—Para que los repartas con tus hermanas —me dijo sonriendo, pero Dulce escupió el primero un segundo después de metérselo en la boca, y Pepa ya se había dormido en los brazos de madre cuando intenté darle uno, así que me los fui comiendo todos yo solo.
Fue un viaje plácido, tranquilo, muy distinto del que haríamos a la vuelta, pero cuando el tren arrancó, yo seguía tiritando de frío. Una hora después, el cielo estaba azul, el sol brillaba, y me desabroché el abrigo casi sin darme cuenta. Al rato, ya no lo aguantaba.
—Estoy sudando, madre —le dije, mientras me quitaba también el jersey—. ¿Esto es por las calderas del tren, o…?
—No —contestó ella, sonriendo como si acabara de quitarse un peso de encima.
—Pues hace calor.
—Y más que va a hacer.
Entonces empezamos a ver flores, flores en invierno, enormes matas verdes salpicadas de manchas rojas, rosas, blancas o moradas, flores grandes y bonitas, como las que se compran en las tiendas, creciendo solas al borde de la vía del tren. Madre las iba señalando con el dedo, pronunciaba sin dudar sus nombres soleados, misteriosos, y mientras la escuchaba, adelfa, hibisco, buganvilla, yo pensaba en las amapolas, en las margaritas y en esas otras flores azules, tan diminutas que ni siquiera tenían nombre, que eran todas las que había en mi pueblo, y sólo en primavera. En las estaciones, la gente iba a cuerpo, en mangas de camisa o con una chaqueta fina, sin abrochar, y yo los miraba, miraba aquel jardín, un verano perpetuo, y de repente lo entendía todo, el mal humor de mi madre, sus juramentos de renegada sin esperanzas, aquel asombro amargo que la llevaba a preguntarse en voz alta, todos los años, cuando llegaba el hielo y con él los días de la vida difícil, qué pintaba ella en Fuensanta de Martos. Pero las cosas no siempre son como parecen y eso también lo descubrí en aquel viaje.
Adelfas, hibiscos, buganvillas. Cuando tres días después volví a verlas, tan bellas, tan inútiles, creciendo solas junto a la vía del tren que me devolvía a Jaén, a Martos, a las nieves de la sierra, había aprendido que los nombres no se mastican, que las flores no se pueden comer. Había visto el mar, pero también cómo las olas se iban llevando, de una en una, la alegría de mi madre. Había descubierto que ella no exageraba al decir que en su pueblo un hombre tenía bastante para trabajar con un tomate y un racimo de uvas al día, y que había pobres mucho más pobres que nosotros. Padre nos estaba esperando en el andén de la estación, muy abrigado. Me alegré tanto de verle que bajé la ventanilla para gritar su nombre, moviendo mucho los brazos en el aire, y no sentí la bienvenida del frío, que se cebó en mi nariz, en mis orejas, para celebrar mi retorno a sus dominios. Madre ni siquiera le preguntó cómo es que estaba allí y no en el pueblo, en la parada del coche de línea, donde esperábamos encontrarle. Él le dijo que nos había echado mucho de menos, y ella se abrazó a él como si todavía fueran novios, como si aún no se hubieran casado, como si nosotros no hubiéramos nacido y no estuviéramos allí delante, mirándoles, oyendo a mi madre decir que no, que no, que no vuelvo, Antonino, te juro que no vuelvo…
—¿Y tú qué, Nino? —mi padre dejó a mi hermana Pepa en el suelo, me cogió por los hombros, me besó—. ¿Te ha gustado el mar?
—Mucho, padre, es tan grande… Es enorme.
Eso le dije y él sonrió como si fuera exactamente lo que estaba esperando escuchar. Entonces comprendí que ya no iba a decirle nada más. Que no iba a contarle que mis primos me habían robado los zapatos, que me los había quitado para jugar descalzo, como ellos, en la playa, y no los había vuelto a ver hasta que madre se enteró, y en lugar de regañarme, salió a la calle hecha una fiera para traerlos enseguida, cada uno con su calcetín dentro, igual que los había dejado yo al lado de una barca. Que no iba a contarle que la tía María del Mar vendía los huevos que ponían sus gallinas porque eran demasiado caros para que se los comieran sus hijos, ni que madre nos daba pan con queso a escondidas para que no le pidiéramos la merienda a la abuela. Que no iba a contarle que el día de la boda, en la puerta de la iglesia, se me había acercado un hombre moreno y delgado, como todos los de por allí, para preguntarme si yo era el hijo del guardia civil, y aclararme luego que no me lo había preguntado por nada, sólo porque se alegraba de no ser mi padre. Aquel hombre, un viejo pretendiente de madre, se me había quedado mirando con una sonrisa atravesada, tirante, que parecía más alta por un lado que por el otro y daba miedo, pero eso tampoco se lo conté a nadie.
El hombre que había viajado con nosotros en el tren de vuelta, también era moreno y delgado, pero estaba muy sucio. Llevaba la camisa desgarrada por un costado y una herida vieja, marcada por un reguero de sangre seca, en una esquina de la frente. Iba de pie, con la vista fija en el suelo, aunque volvía la cabeza de vez en cuando hacia su izquierda para mirar por la ventanilla con una expresión de tristeza muda, reservada, como si se estuviera despidiendo de aquel paisaje pero no quisiera que nadie se diera cuenta. De vez en cuando, sacaba un pitillo del bolsillo del pantalón con la mano izquierda, se lo llevaba a la boca, pedía fuego con un gesto de la cabeza al guardia que iba sentado al lado de madre, y al mirarle me daba cuenta de que todo le temblaba, la mano, el brazo, los labios al chupar de la boquilla. No dijo nada en todo el viaje. Tampoco miró nunca al guardia que iba de pie, a su lado, su mano derecha esposada a la mano izquierda que asomaba bajo una manga de color verde aceituna.
Era un preso, o quizás no todavía, quizás acababan de detenerle y no había entrado aún en ninguna cárcel. Yo lo sabía porque una vez, yendo con padre a Jaén, había visto una escena parecida, aunque el preso era entonces una mujer que iba sentada, llorando sin hacer ruido, la cabeza escondida entre los brazos. Por eso me impresionó menos que aquel hombre. Por eso, y porque aquella vez a nadie le habían entrado ganas de mear.
—Necesito ir al servicio, Macario, no puedo más.
El guardia esposado interrumpió a su compañero, que iba charlando tranquilamente con mi madre, las manos libres, y él respondió moviendo la cabeza con un gesto de desánimo, para insinuar un contratiempo que no alcancé a comprender.
—Aguanta un poco, hombre —al hablar, lo hizo en un tono casi suplicante—. En la próxima estación…
—Que no, Macario, que no. Que me voy a mear encima.
—Anda que… ¡Hay que joderse! Claro, tanta agua, tanta agua…
—¿Y qué quieres, si me lo ha dicho el médico? —era un guardia joven, simpático, y su emergencia, a juzgar por la expresión de angustia que se le estaba pintando en la cara, muy auténtica—. Me conviene beber mucho porque tengo piedras en el riñón.
—¿Sí? Pues con una te daba yo en la cabeza —Macario, en cambio, era de la edad del teniente de Fuensanta, calvo y barrigón, aunque ni siquiera tenía insignias de cabo—. A ver, tú me dirás qué hacemos. Como no te lo lleves al baño…
—¿Yo? Ni hablar. Pues sí, era lo que me faltaba, que me viera este a mí las vergüenzas.
Entonces, Macario miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en mí.
—Yo no puedo sustituirte —le dijo a su compañero—, ya sabes lo que dicen las ordenanzas, aunque… En fin, si no puedes más, y al chaval no le importa…
—¡Qué le va a importar! —mi madre me miró, sonrió, y yo no entendí ni sus palabras ni su sonrisa—. Con lo amables que han sido con nosotros. Anda, Nino, ve…
—¿Adónde? —le pregunté, pero ella me empujó hacia delante sin decir una sola palabra más y antes de que pudiera darme cuenta, el guardia mayor ya había liberado a su compañero de sus ataduras para esposarme al hombre que temblaba.
—No debería hacer esto, ¿sabe? —Macario se volvió hacia mi madre mientras yo empezaba a sudar como nunca en mi vida—. Pero, en fin, en los servicios…
—No se preocupe, no hace falta que nos explique nada —madre seguía sonriendo, y yo sudaba, oía la respiración del prisionero y sudaba, notaba el tacto de su mano, el roce del puño de su camisa, y sudaba, me parecía escuchar los latidos de su corazón y sudaba, sudaba tanto como si me estuviera secando por dentro—. Mi hijo ha nacido en una casa cuartel y no ha vivido nunca en otro sitio.
—Ya se le nota, no crea, tan formalito, tan obediente… Y así se foguea, ¿no? —sólo entonces, Macario empezó a hablar conmigo—. Porque tú, de mayor, querrás ser guardia civil, como tu padre, ¿o no?
Yo de mayor voy a ser guardia civil, decía siempre Paquito, el hijo de Romero. Menuda suerte, tenerlo todo gratis, montar en el tren sin pagar, entrar en el cine sin comprar entrada, y en el fútbol, ya no digamos, ¿o no? Pues anda que los toros, ver las corridas en los burladeros del callejón, como los apoderados, y sin pagar un duro… Yo, desde luego, guardia, afirmaba con la cabeza y tanta seguridad como si tuviera ya el tricornio encajado sobre la frente, para poder llevarle a mi mujer de vez en cuando unos kilos de patatas, o un par de melones de esos que dejan los vecinos en la puerta de la casa cuartel, y que se ponga tan contenta como mi madre, y para no tener que gastarme ni un duro en la feria, mientras mis hijos montan gratis en todos los cacharritos y a mí me invitan a las consumiciones, que anda que no se ahorra, como dice mi padre…
—Todavía no sé lo que quiero ser de mayor —le respondí yo a Macario aquel día, y me di cuenta de que algo en mi manera de decirlo, quizás la entonación o el volumen, muy bajo, casi un susurro, hizo que el hombre esposado a mi izquierda me mirara. Yo también le miré, y me di cuenta de que era tan joven como el guardia que había ido al baño. Tenía los ojos oscuros, la nariz aguileña, la piel blanca, sonrosada en las mejillas, los labios muy finos, tensos, tirantes, y una alianza que brillaba tanto como si fuera nueva en el dedo anular de la mano esposada a la mía.
—¡Pues guardia, hombre! —Macario se echó a reír, su prisionero cerró los ojos antes de volver a mirar por la ventanilla, y yo miré todavía el perfil de su cabeza, el pelo manchado de barro, pegado a la nuca, el cuello de su camisa blanca, tan sucia que parecía gris—. ¿Dónde vas a estar mejor?
Su compañero volvió del baño, y un instante después, yo volví a estar sentado entre mis hermanas, él esposado a su prisionero, como si no hubiera pasado nada. Sí había pasado, pero ya no importaba, porque estábamos en Jaén, porque habíamos vuelto a casa, y por eso, tampoco se lo conté nunca a mi padre.
En Almería había aprendido que las cosas no son como parecen y en las primeras estribaciones de la sierra, mientras el paisaje se iba ondulando, acatando de olivo en olivo la voluntad de las montañas que se elevaban al fondo, volví a pensarlo. La Pava, porque ya estábamos en casa y podíamos llamar al coche de línea por su nombre, avanzaba siempre cuesta arriba. Yo miraba por la ventanilla, recordaba la explosiva belleza de las flores que bordeaban un desierto llano, pedregoso, donde nada más crecía, y me alegraba de haber nacido tan lejos del mar. Desde la carretera, los montes parecían sólo piedra y arbustos, rocas yermas bajo un cielo inclemente, pero quienes habíamos nacido entre ellos los conocíamos bien, y conocíamos la riqueza que escondían para quien fuera capaz de encontrarla.
Porque en los montes no brotan las adelfas, no hay hibiscos tropicales, ni buganvillas con racimos de flores rojas, rosas, blancas o moradas, pero hay perdices y conejos, liebres y codornices, patos que vuelan o nadan en los lagos. Los arroyos que bajan de las cumbres con tanta prisa como si la nieve los persiguiera, acunan truchas que engordan en su agua dulce, fría, y a veces, en las pozas donde a la fuerza se remansan, se instalan tumultuosas familias de cangrejos. En las orillas, crecen caracoles entre algunas hierbas que curan enfermedades, y por todas partes espárragos silvestres que al final de la primavera están maduros, como las moras en verano, antes de que el otoño siembre el suelo de setas comestibles. El invierno es peor, pero en invierno bajan los jabalíes que huyen del hielo, y los ciervos se desorientan, se alejan de la manada y, con suerte para los cazadores, se pierden de vez en cuando. En los montes hay cuevas donde resguardarse del frío, sotos umbríos donde escapar del calor, colmenas repletas de miel en los huecos de los árboles, y agua de sobra para beber, para lavar y hasta para bañarse. Hay muchas cosas en el monte para quien sepa encontrarlas. Por eso, y aunque por una razón o por la contraria nadie lo dijera nunca en voz alta, todos sabíamos que los montes de mi pueblo estaban llenos de gente.
Fuensanta de Martos era bastante más pequeño que el pueblo de mi madre, y sin embargo, allí no había más Guardia Civil que un cabo y dos guardias, que vivían mejor que nosotros porque tenían más espacio. Nuestra casa cuartel no era mucho más grande que la suya, pero el mando había ido ordenando que se levantaran tabiques y más tabiques, para hacer cada vez más pequeños los cuartos, pero también la oficina, los calabozos y la sala de banderas. Así había conseguido meter en ella a ocho familias, cinco guardias, un cabo, un sargento y el teniente, que era el jefe de todos ellos y también de los guardias de Los Villares y de Valdepeñas de Jaén, porque mi pueblo no era el más grande ni el más importante de la sierra, pero ocupaba el centro geográfico de la comarca.
En teoría, don Salvador era todo un personaje y una de las máximas autoridades militares de la Sierra Sur, pero en Fuensanta nadie se lo tomaba muy en serio. Su señora se daba mucho pisto, y aprovechaba cualquier oportunidad para aclarar que su marido no era guardia, sino teniente del Ejército de Tierra, y que le habían destinado allí para poner orden. En cuanto acabe con los bandoleros, añadía, nos volvemos a Málaga capital a vivir como unos señores, en un chalet con jardín y vistas al mar. Nadie se atrevía a reírse de ella en su cara, pero sus delirios tampoco impidieron que Cuelloduro bautizara a su marido como Michelín, porque era bajo y rechoncho, igual que el muñeco de los neumáticos. Yo había sabido todo esto desde siempre, pero hasta que no fui al pueblo de mi madre, no hice la cuenta de que en el mío había un guardia civil por cada doscientos habitantes, y sin embargo, ni siquiera eso estropeó mi alegría por haber vuelto a casa.
Cuando me bajé de la Pava tenía hambre y sueño, el cansancio acumulado en muchas horas de viaje, pero me fijé en que la nieve estaba sucia. De la deslumbrante perfección de aquel blanco infinito que me había despedido unos días antes, apenas sobrevivían algunos parches oscuros, condenados a convertirse en barro contra los muros orientados al norte, donde nunca daba el sol. Todavía nevaría un par de veces más, pero el frío fue aflojando lentamente, con una delicadeza que jamás nos concedía al regresar, a favor de un verano que resultó largo, caluroso y seco. Lo recuerdo bien, como recuerdo todos los acontecimientos de un año que inauguró la que, durante mucho tiempo, sería la época más importante de mi vida. Como si también pudiera presentirlo, o quizás para hacerse perdonar por haberme enfrentado tan pronto a la crueldad de las paradojas, 1947 me hizo un regalo antes de perderse en el limbo de los calendarios.