El libro de las ilusiones (12 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: El libro de las ilusiones
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Mi información se limitaba a los artículos que había logrado encontrar, y esas ocho bien podrían haber sido veinte, o quizá más.

Cuando se publicó la noticia de la desaparición de Hector el siguiente mes de enero, poca atención se prestó a su vida amorosa. Seymour Hunt se había ahorcado en su habitación justo tres días antes, y en vez de tratar de encontrar pruebas de algún amargo idilio o de una secreta aventura amorosa, la policía centró sus esfuerzos en las tormentosas relaciones de Hector con el corrupto banquero de Cincinnati. Probablemente resultaba demasiado tentador no establecer una conexión entre ambos escándalos. Tras la detención de Hunt, Hector había declarado, según decían, que se alegraba de ver que los norteamericanos aún tenían sentido de la justicia. Una fuente anónima, descrita como uno de sus amigos íntimos, informó de que Hector, en presencia de media docena de personas, había afirmado lo siguiente:
Ese individuo es un sinvergüenza. Me ha estafado miles de dólares y ha intentado destruir mi carrera. Me alegro de que lo hayan metido en la cárcel. Tiene lo que se merece, y no me inspira ninguna lástima.
En la prensa empezaron a circular rumores de que Hector había sido uno de los que delataron a Hunt a las autoridades. Los partidarios de esa teoría afirmaban que ahora que Hunt estaba muerto, sus socios habían eliminado a Hector con objeto de evitar que se filtraran más revelaciones al público. Algunas versiones llegaban incluso a sugerir que la muerte de Hunt no había sido un suicidio, sino un asesinato arreglado para que pareciese un suicidio: el primer paso de una minuciosa confabulación tramada por sus amigos de los bajos fondos para borrar el rastro de sus crímenes.

Esa versión era la que relacionaba los hechos con el mundo del hampa. En los Estados Unidos del decenio de 1920, tal enfoque debía de parecer bastante verosímil, pero sin un cadáver que respaldara la hipótesis la investigación policial empezó a zozobrar. La prensa siguió manipulando el asunto durante un par de semanas, publicando historias sobre las prácticas comerciales de Hunt y el ascenso del elemento delictivo en la industria cinematográfica, pero cuando no pudo establecerse relación concreta alguna entre la desaparición de Hector y la muerte de su antiguo productor, los periodistas empezaron a buscar otros motivos y explicaciones. Todo el mundo estaba intrigado por la proximidad de ambos sucesos, pero desde el punto de vista de la lógica no tenía mucho fundamento suponer que uno de ellos fuera la causa del otro. De la contigüidad de los hechos no se infería necesariamente relación alguna, aunque su cercanía en el tiempo sugiriese otra cosa.

Ahora bien, cuando empezaron a seguirse otras líneas de investigación, resultó que muchas de las pistas ya se habían enfriado. Dolores Saint John, mencionada en varios artículos anteriores como la prometida de Hector, se marchó discretamente de la ciudad para volver a casa de sus padres, en Kansas. Pasó un mes entero antes de que los periodistas la encontraran, y cuando lo consiguieron, Dolores se negó a hablar con ellos, alegando que estaba demasiado afligida por la desaparición de Hector para hacer declaraciones. Sólo formuló una observación: Estoy deshecha. Después de lo cual no volvió a saberse más de ella.

Actriz joven y atractiva que había trabajado en media docena de películas (incluidas
El utilero
y
Don Nadie
, en las que hacía el papel de hija del sheriff y mujer de Hector, respectivamente), abandonó impulsivamente la carrera y desapareció del mundo del espectáculo.

Jules Blaustein, el cómico que había trabajado con Hector en las doce películas de Kaleidoscope, contó a un periodista de
Variety
que Hector y él habían estado colaborando en una serie de guiones para comedias sonoras, y que su socio literario había hecho gala de un
excelente ánimo
. Lo había visto todos los días desde mediados de diciembre y, a diferencia de todos a quienes hicieron entrevistas acerca de Hector, hablaba de él en tiempo presente.
Es cierto que con Hunt las cosas acabaron de manera bastante desagradable, reconocía Blaustein, pero Hector no fue el único que recibió un trato injusto en Kaleidoscope. A todos nos dieron un buen palo, y aunque él se llevó la peor parte, no es de los que guardan rencor a nadie. Tiene todo el futuro por delante, y en cuanto su contrato con Kaleidoscope se acabó, empezó a pensar en otras cosas. Conmigo ha trabajado mucho, con mayor ahínco del que nunca le he visto, y la mente le bullía de ideas nuevas. Cuando lo perdí de vista, ya teníamos casi acabado nuestro primer guión —una comedia divertidísima, titulada Punto y raya— y estábamos a punto de firmar un contrato con Harry Cohn en Columbia. El rodaje debía empezar en marzo. Hector iba a dirigir e interpretar un papel mudo, pequeño pero muy cómico, y si a usted le parece que esa actitud es propia de alguien que está pensando en suicidarse entonces es que no conoce en absoluto a Hector. Es absurdo pensar que fuera a quitarse la vida. A lo mejor se la quitó alguien, pero eso supondría que tenía enemigos, y desde que lo conozco nunca he visto que le cayera gordo a nadie. Es todo un señor, y me gusta trabajar con él.

Nos podemos pasar el día pensando en lo que ha pasado, pero apuesto lo que sea a que está vivo y anda por ahí, y que simplemente una noche tuvo una de esas furiosas inspiraciones suyas y se largó para estar solo durante una temporada. No hacen más que decir que está muerto, pero no me sorprendería que Hector apareciera ahora mismo por esa puerta, dejara el sombrero sobre la silla y dijera: «Venga, Jules, vamos a trabajar.»

Columbia confirmó que estaban negociando con Hector y Blaustein un contrato de tres películas que incluía Punto y raya y otras dos comedias. Aún no había nada firmado, aseguró el portavoz, pero ya que las condiciones se habían resuelto a satisfacción de ambas partes, el estudio estaba deseando
dar la bienvenida a Hector en el seno de la familia
. Las observaciones de Blaustein, asociadas a la declaración de Columbia, rebaten la idea de que la carrera de Hector se encontraba en un callejón sin salida, en la que insistía cierta prensa sensacionalista como posible motivo de suicidio. Pero los hechos demostraban que las perspectivas de Hector distaban mucho de ser sombrías. El desastre de Kaleidoscope no había quebrantado su ánimo, según anunciaba Los Angeles Record el 18 de febrero de 1929, y como no apareció carta ni nota alguna para apoyar la posibilidad de que Hector se hubiera quitado la vida, la teoría del suicidio empezó a perder pie frente a una serie de azarosas conjeturas y suposiciones descabelladas: secuestros que salieron mal, accidentes extraños, acontecimientos sobrenaturales. Mientras, la policía no realizaba avance alguno en el caso Hunt, y aunque afirmaban que se estaban siguiendo varias pistas prometedoras ( Los Angeles Daily News, 7 de marzo de 1929), nunca señalaron a más sospechosos. Si habían asesinado a Hector, no existían pruebas suficientes para acusar a nadie del crimen. Si se trataba de un suicidio, los motivos no estaban claros para nadie. Unos cuantos cínicos sugirieron que su desaparición no era sino un truco publicitario, una maniobra barata orquestada por Harry Cohn en Columbia para llamar la atención sobre su nueva estrella, y que cabía esperar su milagrosa reaparición el día menos pensado. Aquello parecía tener sentido, si bien de una manera un tanto disparatada, pero a medida que pasaban los días y Hector seguía sin aparecer, esa teoría demostró ser tan errónea como todas las demás. Cada uno tenía su propia opinión de lo que le había ocurrido a Hector, pero el caso era que nadie sabía una palabra a ciencia cierta. Y si alguien sabía algo, no abría la boca.

El asunto apareció en primera plana durante mes y medio, pero luego el interés empezó a decaer. No había nuevos descubrimientos de que informar, ni nuevas posibilidades que examinar, y al final la prensa desvió la atención hacia otros asuntos, A finales de primavera, Los Angeles Examiner publicó el primero de una serie de artículos que apareció de manera intermitente a lo largo de los dos años siguientes en la cual siempre intervenía alguien que presuntamente había visto a Hector en un lugar improbable y remoto —los llamados avistamientos de Hector—, pero tales historias eran poco más que bagatelas, pequeños artículos de relleno escondidos al pie de la página del horóscopo, una especie de chiste permanente para los enterados de Hollywood. Hector en Utica, Nueva York, trabajando de contratista de mano de obra. Hector en la Pampa, con su circo itinerante. Hector en los barrios bajos. En marzo de 1933 Randall Simms, el periodista que lo había entrevistado para
Picturegoer
cinco años antes, publicó un artículo en el suplemento dominical del Herald-Express titulado «¿Qué ha sido de Hector Mann?».

Prometía nuevos datos sobre el caso, pero aparte de insinuar un desesperado y complejo triángulo amoroso en el que Hector bien podría estar implicado o no, se trataba esencialmente de un refrito de las historias aparecidas en 1929 en los periódicos de Los Angeles. Un artículo similar, escrito por un tal Dabney Strayhorn, apareció en un número del Collier's de 1941, y un libro de 1957 con el titulito de Escándalos y misterios de Hollywood, escrito por Frank C. Klebald, dedicaba un breve capítulo a la desaparición de Hector, que tras un detenido examen resultaba ser un plagio casi palabra por palabra del artículo publicado por Strayhorn en la mencionada revista. Quizá se escribieran otros artículos y otros libros a lo largo de los años, pero yo no los conocía. Sólo contaba con el contenido de la caja, y lo que había dentro era todo lo que había podido descubrir.

4

Dos semanas después, seguía sin tener noticias de Frieda Spelling. Había imaginado llamadas en plena noche, cartas enviadas por correo urgente, telegramas, faxes, ruegos desesperados para que corriese a la cabecera de Hector, pero al cabo de catorce días de silencio dejé de concederle el beneficio de la duda. Volvió mi escepticismo, y poco a poco fui retrocediendo a la situación anterior. La caja volvió al armario, y, después de andar alicaído durante ocho o diez días, cogí el libro de Chateaubriand y me puse de nuevo a la faena. Me habían apartado de mi propósito durante casi un mes, pero, aparte de algunos vestigios de hastío y decepción, logré dejar de pensar en Tierra del Sueño. Hector estaba muerto otra vez. Había muerto en 1929, y si no, había muerto anteayer. No importaba cuál de las dos muertes era real. Hector ya no era de este mundo, y jamás tendría ocasión de conocerlo.

Volví a encerrarme en mí mismo. El tiempo se mostraba muy variable, con alternancia de periodos buenos y malos. Uno o dos días de resplandeciente luminosidad, seguidos de tormentas furiosas; chaparrones torrenciales, y luego cielos de un azul cristalino; viento y calma, calor y frío, niebla que se disolvía en claridad. En mi montaña siempre hacía cinco grados menos que abajo, en el pueblo, pero algunas tardes podía pasearme en camiseta y pantalones cortos. En otras ocasiones, tenía que encender la chimenea y abrigarme con tres jerséis. Acabó junio y empezó julio. Para entonces llevaba unos diez días trabajando sin parar, recobrando poco a poco el ritmo de antes, empezando a dar lo que consideraba el empujón definitivo al trabajo. Poco después del fin de semana del Cuatro de Julio, lo dejé pronto y fui a Brattleboro a hacer la compra. Pasé unos cuarenta minutos en el Grand Union, y luego, tras cargar las bolsas en la cabina de la camioneta, decidí quedarme un poco por allí y meterme en el cine. No fue más que un impulso, un capricho repentino que tuve en el aparcamiento, mientras el último sol de la tarde me hacía entrecerrar los ojos. Ya había hecho el trabajo del día, y no se me ocurría nada que me hiciese cambiar de plan, no tenía motivos para volver corriendo a casa si no me apetecía. Llegué al cine Latches de la calle Main justo cuando el pase de las seis estaba a punto de empezar. Compré una Coca y una bolsa de palomitas, encontré un sitio en medio de la ultima fila y me quedé en la butaca durante toda la proyección de una de las películas de la serie Regreso al futuro. Resultó ser ridícula y divertida a la vez. Cuando terminó, decidí prolongar la salida yendo a cenar al restaurante coreano de la acera de enfrente. Ya había estado allí una vez y, para los criterios de Vermont, se comía bastante bien.

Me había pasado dos horas sentado en la oscuridad, y cuando salí del cine el tiempo había cambiado otra vez.

Era una de esas mutaciones bruscas: se formaban gruesas nubes, caía la temperatura por debajo de los diez grados, empezaba a soplar el viento. Tras una jornada límpida y reluciente, aún debería haber luz a aquella hora, pero el sol había desaparecido poco antes del crepúsculo, y el largo día de verano se había convertido en una noche húmeda y fría. Ya estaba lloviendo cuando crucé la calle y entré en el restaurante, y en cuanto me senté a una mesa de la parte de delante y pedí la cena, observé cómo iba cobrando fuerza la tormenta. Una bolsa de papel se alzó del suelo y fue volando hasta el escaparate de la tienda Sam's Army-Navy; una lata de gaseosa vacía rodó estrepitosamente por la calle hacia el río; proyectiles de lluvia acribillaron la acera. Empecé con una fuente de kimchi, regándolo con un trago de cerveza a cada par de bocados. Era un sabor fuerte que quemaba la lengua, y cuando acometí el plato principal seguí mojando la carne en la salsa picante, lo que supuso un continuo trasiego de cerveza. Debí de beberme unas tres cervezas en total, quizá cuatro, y cuando pagué la cuenta estaba un poco más achispado de lo conveniente. Con sobrado equilibrio para caminar en línea recta, supongo, lo bastante lúcido para que se me ocurrieran ideas interesantes sobre la traducción, pero quizá no lo suficientemente despejado para conducir.

Aunque no voy a echar la culpa a la cerveza de lo que ocurrió. Podía estar un poco lento de reflejos, pero también intervinieron otros factores y, si se hubiera eliminado la cerveza de la ecuación, dudo de que el resultado hubiese sido diferente. La lluvia seguía cayendo con fuerza cuando salí del restaurante, y como tuve que correr varios centenares de metros hasta el aparcamiento municipal, terminé calado hasta los huesos. El hecho de que no pudiera sacar las llaves de los pantalones mojados no facilitó mucho las cosas, y menos aún el que se me cayeran en un charco cuando ya había conseguido tenerlas en la mano, lo que supuso perder más tiempo para agacharme y buscarlas a oscuras. Cuando finalmente me puse en pie y subí a la camioneta, estaba tan empapado como si me hubiera metido en la ducha con la ropa puesta. Hay que culpar a la cerveza, pero también a aquella ropa mojada y a las gotas de agua que se me metían en los ojos. Una y otra vez tuve que quitar una mano del volante para limpiarme la frente, y si se añade esa distracción a la incomodidad de un mal sistema para desempañar el parabrisas (lo que suponía que cuando no me estaba enjugando la frente, utilizaba esa misma mano par limpiar la luna empañada) y luego se agrava el problema rematándolo con unos limpiaparabrisas averiados (¿y cuándo no lo están?), se llega a la conclusión de que las condiciones de aquella noche no eran las más propicias para garantizar que nadie volviera a casa sano y salvo.

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