad a un médico; pronto. Que venga el mejor de Menfis!

Tras un instante de duda, uno de los lacayos salió corriendo de la habitación a la vez que, en ese momento, entraba la señora Nitocris.

—Se puede saber qué griterío es éste —exclamó enfurecida mientras se componía como podía su desgreñado cabello.

Todos la miraron con los ojos muy abiertos, incapaces de encontrar las palabras adecuadas para explicar lo ocurrido.

—¡Maldita sea! —gritó otra vez Seher-Tawy—. Me han picado unas serpientes; que alguien me ayude de una vez.

Nitocris sintió un sobresalto y se quedó mirándole muy seria.

—¿Que te han picado unas serpientes? Imposible —dijo con su acostumbrado desdén.

—Sí señora, han sido dos áspides —intervino un criado, a la vez que levantaba a los pequeños reptiles muertos, por la cola.

—¡Isis nos valga! —exclamó Nitocris llevándose las manos al pecho—. Pero eso… eso significa que…

—Estas serpientes son extremadamente venenosas —volvió a decir otro criado.

El juez miraba la escena asombrado al comprobar cuán poca esperanza por su vida demostraban los presentes. Aquella gente ni tan siquiera guardaba las formas más elementales de compasión por él.

—¡Rezad porque sane! —volvió a rugir el juez—, u os juro que volveré desde mi tumba para cortaros las orejas.

Ataron fuertemente un vendaje de lino para que hiciera las veces de torniquete, en espera de que llegara el médico lo antes posible.

—Las mordeduras están muy arriba. Ahí va a ser difícil evitar que el veneno fluya —comentó el mismo criado de antes mientras observaba la operación.

—¡Llevaos a ese imbécil de aquí! —explotó otra vez el juez—. ¡Fuera o aquí mismo le desorejo!

Nitocris pareció al fin darse cuenta de las posibles consecuencias de todo aquello, y endureció su rostro manifestando al instante un estado de total crispación.

—¡Ni se te ocurra! ¿Me oyes? ¡No puedes morir así! —gritó la dama hecha un basilisco—. Ahora que estabas a punto de ser admitido en la más alta jerarquía de la justicia del país, no te puedes morir. ¡Imagínate los comentarios de todo Menfis! ¡Un juez que muere por una picadura de serpiente en su propia casa, justo cuando tenía el nombramiento en la mano! ¡Seré el hazmerreír de la gente! No se hablará de otra cosa durante años, incluso estoy convencida que harán chistes al respecto. ¡No puedes hacerme esto, me niego!

El juez la miraba boquiabierto considerando el que quizás aquello sólo fuera un mal sueño. Movió su cabeza de un lado a otro viendo cómo todos le observaban con un gesto más estúpido que el suyo. ¡No podía ser! Sin embargo…

Una leve convulsión le devolvió a la realidad; el veneno estaba empezando a hacer efecto y el juez comenzó a sentir los primeros dolores. Dentro de unas horas estaría muerto.

Para cuando llegó el médico ya nada se podía hacer. Tras una tarde de insoportables dolores, Seher-Tawy se sumió en un estado de convulsa inconsciencia y antes de llegar la noche había fallecido.

Bien entrada la mañana el servicio de Irsw se encontraba preocupado. Era extraño que, a aquella hora, el sirio no se hubiera levantado ya, pero no se atrevieron a despertarle por miedo a recibir algún castigo por su parte. Mas según avanzaba el día, empezaron a temerse que algo malo pudiera haberle ocurrido, así pues, fueron hasta su habitación y pegaron sus oídos en la puerta intentando captar los habituales ronquidos de su amo; pero nada oyeron.

El silencio parecía total en la estancia, por lo que se armaron de valor y abrieron la puerta. Dentro, la luz entraba a raudales por entre las descorridas cortinas que daban a la terraza, y el polvo del desierto invadía el habitáculo impulsado por el viento que de nuevo había empezado a soplar con fuerza.

Sobre la cama, Irsw parecía ajeno a todo permaneciendo tumbado boca arriba con una expresión absolutamente beatífica. Los criados se taparon la cara como pudieron para protegerse de aquella infernal polvareda y corrieron a cerrar las persianas del dormitorio; luego, con cierta timidez, llamaron a su señor. Primero lo hicieron suavemente y luego con mucho más brío, pero fue inútil. Por fin se atrevieron a moverle y, al hacerlo, comprobaron que aquel cuerpo se encontraba frío e insólitamente rígido. El amo estaba muerto.

También el mejor médico de Menfis se personó en casa del sirio, no extrañándole en absoluto el estado en que encontró a su paciente, pues llevaba años advirtiéndole de las consecuencias que sus excesos podían acarrearle. Consejos de los que se reía el sirio, asegurándole que disfrutaría de la vida cuanto pudiera y que de algo había que morir.

«Soberana estupidez, sin duda», pensaba el médico mientras le auscultaba.

El cuerpo no presentaba signo alguno de violencia, ni tampoco observó vómitos ni ningún otro tipo de fluido junto a la cama que delataran el sutil veneno que Nubet había preparado. Tocó su hígado sintiéndolo todavía inflamado y reparó en el ánfora situada junto a la mesilla. Se acercó a ella y se llevó su contenido ligeramente a los labios. Lo saboreó un momento y dejó de nuevo el ánfora en el suelo. El vino era excelente; al menos Irsw había fallecido como él deseaba.

También esa misma mañana se originó un gran revuelo en casa de Ankh. Nadie comprendía qué había ocurrido, pues al escriba parecía habérselo tragado la tierra.

Nada, ni el más mínimo rastro de él fue encontrado por el asombrado servicio.

Sólo cuando abrieron su habitación y hallaron los ventanales que daban a la terraza abiertos de par en par, parecieron preocuparse. El ardiente viento del sur entraba furioso sacudiendo los visillos mientras llenaba la estancia con toda suerte de remolinos de arena.

Nadie supo explicar jamás qué pudo ocurrirle al escriba, pues su cuerpo nunca apareció; aunque hubo quien asegurara que Ankh fue engullido por el viento del desierto aquella noche, como ofrenda para aplacar al mismísimo Set.

Durante todo el día, Min y Nemenhat habían estado trabajando en el lugar donde Seneb embalsamaba los cadáveres. Como predijo el africano, el viento había vuelto a arreciar durante la mañana, y su monótono silbido les había acompañado casi toda la jornada.

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