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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (74 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Entiendo.

Ishida le había contado brevemente lo ocurrido con Shizuka: corrían rumores de que había perdido la razón tras la muerte de su hijo y de que permanecía sentada en el patio del templo de Daifukuji, sustentada por el Cielo. La idea del impasible y silencioso Shin velando por ella le conmovió.

—Jun podrá acompañarme. Ahora, Minoru, dependo de ti para presentar un registro fidedigno de nuestro viaje a Miyako, las promesas del señor Saga, la provocación que condujo a la batalla y nuestra victoria. Mi hija, la señora Maruyama, llegará pronto a la ciudad. Te encargo que la sirvas con tanta fidelidad como a mí. Voy a dictarte mi testamento. No sé qué me espera por delante, pero me temo lo peor: la muerte o el exilio. Voy a abdicar en mi hija todo mi poder y autoridad sobre los Tres Países. Te diré con quién va a casarse y bajo qué condiciones.

El documento fue dictado y registrado con rapidez. Una vez que hubieron terminado y Takeo lo cerró con su sello, éste dijo:

—Entrégaselo en mano a la señora Shigeko. Dile que lo lamento, que hubiera deseado que las cosas sucediesen de otro modo; pero que le encomiendo el gobierno de los Tres Países.

Durante los años que había pasado al servicio de Takeo, Minoru había dado muestras de sus emociones en raras ocasiones. Se había enfrentado al esplendor de la corte del Emperador y a la matanza de la batalla con la misma indiferencia aparente. Ahora, en cambio, contorsionaba el rostro mientras luchaba por frenar las lágrimas.

—Dile al señor Gemba que estoy preparado para partir —solicitó Takeo—. Adiós.

* * *

Las lluvias habían llegado tarde y no fueron tan intensas como de costumbre; a media tarde se producía una breve tormenta y durante el resto del día el cielo se encapotaba, pero la carretera no estaba inundada y Takeo agradeció los años de meticulosa construcción de la red de calzadas por los Tres Países, gracias a lo cual ahora podía viajar a gran velocidad. Se dio cuenta de que, aun así, los mismos caminos estaban a disposición de Zenko y su ejército, y se preguntaba hasta dónde habrían avanzado desde el suroeste.

En el atardecer del tercer día atravesaron el puerto de montaña en Kushimoto y se detuvieron para cenar y descansar brevemente en la posada situada al inicio del valle. Apenas quedaba una jornada de viaje hasta Yamagata. La hospedería estaba abarrotada de viajeros; el terrateniente local, de nombre Yamada, se enteró de la llegada de Takeo y acudió allí a toda prisa para recibirle. Mientras éste comía, Yamada y el posadero le pusieron al corriente de las últimas noticias.

Zenko se encontraba en Kibi, al otro lado del río.

—Tiene por lo menos diez mil hombres —comentó Yamada con tono pesaroso—. Muchos de ellos portan armas de fuego.

—¿Se sabe algo de Terada? —preguntó Takeo, con la esperanza de que la flota pudiera contraatacar en Kumamoto, la ciudad fortificada de Arai, y forzarle a retirarse.

—Dicen que los bárbaros han proporcionado barcos a Zenko —informó el posadero—; ahora las naves enemigas protegen el puerto y el litoral.

Takeo volvió el pensamiento a su agotado ejército, aún a diez jornadas de marcha.

—La señora Miyoshi está preparando la ciudad de Yamagata para un asedio —contó Yamada—. Ya le he enviado doscientos hombres. Me he quedado sin nadie para recoger la cosecha; el tiempo de recolección se avecina. Casi todos los guerreros de Yamagata se encuentran en el Este, con el señor Kahei. La ciudad tendrá que ser defendida por granjeros, niños y mujeres.

—Pero ahora tenemos al señor Otori —añadió el posadero, tratando de levantar el ánimo de los presentes—. El País Medio estará a salvo mientras continuéis entre nosotros.

Takeo le dio las gracias con una sonrisa que ocultaba su creciente desesperación. El agotamiento le ayudó a dormir unas cuantas horas; luego, inquieto e impaciente, esperó la llegada del amanecer. Era el comienzo del mes, y la noche carente de luna resultaba demasiado oscura para cabalgar.

Acababan de iniciar el camino, era poco después del alba. Avanzaban con el paso largo y sostenido, más fácil para las monturas, cuando desde la distancia escucharon el sonido de cascos de caballo. El día era gris y no corría una gota de aire; las laderas de las montañas exhibían sus enormes estandartes de bruma. Dos jinetes se aproximaban a galope, procedentes de Yamagata. Takeo identificó a uno de ellos como el hijo menor de Kahei, de unos trece años de edad; le acompañaba un anciano lacayo del clan de los Miyoshi.

—¡Kintomo! ¿Qué noticias traes?

—¡Señor Otori! —exclamó el muchacho, falto de aliento. Su rostro estaba pálido a causa de la conmoción y sus ojos mostraban desconcierto. Tanto el yelmo como la coraza resultaban demasiado grandes para él, pues aún no había alcanzado la estatura de un hombre—. Vuestra esposa, la señora Otori... No sé cómo...

—Sigue —instó Takeo.

—... llegó a la ciudad hace dos días. Se ha hecho con el control y tiene la intención de rendirse ante Zenko. Ahora el señor Arai ha iniciado la marcha desde Kibi.

Kintomo reparó en Gemba. Aliviado, el chico exclamó:

—¡Mi tío está aquí!

Sólo entonces los ojos de Kintomo se cuajaron de lágrimas.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Gemba.

—Trató de resistir con los hombres que tenemos. Al darse cuenta de que era inútil, me dijo que partiera lo antes posible para avisar a mi padre y a mis hermanos. Creo que se quitará la vida, al igual que mis hermanas.

Takeo giró su caballo ligeramente, incapaz de ocultar la conmoción y confusión que le embargaban. ¿Cómo era posible que la esposa y las hijas de Kahei se dispusieran a morir, cuando él se había enfrentado valientemente en combate en defensa de los Tres Países? ¿Cómo creer que Yamagata, la joya del territorio, estuviera a punto de ser entregada a Zenko por la misma Kaede?

Gemba se colocó al lado de Takeo y aguardó a que éste tomara la palabra.

—Tengo que hablar con mi esposa —resolvió—. Tiene que haber alguna explicación. El sufrimiento y la soledad la han conducido a la locura; pero una vez que la encuentre, entrará en razón. No me negarán la entrada a Yamagata. Nos dirigiremos allí de inmediato; confío en que lleguemos a tiempo para salvar a tu madre —añadió, mirando a Kintomo.

La carretera se encontraba abarrotada de gente que huía de la ciudad para escapar de la matanza, lo que retrasaba el avance del grupo y aumentaba la cólera y la desesperación de Takeo. Cuando llegaron a Yamagata al atardecer, se encontraron con la ciudad cerrada y las puertas atrancadas. Al primer mensajero le negaron la entrada; al segundo le clavaron una flecha en cuanto se puso a tiro.

—No hay nada que podamos hacer —observó el lacayo de los Miyoshi mientras se retiraban al abrigo del bosque—. Permitidme que lleve al joven señor hasta su padre. Zenko llegará a la ciudad por la mañana. El señor Otori también debería acompañarnos; no puede arriesgarse a ser capturado.

—Podéis marcharos —repuso Takeo—. Yo me quedaré.

—En ese caso, yo también contigo —afirmó Gemba, y luego abrazó a su sobrino.

Takeo llamó a Jun y le pidió que acompañase a Kintomo hasta que se encontrase a salvo junto a Kahei.

—Dejad que me quede a vuestro lado —suplicó Jun con voz entrecortada—. Podría escalar los muros por la noche y llevar vuestro mensaje a...

Takeo le interrumpió.

—Te lo agradezco, pero se trata de un mensaje que únicamente yo puedo llevar. Ahora, te ordeno que te marches.

—Os obedeceré; pero una vez que haya concluido mi misión me reuniré con vos. Si es posible, en vida; si no, en la muerte.

—Hasta entonces.

A continuación Takeo alabó a Kintomo por su valor y lealtad, y durante unos instantes observó cómo el muchacho se unía a la multitud que escapaba en dirección al Este.

Entonces devolvió su atención a la ciudad. Él y Gemba cabalgaron rodeando parte de las murallas y se detuvieron luego bajo una pequeña arboleda. Takeo desmontó de
Ashige
y le entregó las riendas a Gemba.

—Espérame aquí. Si no regreso esta noche o, en caso de tener éxito, mañana por la mañana a través de las puertas abiertas, puedes asumir que he muerto. Si es posible entiérrame en Terayama, al lado de Shigeru. Y guarda allí mi sable, para mi hija.

Antes de darse la vuelta, añadió:

—Si lo deseas, puedes rezar por mí.

—Nunca he dejado de hacerlo.

* * *

Mientras caía la noche Takeo se agazapó detrás de los árboles y durante largo rato contempló los muros que encerraban la ciudad. Recordaba una tarde de primavera, muchos años atrás, cuando Matsuda Shingen le había planteado un problema teórico: cómo hacerse con el control de Yamagata por medio del asedio. En aquel entonces Takeo había pensado que la mejor manera sería infiltrarse en el castillo y liquidar a los mandos. Tiempo atrás ya había escalado las murallas de la fortaleza en calidad de asesino de la Tribu, para probarse a sí mismo, para comprobar si era capaz de matar. Por primera vez había acabado con la vida de un hombre, de varios, y aún recordaba el sentimiento contradictorio de poder y de culpabilidad. En esta ocasión, la última, daría buen uso a su detallado conocimiento de la ciudad y el castillo.

A sus espaldas escuchaba a los caballos arrancar la hierba con su fuerte dentadura y también, a Gemba, que canturreaba de su manera habitual. Un autillo ululaba desde la copa de un árbol. Se levantó una ligera brisa y luego reinó la quietud.

La luna nueva del octavo mes se encontraba sobre las montañas a la derecha de Takeo, quien vislumbraba la oscura mole del castillo situado al norte. Por encima del edificio la constelación de la Osa brillaba en el cálido cielo estival.

Desde las murallas y las puertas de la ciudad le llegaban las voces de los guardias: hombres de Shirakawa y de Arai con acentos propios del Oeste.

Protegido bajo el manto de la oscuridad, Takeo se subió de un salto a la parte superior de la muralla; pero el cálculo le falló ligeramente, pues se agarró de las tejas olvidando durante unos instantes la herida a medio curar en su hombro izquierdo, y ahogó un grito de dolor cuando la costra se rasgó. Había hecho más ruido del que pretendía. Se volvió invisible y se aplastó contra la techumbre del muro. Imaginó que los guardias se hallarían intranquilos y alerta, recelosos del control que ejercían en la ciudad, esperando un contraataque en cualquier momento. En efecto, dos hombres aparecieron inmediatamente en el exterior de la muralla, portando antorchas luminosas. Recorrieron la calle por completo y regresaron luego, mientras Takeo contenía el aliento y trataba de ignorar el dolor, torciendo el codo por encima de las tejas y apretándose el hombro con la mano izquierda, al tiempo que notaba una ligera humedad. La herida rezumaba sangre, por fortuna no la suficiente para que goteara y pudiera delatarle.

Los guardias se retiraron; Takeo se dejó caer de un salto —esta vez, en silencio— y empezó a avanzar hacia el castillo por las calles de la ciudad. Ya era tarde, pero la población no se hallaba ni mucho menos en calma. La gente se desplazaba, presa de los nervios, de un lado a otro; muchos planeaban huir en cuanto las puertas se abrieran. Takeo escuchó a hombres y a mujeres asegurando que lucharían con sus propias manos contra los hombres de Arai, que los Otori nunca volverían a perder Yamagata; oyó a comerciantes que se lamentaban del final de la paz y la prosperidad, y a mujeres que maldecían a la señora Otori por llevarles a la guerra. Sintió que el corazón se le encogía de dolor por Kaede, mientras seguía intentando encontrar una razón para la forma en que su esposa había actuado. Entonces, alguien susurró:

—Provoca la muerte de todos cuantos la desean, y ahora terminará con su propio esposo, así como con nuestros maridos e hijos.

"¡No! —deseaba gritar Takeo—. ¡A mí, no! ¡No puede provocarme la muerte!". Pero en su fuero interno temía que ya lo hubiera hecho.

Atravesó las calles sin ser visto. Llegó al foso y se agachó bajo el bosquecillo de sauces que se extendía a lo largo de la orilla del río. Nunca los habían talado. En Yamagata había reinado la paz durante más de dieciséis años; los sauces se habían convertido en un símbolo de la serenidad y la belleza de la ciudad. Esperó un largo rato a la manera de la Tribu, aminorando el ritmo de su respiración y los latidos del corazón. La luna se había ocultado; la ciudad se apaciguó. Por fin Takeo respiró hondo y, oculto por el follaje de los árboles, se introdujo en el agua y nadó por debajo de la superficie.

Siguió el mismo camino que había tomado una eternidad atrás, cuando su propósito fuera poner fin al sufrimiento de los Ocultos sometidos a tortura. Habían pasado muchos años desde que los prisioneros eran suspendidos en cestas, en ese mismo torreón. ¿Acaso regresarían aquellos días aciagos? Pero entonces Takeo era joven y contaba con garfios que le ayudaban a escalar los muros. Ahora, lisiado, herido y agotado, se sentía como un insecto tullido que reptara con dificultad por la fachada del castillo.

Atravesó la verja que daba al segundo patio. Allí también los guardias se encontraban nerviosos e inquietos, confundidos y al mismo tiempo emocionados por su inesperada posesión de la fortaleza. Les escuchó comentar la rápida y sangrienta escaramuza por medio de la que se habían hecho con el control, su admiración ante la inclemencia de Kaede y su placer ante el ascenso de los Seishuu a costa de los Otori. La veleidad y la estrechez de miras de los soldados enfurecían a Takeo; para cuando hubo bajado al patio y atravesado corriendo el estrecho pasadizo de piedra hasta llegar al jardín de la residencia, se hallaba en un estado de ánimo iracundo y desesperado.

Otros dos centinelas permanecían sentados junto a un brasero en uno de los extremos de la veranda, y una lámpara ardía a cada lado de ellos. Pasó tan cerca que las llamas fluctuaron y soltaron volutas de humo. Los hombres, sorprendidos, clavaron la vista en el jardín en tinieblas. Una lechuza les sobrevoló de modo silencioso, y ambos se echaron a reír a causa de sus propios temores.

—Una noche para los fantasmas —observó uno de ellos, bromeando.

Todos los ventanales se hallaban abiertos y en lo rincones de las habitaciones parpadeaba una débil luz. Takeo prestó atención a la respiración de las personas que dormían en el interior. "Reconoceré la suya. Ha dormido a mi lado muchas noches", pensó.

Creyó haber encontrado a Kaede en la habitación de mayor tamaño, pero cuando se arrodilló junto a la mujer dormida se dio cuenta de que era Hana. Se asombró por la intensidad del odio que sentía hacia su cuñada, pero la dejó para proseguir su búsqueda.

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