El Códice Da Vinci es una colección de incalculable valor que reúne la obra original de Leonardo …. ¿o no? Cuando el erudito davinciano Erikson descubre que varias de las páginas del Códice son falsificaciones, comienza la búsqueda de los documentos auténticos que pueden contener secretos y revelaciones sorprendentes.
Pero Erikson no es el único que busca las paginas desaparecidas. Pronto se da cuenta de que el mismo es el blanco de una conspiración asesina que se remonta a los albores de la propia cristiandad. Porque el Códice Da Vinci no es solo un documento de incalculable valor, es también la llave para llegar a un descubrimiento de aterradora importancia extraviado desde hace tiempo.
Ahora, no es solo la vida de Erikson la que está en peligro, sino el futuro mismo. El poder supremo es el premio que espera a quien se apodere del Códice Da Vinci.
Lewis Perdue
El legado Da Vinci
ePUB v1.0
NitoStrad17.03.13
Título original:
The Da Vinci Legacy
Autor: Lewis Perdue
Fecha de publicación del original: mayo de 2006
Traducción: Emma Fondevila
Diseño de la cubierta: Hans Geel
Ilustración de la cubierta: Hans Geel
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
A papá que me regaló este amor por las palabras
del que brota todo lo que escribo
Domingo, 2 de julio
Matar le gustaba. Lo único que le producía ansiedad era tener que esperar. Eso era lo que sentía en esos momentos, sentado allí dentro, con la frescura de la piedra protegiéndolo del calor abrasador.
Con el dorso de la mano se secó las diminutas gotas de sudor que perlaban su labio superior a pesar de la frescura reinante en aquella cueva construida por el hombre. Disimuladamente miró en derredor fingiendo que atendía a la misa. Sí, pensó, era una cueva hecha por el hombre, con mármol de Elba y oro de África, y elementos suntuosos traídos de todo el mundo.
Odiaba las iglesias, todas las iglesias, pero especialmente las que, como aquélla, habían necesitado del trabajo de toda una vida de miles de personas. Tanto las iglesias como las cuevas eran todas refugios de la Edad de Piedra, para ideas de la Edad de Piedra.
—Señor Dios de los Ejércitos —entonaron al unísono los congregados—. Llenos están los Cielos y la Tierra de Tu gloria.
En un intento de pasar inadvertido, se sumó a los demás en su italiano oficial.
Echó una mirada a las elaboradas pinturas de santos y ángeles, de serafines y querubines que cubrían las paredes del recinto. Contrastando vivamente con tanto esplendor, las personas de clase baja o medio-baja permanecían sentadas envaradas e incómodas con las ropas formales que sólo se ponían para acudir a misa. Los hombres, de manos callosas y pelo evidentemente cortado por sus mujeres. Estas, corpulentas y en cierto modo dignificadas por su tamaño. Entre ellos, unos jovencitos que se removían inquietos deseando sin duda estar en cualquier otra parte.
Entre la anodina multitud, destacando como piedras preciosas, se veía a los turistas, la mayoría norteamericanos, supuso, bien vestidos, bien peinados, bien alimentados, lo mismo que él. Aunque con sus casi dos metros de estatura era un poco más alto que los demás, podía pasar sin problema por un turista norteamericano. Ése había sido un error fatal para más de uno.
—Hosanna en las Alturas —entonó siguiendo el libro de plegarias.
—Bendito el que viene en nombre del Señor.
Delante de él, un muchachito de unos nueve años se movía incómodo, aburrido por el servicio y al parecer nada impresionado por la catedral, el Duomo de Pisa, tan próximo a la torre inclinada.
—Hosanna en las Alturas.
Los fieles callaron y el sacerdote, ataviado con su casulla de seda roja de la festividad de la Sangre de Cristo, del 2 de julio, prosiguió la misa en italiano.
El hombre se secó otra vez el sudor que le cubría el labio y, nerviosamente, se pasó los dedos por su pelo color arena. Mientras las palabras de la misa resbalaban sobre él, pasó revista a la nave. A diferencia de la mayor parte de las catedrales, ésta estaba bien iluminada gracias a las enormes ventanas superiores que la llenaban de luz. Lenta, casi imperceptiblemente, la enorme linterna de bronce a la que llamaban la lámpara de Galileo empezó a balancearse en el aire.
El hombre echó una mirada ansiosa a la galería que había casi a la altura del techo de la enorme catedral y conducía a una puerta. Su vista fue bajando despacio desde esa puerta, pasó sobre la imagen de un Cristo con incrustaciones de oro y se posó en el altar, con su imponente crucifijo de bronce de casi dos metros de altura diseñado por…, rebuscó en su memoria…, por Giambologna. Sí, pensó, eso era, Giambologna. Dios, lo que podría haber hecho esa civilización si sus mejores mentes no hubieran perdido el tiempo tallando, fundiendo y pintando cruces.
—Pero esa misma noche dio la mayor prueba de Su amor. Tomó el pan en Sus manos —entonó el sacerdote cogiendo la hostia y levantando la vista al cielo.
El hombre siguió su mirada, observando furtivamente una vez más la galería y la puerta.
—Y dando gracias —prosiguió el cura haciendo la señal de la cruz sobre la hostia—, lo bendijo y, cortando el pan, se lo dio a Sus discípulos.
Los fríos ojos azules del hombre no se apartaban del altar. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de corte francés y tocó el mango de marfil del Sescepita. Más tranquilo, dejó caer la mano al costado. Delante de él, el niño golpeaba inquieto el suelo con las puntas de sus zapatos baratos. Ese golpeteo exasperaba al hombre.
El aroma a incienso aumentó y los colores de la catedral se intensificaron. Podía sentir cómo la ropa se le pegaba al cuerpo por el sudor. Sus sentidos siempre se agudizaban en momentos como éste. Le encantaba matar; lo hacía sentir tan vivo.
—Cuando terminó la cena, levantó la copa —continuó el sacerdote alzando el cáliz con ambas manos—, y, dando gracias, se la ofreció diciendo: «Tomad y bebed, porque ésta es mi sangre…».
Los músculos del hombre se tensaron como cuerdas.
—La sangre de la Nueva Alianza.
El hombre miró una vez más a la puerta situada encima del altar.
—La sangre que será derramada por vosotros, y…
Un alarido de terror recorrió la catedral. Un hombre delgado, atado de pies y manos, cayó desde la galería. Alrededor del cuello tenía una gruesa cuerda de nailon.
—¡No-o-o-o! —gritó el hombre mientras caía—. ¡Oh, Jesús! ¡No-o-o-o!
Mientras el desgraciado se precipitaba desgarrando con sus gritos el silencio de la mañana de domingo, el hombre rubio se puso de pie y se dirigió hacia la puerta; el niño dejó de golpear el suelo con los pies. El sacerdote soltó el cáliz, que cayó dando tumbos por los escalones del altar, derramando el vino consagrado.
La cuerda de nailon se tensó de golpe ahogando los gritos del hombre, aunque éste siguió cayendo hasta alcanzar la soga su máxima longitud. Su cuerpo golpeó contra el suelo de mármol acompañado del ruido sordo de los huesos al romperse.
El hombre rubio estaba a medio camino de la salida cuando la cuerda retrocedió arrastrando el cuerpo desmadejado y alzándolo sobre el altar. Los fieles contuvieron el aliento. Durante un espantoso instante, el hombre se quedó colgando sobre el altar, para, al momento siguiente, ser atravesado por el abdomen por el extremo de la cruz de Giambologna, en la que se quedó ensartado.
La sangre se derramó sin contención sobre la imagen de Cristo y el altar, cuajándose mientras se mezclaba con el vino del cáliz caído. El sacerdote hizo la señal de la cruz y cayó de rodillas pidiendo perdón.
Gritos horrorizados llenaron la catedral mientras unos cuantos fieles acudían en ayuda del sacerdote y el resto corría hacia la puerta justo detrás del hombre rubio.
Una vez fuera, éste giró hacia la izquierda y fue tras un hombre corpulento que en ese momento abandonaba de prisa la catedral y se dirigía hacia el baptisterio circular de mármol que quedaba a la sombra de la torre. Los fieles, aterrorizados y vociferantes, llenaban los alrededores de la catedral llamando a gritos a la policía.
La gente que en ese momento visitaba el baptisterio salió rápidamente y fue a ver a qué se debía la conmoción.
—Estupendo trabajo —dijo el hombre rubio con entusiasmo en cuanto estuvo a solas con el hombre corpulento al que había seguido hasta allí—. Ni siquiera yo te vi tirar el cuerpo por encima de la barandilla, y eso que estaba mirando.
Danke, mein Herr
—respondió el gigantón respetuosamente. Tenía una cara de marcadas facciones germanas y la corpulencia del obrero del metal de Bremen que había sido en un tiempo. Aunque de estatura prácticamente igual que la del rubio, debía de pesar unos veinticinco kilos más.
—Te lo digo sinceramente —continuó el rubio en un alemán impecable—. Ha sido todo un espectáculo. La lección no pasará inadvertida. Me ha gustado en especial el detalle de la cuerda al cuello.
El alemán estaba radiante de satisfacción. Se le conocía como «el Maestro», no por su educación, sino por las «lecciones» que había dado.
—Gracias de nuevo,
mein Herr
, pero me adula demasiado. Sólo hago mi trabajo —sonrió expectante.
El hombre rubio deslizó su cuidada mano en el bolsillo. Sin embargo, lo que sacó no fue dinero, sino un largo cuchillo con mango de marfil e incrustaciones de oro, plata y piedras preciosas. En la Edad Media, el Sescepita había sido ya utilizado por sacerdotes paganos para realizar sacrificios. Tenía un valor incalculable.
Para tratarse de un hombre tan corpulento, el Maestro era rápido, sin embargo, en esa ocasión no reaccionó a tiempo. Al primer tajo, sus intestinos se derramaron sobre el frío mármol del baptisterio. El segundo le abrió una extraña mueca roja debajo de la barbilla. Se fue deslizando hacia el suelo con la espalda contra la pila bautismal.
—Ay, Maestro —susurró el hombre rubio en alemán ante la mirada ya casi apagada del gigantón—. Saber un poco es peligroso, pero saber mucho lo es aún más. —Hizo una pausa mientras las pupilas del otro vacilaban—. ¿Y demasiado…? Bueno, saber demasiado puede significar la muerte.
Hubo un destello de entendimiento en la mirada del moribundo antes de que la cubriera para siempre los pesados párpados del hombre.
El rubio limpió con presteza el arma antigua en la camisa del alemán y volvió a meterla en su vaina. Mientras abandonaba a grandes zancadas el baptisterio, se preguntó por un momento cuánto tiempo pasaría antes de que alguien pensara que él mismo sabía demasiado.
Miércoles, 5 de julio
El día amaneció espléndido. El sol centelleaba sobre la arena y el agua y brillaba radiante en un cielo sin nubes. Vance Erikson circulaba a gran velocidad por la autopista del Pacífico, inclinado sobre el manillar de su restaurada moto Indian de 1948. La potente máquina rugía entre sus piernas mientras iba adelantando un coche tras otro. Daba gusto volver a tomar contacto con la civilización aunque eso significara tener que habérselas con los pelotas y con los contables con cara de lagarto que trabajaban para la empresa petrolera.