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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (35 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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De no haber sido por la insultante manera con que me estaban tratando, no habría pensado dos veces en todo eso. Cuando Alma y yo terminamos nuestra conversación en el edificio de posproducción, guardamos los restos del almuerzo y nos dirigimos a la casa de adobe de Alma, construida en un pequeño altozano a unos trescientos metros de la casa grande. Alma abrió la puerta y a nuestros pies, nada más franquear el umbral, estaba mi bolsa de viaje. Por la mañana se había quedado en la habitación de invitados de la casa grande, y ahora alguien (probablemente Conchita) la había llevado allí por orden de Frieda, dejándola tirada en el suelo. Me pareció un gesto arrogante, imperioso. Una vez más, intenté tomármelo con buen humor (Bueno, dije, al menos me han ahorrado la molestia de traerla yo mismo), pero, bajo mi displicente comentario, me consumía de rabia. Alma se marchó para reunirse con los demás, y durante los quince o veinte minutos siguientes deambulé por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones, tratando de dominar la cólera. Finalmente, oí el traqueteo de las carretillas a lo lejos, con sus ruedas metálicas rascando la piedra, y el ruido intermitente de las latas apiladas que vibraban y chocaban unas con otras. El auto de fe estaba a punto de comenzar. Fui al baño, me desnudé y abrí a tope los grifos de la bañera.

Sumergido en el agua caliente, dejé vagar mis pensamientos durante un tiempo, recapitulando lentamente los hechos como yo los entendía. Luego, dándoles la vuelta y mirándolos desde una perspectiva diferente, traté de encajarlos con los acontecimientos que se habían producido en la última hora: el beligerante diálogo de Juan con Alma, la reacción violenta de Alma al mensaje de Frieda (
rompe su promesa..., le daría un puñetazo en la boca
), mi expulsión del rancho. Era una línea de argumentación puramente especulativa, pero cuando repasé lo que había ocurrido la noche anterior (la gentileza del recibimiento de Hector, sus deseos de que viera sus películas) y luego lo comparé con los sucesos acaecidos desde entonces, empecé a preguntarme si Frieda no habría estado en contra de mi visita desde el principio.

No olvidaba que ella era quien me había invitado a Tierra del Sueño, pero quizá me hubiera escrito aquellas cartas convencida de que era un error, cediendo a las exigencias de Hector al cabo de meses y peleas y desacuerdos. Si así era, la orden de expulsión de sus dominios no suponía un repentino cambio de opinión. Era sencillamente algo que podía permitirse ahora que Hector había muerto.

Hasta entonces, había considerado que formaban una pareja con idénticos intereses. Alma me había hablado largamente de su matrimonio, y ni por un momento se me había ocurrido que pudieran tener motivos diferentes, que sus ideas no estuvieran en perfecta armonía. En 1939 habían hecho un pacto para realizar películas que nunca se proyectarían públicamente, y ambos habían aceptado el principio de que la obra que produjeran juntos sería destruida en última instancia. Aquéllas eran las condiciones para que Hector volviera a hacer cine. Era una privación brutal, y sin embargo sólo sacrificando lo único que habría dado sentido a su obra —el placer de compartirla con los demás— podría justificar su decisión de realizarla. Las películas, entonces, eran una especie de penitencia, el reconocimiento de que su participación en el asesinato accidental de Brigid O'Fallon era un pecado que jamás alcanzaría el perdón.
Soy un hombre ridículo. Dios me ha gastado muchas bromas
. Una forma de castigo había sucedido a otra, y en la retorcida lógica de aquella decisión que le servía de tormento, Hector había continuado pagando sus deudas a un Dios en el que se negaba a creer. La bala que le destrozó el pecho en el banco de Sandusky había posibilitado su matrimonio con Frieda. La muerte de su hijo había hecho posible su vuelta al cine. En ningún caso, sin embargo, había sido absuelto de su responsabilidad en los hechos que sucedieron en la noche del 14 de enero de 1929. Ni el sufrimiento físico causado por el revólver de Knox ni el dolor mental causado por la muerte de Taddy habían sido lo bastante terribles para liberarlo. Hacer películas, sí. Volcar todas sus dotes y energía en hacerlas. Hacerlas como si le fuera la vida en ello, y entonces, una vez que se le acabe la vida, asegurarse de que serán destruidas. Prohibido dejar la menor huella tras de sí.

Frieda había estado de acuerdo con todo eso, pero para ella no podía ser lo mismo. Ella no había cometido crimen alguno; no arrastraba la carga de una conciencia culpable; no la perseguía el recuerdo de haber metido a una muchacha muerta en el maletero de un coche y enterrado su cadáver en las montañas de California. Frieda era inocente, y sin embargo aceptó las condiciones de Hector, renunciando a sus ambiciones personales para entregarse a la creación de una obra cuyo objetivo esencial era la nada. Para mí habría sido comprensible que lo hubiera observado desde lejos, siguiendo a Hector la corriente en sus obsesiones, quizá, compadeciéndolo por sus manías, aunque negándose a participar en los aspectos prácticos de la empresa misma. Pero Frieda era su cómplice, su partidaria más incondicional, y estaba metida hasta el cuello desde el primer momento. No sólo convenció a Hector de que volviera a hacer cine (amenazándolo con abandonarlo si no lo hacía), sino que financió la operación con su dinero. Cosía el vestuario, escribía guiones, montaba películas, creaba decorados. Nadie trabaja tanto en algo a menos que le guste, a menos que crea que el esfuerzo vale la pena; pero ¿qué posible alegría podía encontrar ella en pasar todos aquellos años trabajando para nada? Al menos Hector, atrapado en su batalla psicorreligiosa entre deseo y abnegación, podía consolarse con la idea de que su obra tenía un objeto. No realizaba películas con el fin de destruirlas, sino a pesar de ello. Eran dos actos separados, y lo mejor era que él no tendría que estar presente cuando ocurriera el segundo. Él ya estaría muerto cuando arrojaran sus películas a la hoguera, y entonces le daría lo mismo. Para Frieda, sin embargo, aquellos dos actos debían ser uno y el mismo, dos etapas de un solo y único proceso de creación y destrucción. Desde el principio, ella era la destinada a encender la cerilla y acabar con su trabajo, y esa idea debió de crecer en su interior con el paso de los años hasta dominar todo lo demás. Poco a poco, se había convertido en un principio estético por derecho propio.

Aun cuando siguiera trabajando con Hector en las películas, debió de tener la impresión de que la verdadera obra no consistía en realizar películas, sino en hacer algo con objeto de destruirlo. Esa era la obra, y hasta que todo vestigio de esa obra no se hubiera destruido, la obra misma no existiría. Únicamente cobraría vida en el momento de su aniquilación; y entonces, cuando el humo se elevara en el caluroso día de Nuevo México, desaparecería.

Había algo escalofriante y hermoso en esa idea. Comprendía lo seductora que debió de ser para ella, y sin embargo, una vez que me puse a considerarla desde el punto de vista de Frieda, a sentir toda la fuerza de aquella ferviente negación, comprendí también por qué quería deshacerse de mí. Mi presencia manchaba la pureza del momento. Las películas tenían que morir vírgenes, sin ser vistas por nadie del mundo exterior. Ya era pernicioso que me hubieran dejado ver una, pero ahora que las cláusulas del testamento de Hector iban a llevarse a efecto, ella podía insistir en que la ceremonia se celebrase de la forma que siempre había imaginado. Las películas habían nacido en secreto, y también debían desaparecer en secreto. No se permitía la presencia de extraños, y aunque en el último momento Alma y Hector habían realizado un esfuerzo por introducirme en el círculo de su intimidad, a ojos de Frieda yo nunca había sido más que un extraño. Alma formaba parte de la familia, y por tanto había sido consagrada como testigo oficial. Era la historiadora de la corte, por decirlo así, y cuando hubiera muerto el último miembro de la generación de sus padres, los únicos recuerdos que sobrevivirían serían los que ella consignara en su libro. Yo debería haber sido el testigo del testigo, el observador independiente destinado a confirmar la exactitud de las declaraciones del testigo. Era un papel demasiado pequeño para desempeñar en un drama tan vasto, y Frieda lo había suprimido del guión. En lo que a ella se refería, yo había sido innecesario desde el principio.

Permanecí en la bañera hasta que el agua se quedó fría, luego me envolví en un par de toallas y estuve allí otros veinte o treinta minutos, afeitándome, vistiéndome, peinándome. Me encontraba bien en el baño de Alma, entre los tubos y frascos alineados en los estantes del armario de las medicinas, o que cubrían la superficie de la pequeña cómoda que había junto a la ventana. El cepillo de dientes rojo en su soporte de encima del lavabo, las barras de labios en sus estuches dorados o de plástico, el cepillito del rímel y el lápiz de ojos, la caja de tampones, las aspirinas, el hilo dental, el
eau de cologne
de Chanel n.° 5, el bactericida hecho con receta. Cada uno de ellos era un signo de intimidad, una marca de soledad e introspección. Alma se llevaba las pastillas a la boca, se aplicaba las cremas en la piel, se pasaba los peines y cepillos por el pelo, y todas las mañanas entraba en aquel cuarto y se ponía frente al mismo espejo en el que yo miraba ahora.

¿Qué sabía de ella? Casi nada, y sin embargo estaba seguro de que no quería perderla, de que estaba dispuesto a luchar con tal de volver a verla después de marcharme del rancho a la mañana siguiente. Mi problema era la ignorancia. Era indudable que había un conflicto en la casa, pero no conocía a Alma lo bastante para calibrar el verdadero alcance de su cólera con respecto a Frieda, y careciendo de medios para descubrirlo, ignoraba hasta qué punto debía preocuparme por lo que pudiera pasar. La noche anterior, las había observado juntas en la mesa de la cocina, y entonces no vi ni la menor sombra de roce.

Recordé la solicitud del tono de voz de Alma, la delicada petición de Frieda de que Alma pasara la noche en la casa grande, la sensación de vínculo familiar. No era inhabitual que personas con ese grado de intimidad arremetieran una contra otra, dijeran en el calor del momento cosas que lamentarían más tarde; pero el estallido de Alma había sido especialmente intenso, cargado de violentas amenazas que eran raras (en mi experiencia) entre mujeres. Estoy tan cabreada, que le daría un puñetazo en la boca.

¿Cuántas veces había dicho esa clase de cosas? ¿Tenía tendencia a utilizar esas expresiones tan vehementes e hiperbólicas, o es que aquello representaba un nuevo giro en sus relaciones con Frieda, una súbita ruptura tras años de silenciosa animosidad? De haber sabido más, no habría tenido que formular la pregunta. Habría comprendido que las palabras de Alma debían tomarse en serio, que su temeridad misma demostraba que las cosas ya estaban saliéndose de su cauce.

Terminé en el baño y proseguí mis excursiones sin rumbo fijo por la casa. Era un sitio reducido, compacto, de construcción sólida y concepción un tanto torpe, donde Alma sólo parecía habitar una parte. Una habitación del fondo servía únicamente de trastero. Había cajas de cartón apiladas a lo largo de una pared entera y de la mitad de otra, y una docena de objetos desechados yacía por el suelo: una silla a la que faltaba una pata, un triciclo oxidado, una máquina de escribir manual de unos cincuenta años de antigüedad, un televisor portátil en blanco y negro con la antena rota, un montón de animales de peluche, un dictáfono y varios botes de pintura a medio terminar. En otro cuarto no había absolutamente nada. Ni muebles, ni colchón, ni una bombilla siquiera. Una enorme y elaborada tela de araña colgaba de un rincón del techo. Tres o cuatro moscas muertas habían caído en la trampa, pero sus cuerpos estaban tan disecados, apenas reducidos a ingrávidas motas de polvo, que supuse que la araña había abandonado su tela para establecerse en otra parte.

Quedaba la cocina, el cuarto de estar, el dormitorio y el estudio. Quería sentarme a leer el libro de Alma, pero no me parecía tener derecho a hacerlo sin su permiso. Ya llevaba escritas más de seiscientas páginas, pero aún se encontraban en estado de borrador, y a menos que un escritor le pida específicamente a uno comentarios sobre una obra en marcha, está prohibido curiosear. Alma me había mostrado antes el manuscrito (
Ahí tienes al monstruo
, había dicho), pero no había mencionado nada de leerlo, y yo no quería empezar mi vida con ella traicionando su confianza. En cambio, me dediqué a matar el tiempo mirando todo lo que había en la casa que ella habitaba, examinando la comida de la nevera, la ropa del armario del dormitorio, y las colecciones de libros, discos y videos del cuarto de estar. Me enteré de que bebía leche descremada y untaba el pan con mantequilla sin sal, que su color preferido era el azul (sobre todo en tonos oscuros), y que sus gustos literarios y musicales eran más bien amplios: una chica con la que me identificaba. Dashiell Hammett y André Breton; Pergolesi y Mingus; Verdi, Wittgenstein y Villon. En un rincón, encontré todos mis libros publicados en vida de Helen —los dos volúmenes de crítica, los cuatro de poemas traducidos—, y me di cuenta de que nunca los había visto juntos fuera de mi casa. En otro estante, había obras de Hawthorne, Melville, Emerson y Thoreau. Saqué una antología de bolsillo de los cuentos de Hawthorne y encontré El antojo, que leí frente a la librería, sentado en el frío suelo de baldosas, tratando de imaginar lo que Alma debió de sentir al leerlo de adolescente. Justo cuando estaba llegando al final (Las circunstancias del momento eran demasiado abrumadoras; fue incapaz de remontar con la mirada la o cura extensión del tiempo..
)
percibí la primera vaharada de queroseno, que entraba por una ventana al fondo de la casa.

s El olor me enfureció un poco, e inmediatamente me puse en pie y eché a andar de nuevo. Fui a la cocina, bebí un vaso de agua y luego seguí hasta el estudio de Alma, donde caminé en círculos durante quince o veinte minutos, luchando contra el impulso de leer su manuscrito. Si no podía hacer nada para evitar la destrucción de las películas de Hector, al menos podía tratar de entender lo que pasaba. Ninguna de las respuestas que me habían dado hasta entonces llegaba a explicarlo. Yo había hecho lo posible por seguir su argumentación, por calar en el pensamiento que los había llevado a aquella postura nefasta e implacable, pero ahora que las hogueras se habían encendido, de pronto me pareció absurdo, ridículo, horroroso.

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