El Lector de Julio Verne (21 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Desde luego, no te entiendo —y no quiso bajar la voz para expresar mejor su escándalo—. Ni que fuera…

—Será lo que yo diga —mi padre se puso serio—. Hazme caso, Mercedes, y no me des consejos.

Así sólo consiguieron que empezara a ponerme nervioso yo, tanto que cuando madre se lanzó a hablar, a contarme que se había encontrado por casualidad con Filo por la calle, que le había dicho que iba a recoger unas madejas de lana que le había encargado a la Piriñaca, que como ella también tenía que ir a la tienda habían hecho el camino juntas, que entonces Filo le había contado que coincidió conmigo en la oficina el día que la detuvieron, que allí se había dado cuenta de que mis clases no iban bien, y que ya se imaginaba ella que Mediamujer no tenía ni idea porque mi propio padre se lo había contado, que me oía cuando estaba de guardia y le parecía que seguía escribiendo demasiado despacio para el tiempo que llevaba, y que esto, y que lo otro, y que lo de más allá, estuve a punto de zarandearla para pedirle que fuera al grano de una vez.

—No se puede enterar nadie, Nino —mi padre fue más directo—, porque, entre otras cosas, no quiero que el teniente se ofenda. Eso no estaría bien. El sólo pretendía hacernos un favor, ya lo sabes, tenía la mejor intención del mundo, pero… —y cuando parecía que se estaba empezando a contagiar de la verborrea de su mujer, por fin me dijo algo que yo no sabía—. Le he dicho que vas a dejar la máquina, que no vales para eso, que estás cansado, en fin…

—¡Qué bien! —proclamé, y me puse tan contento al pensar que iba a recuperar mis viejas tardes libres, que no me paré a pensar qué pintaba el larguísimo prólogo de mi madre en mi flamante liberación.

—No —él me desanimó enseguida—, no vas a dejar de dar clase. No quiero que lo dejes, porque me parece importante, muy bueno para ti, para tu porvenir, ya te lo dije en enero. Es sólo que… Vas a cambiar de profesora.

—¿Filo?

—No, Filo no, pero… Una por el estilo —y se llevó la mano a la frente para pasearla después por toda su cabeza, como si quisiera enseñarme cuánto trabajo le había costado tomar aquella decisión—. Yo no puedo hacer otra cosa, hijo. No tengo dinero para pagarte una academia, ya lo sabes, y… Tienes que ser responsable, Nino, tienes que prometerme que no hablarás de esto con nadie, ni siquiera con Paquito, ni con tus amigos, prométemelo.

—Lo prometo —y lo hice sin saber a qué me estaba comprometiendo.

—Yo soy guardia civil. Y no debería hacer esto, sé que no debería, pero… Es que le he dado muchas vueltas y no se me ocurre qué otra cosa podría hacer. Los pobres no podemos elegir, ya lo sabes. Así que le he contado a Romero, y al teniente, que vas a ir a echarle una mano a Pepe el Portugués para acondicionar una tierra que ha arrendado más allá del cruce, que prefieres trabajar en el campo, ganarte un dinerillo, a estar encerrado en la oficina con Sonsoles, y ellos lo han entendido, claro, el teniente hasta se ha alegrado, creo que le he quitado un peso de encima, pero la verdad… La verdad es que vas a ir al cortijo de las Rubias a aprender a escribir a máquina, Nino.

Entonces me miró, y yo le miré, y lo entendí todo.

—Bueno, ¿y qué? —mi madre intervino cuando ninguno de los dos la esperábamos—. Es un cortijo, como los demás, donde viven personas, como las demás. No pasa nada, creo yo. Dar clases de máquina no es un delito, y recibirlas tampoco, que yo sepa. Los profesores cobran por su trabajo y los alumnos lo pagan, como es natural y lo más normal del mundo, ¿o no?

Madre tenía razón. Era natural y lo más normal del mundo, pero las cosas no siempre son lo que parecen o, al menos, no solían serlo para quienes vivíamos en la casa cuartel de Fuensanta de Martos en 1948. Por eso, antes de acostarme, volví a prometerle a mi padre que no le diría ni una palabra a nadie, y él me lo agradeció.

—Todo esto es culpa mía —dos días después, cuando ya veía el cortijo de Catalina al final del sendero, llegué en voz alta a mis propias conclusiones—. Todo esto pasa porque soy un canijo.

—No digas tonterías, Nino —Pepe el Portugués me regañó con una sonrisa en los labios—. Primero, aquí no pasa nada, y segundo… Tú todavía tienes mucho tiempo para crecer.

Sí, y para acabar trabajando de oficinista en la Diputación, estuve a punto de añadir, pero no le dije nada porque no se lo merecía. Pepe nos había prestado el dinero que las Rubias necesitaban para rescatar la máquina de escribir de doña Elena. Cuando mi padre fue a verle, a contarle cómo estaban las cosas, él no sólo se ofreció a servirme de tapadera, acompañándome al cortijo los primeros días para que cualquiera que pudiera vernos pensara que me estaba guiando hasta el terreno que acababa de arrendar. También le dijo que era una barbaridad que empeñara las cuatro alhajas que tenía mi madre para sacar del monte de piedad lo que las Rubias habían empeñado un año antes. No seas terco, Antonino, insistió, yo te lo presto, tú pagas por adelantado con mi dinero, me lo vas devolviendo poco a poco, como si pagaras las clases del niño, y en seis meses, todos contentos. Parecía que padre nunca iba a acabar de darle las gracias, pero él se encogió de hombros. ¿Por qué?, preguntó después, si yo no tengo gastos. Estoy soltero, vivo solo, así que… Para tenerlo en la cartilla, con la mierda de intereses que pagan, la verdad es que lo mismo me da, y me ahorro los viajes al banco. Por eso, y porque lo que él estaba haciendo por mí se parecía mucho a lo que doña Elena y la Rubia hacían la una por la otra en un pueblo, en una época, en un país en el que nadie hacía nada por nadie, no quise llevarle la contraria mientras recorríamos los últimos metros que nos separaban de la casa donde seis mujeres, una tras otra, fueron saliendo al porche para vernos llegar.

Hasta aquel día, yo las conocía sólo de vista con la única excepción de Filo, con la que ya había hablado algunas veces antes de la tarde que pasamos juntos en el cuartel, porque era la única que bajaba al pueblo a vender huevos y a hacer la compra. Sin embargo, poco después de aquel día, me encontré con Chica por la calle, ella con su novio, yo solo, y me saludó. No me dijo nada más que hola, pero viniendo de cualquiera de ellas, eso era bastante, tanto que no habíamos pasado de ahí. Manoli ni siquiera me miraba cuando venía a recoger a Pedrito a la escuela, y sin embargo, aquella tarde estuvieron mucho más simpáticas conmigo de lo que me habría atrevido a calcular, quizás porque yo estaba en su terreno y no al contrario, quizás porque se alegraban de haber podido recuperar la máquina y de los pequeños ingresos que podía proporcionarles, o quizás, simplemente, porque quien me había llevado hasta allí era Pepe el Portugués.

—¡Hombre, el niño perdido y hallado en el templo! —Catalina se levantó para darle un abrazo nada más verle—. Ya era hora de que vinieras a hacernos una visita, bribón…

—Pero si no tengo tiempo para nada, Rubia, ya lo sabes —y la abrazó con una sonrisa y un gesto zalamero que yo jamás habría pensado que nadie pudiera dirigir a semejante fiera—. Tú, aquí, tienes braceras de sobra, pero yo… Tengo que hacerlo todo solo.

Después, una mujer bajita, que conservaba una sombra de su antigua gordura que la distinguía de las demás, aunque todas estuvieran igual de flacas, se acercó a él para abrazarle en segundo lugar. Yo no sabía quién era, y por eso, y por la pulcritud que la envolvía como una segunda piel, limpia y transparente, la identifiqué enseguida como doña Elena.

—Pues tienes contenta a alguna que yo me sé —le dijo luego, muy sonriente.

—Es que a alguna le gusta mucho hablar —el Portugués también sonrió—, pero no creo que pueda tener queja de nada.

—Tú verás —insistió doña Elena, y las tres hijas de Catalina se echaron a reír al mismo tiempo.

Mientras tanto, yo las miraba, por primera vez juntas y de cerca, con la absoluta impunidad de los seres invisibles, porque nadie parecía haber reparado todavía en que el Portugués no había llegado solo al cortijo.

Las Rubias eran muy parecidas, pero no de la manera en que suelen parecerse los hermanos, porque daba la impresión de que sus padres habían ido ensayando en las dos mayores para triunfar al fin con la pequeña. No podía saber si con los varones pasaba lo mismo porque no había llegado a conocer a ninguno, pero ellas tenían rasgos muy semejantes, los mismos gestos en la cara, las mismas formas en el cuerpo, y sin embargo era imposible confundirlas ni siquiera de lejos. A primera vista, Chica era tan guapa o más que Filo, aunque al mirarla con atención se descubría que en su rostro había algo que fallaba, algo que estaba medio milímetro más arriba o más abajo, más a la izquierda o a la derecha de donde tendría que estar. Su cuerpo tenía las mismas proporciones que el de su madre en cuatro dedos menos de estatura, como una versión achaparrada del que su hermana Paula, la más alta de todas, paseaba sobre unas piernas larguísimas. Ella tenía el mejor tipo de las tres pero también era la menos guapa, porque había heredado la dureza de los rasgos de Catalina sin la dulzura que la templaba en los ojos de sus hermanas. Filo reunía las mismas dosis de lo mejor que les había tocado a las dos mayores en un solo esplendor, aunque con Chica a un lado y Paula al otro, tal y como la vi aquella tarde, su belleza parecía más lógica, menos deslumbrante, al menos hasta que deduje del comentario de doña Elena que el Portugués estaba tonteando con una de ellas, y pensé que no podía ser más que Filo.

—¡Buah! —y sin embargo fue Paula la que hizo un mohín antes de girar sobre sus talones para entrar en la casa sin mirar hacia atrás—. No creo que este vaya a ver hoy gran cosa…

—Aquí os dejo a Nino —él sí se volvió a mirarme antes de ir tras ella, mientras todas se reían—. Tratádmelo bien, que es un buen chico.

Y se marchó, dejándome a solas con una perplejidad que no había parado de crecer desde que vi cómo Catalina lo estrechaba entre sus brazos. Temí que conmigo hiciera algo parecido, pero fue la única que se comportó como si yo no existiera. Doña Elena, en cambio, vino hacia mí con una sonrisa.

—Así que tú vas a ser mi alumno, ¿no?

—Sí —y avancé una mano insegura que ella apretó con decisión.

—Encantada de conocerte. Manoli ha hecho pestiños para merendar. Le salen muy ricos. ¿Quieres un agua de limón?

—Sí, muchas gracias —cuando me senté en la silla que me estaba indicando con el dedo, tenía la sensación de que en aquella casa todo era al revés de como debería ser—. ¿Pero no vamos a dar clase?

—Hoy no —y sin embargo, en ese instante empezó a caerme bien—. Hoy vamos a merendar, para empezar a conocernos. Me han contado que te gusta mucho leer, ¿no?

Los pestiños estaban tan buenos que me comí media docena, y Filo me rellenó dos veces el vaso de limonada para que terminara de sentirme a gusto en aquel porche, pero todavía estaba muy lejos de descubrir lo mejor que me pasaría aquella tarde.

—Uy, si son ya las cinco y media —doña Elena se levantó como si tuviera mucha prisa de repente—. Ven conmigo, Nino, voy a enseñarte mi casa.

—¿Su casa? —ella no perdió el tiempo en responderme, y tuve que correr un trecho para ponerme a su altura—. ¿Pero usted no vive aquí?

—No. Yo vivo en la casilla vieja, la primera que hubo en el cortijo —y señaló un sendero que parecía perderse entre los árboles—. Luego fue un establo, y más tarde un granero, pero estaba demasiado lejos de la casa grande, así que… Cuando yo llegué aquí, Catalina la usaba para guardar trastos. A mí me gustó, aunque estaba hecha una ruina, la verdad. Habían cegado las ventanas y sólo entraba luz por dos ventanucos que dan al altillo, el tejado estaba medio caído, el suelo era de tierra, pero la arreglamos entre todas con la ayuda de algunos amigos, y ahora vivo allí, con mi nieta. Siempre he sido muy independiente, ¿sabes?, y de paso, ellas tienen más sitio, que es algo que nunca sobra.

La casa de doña Elena era blanca, bonita, pequeña y limpia, igual que ella. Escondida entre los árboles y rodeada de macetas, tenía una sola habitación cuadrada, tan resplandeciente de cal como la fachada. El suelo estaba alfombrado con esteras de esparto, tan bien rematadas y encajadas entre sí que no dejaban adivinar el pavimento que recubrían, y había que acercarse mucho a las ventanas para descubrir que sus marcos, bajo sucesivas, minuciosas capas de pintura azul, estaban fabricados con distintos fragmentos de madera, a veces muy pequeños, pulidos y encolados para formar listones uniformes. Un trabajo tan primoroso sólo podía ser obra de Lorenzo Fingenegocios, que antes de subirse al monte había sido el mejor carpintero de los alrededores, aunque siguiera cargando con el mote de su abuelo, un vago que se ponía todos los días un traje y una corbata para pasearse por el pueblo de taberna en taberna, con un maletín en la mano, como si fuera un banquero muy atareado.

A la izquierda de la puerta había una cocina que su propietaria no utilizaba, porque comía y cenaba en la casa grande, y justo enfrente, entre dos mesillas con encimeras de mármol blanco, una cama de matrimonio con cabecero de hierro forjado, cubierta por una colcha de terciopelo rojo oscuro y flecos de seda que parecía haber llegado de otro mundo, igual que la mesa y las sillas de madera tallada que ocupaban el centro del cuarto. Pero ninguno de estos muebles valía nada en comparación con el tesoro que se extendía sobre la pared frontera a la puerta, debajo de un altillo corrido, tan profundo que dos ventanucos no bastaban para iluminar su contenido, y en el que doña Elena había almacenado todos los trastos que encontró desperdigados por el suelo al llegar. Debajo del voladizo de madera, encajadas contra él como si formaran una biblioteca hecha a medida, cuatro hileras contiguas de cajas de fruta, a las que les había arrancado los tablones del fondo para apilarlas una sobre otra por su lado más largo, contenían, limpios y ordenados, más libros de los que yo había podido imaginar jamás que poseyera una sola persona.

Cuando los vi, no pude decir nada. Sentí que las piernas se me doblaban solas al acercarme a ellos, y avancé los dedos de la mano derecha para acariciar con el borde de las yemas los lomos de piel y de papel, desgastados los primeros, suaves como el cuero viejo, estriados los segundos como si los hubieran abierto muchas veces.
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