—Di que lo sientes —le insta—. Dile que no estabas tan borracho como para no acordarte de lo que hiciste. Dile que lo recuerdas y lo lamentas, y que no puedes dar marcha atrás pero lo sientes. A ver qué hace ella. No te pegará un tiro. Ni siquiera te despedirá. Es mejor persona que yo. —Lucy sujeta el arma con más fuerza—. ¿Por qué? Sólo dime por qué. En otras ocasiones ya la habías visto estando borracho. Has estado a solas con ella un millón de veces, incluso en habitaciones de hotel. ¿Por qué? ¿Cómo pudiste?
Marino enciende un pitillo con manos temblorosas.
—Sé que no tengo excusa. He estado medio loco. Es todo lo que puedo alegar, y sé que no vale. Ella volvió con la alianza y no sé...
—Sí que lo sabes.
—No debería haberme puesto en contacto con la doctora Self. Ella me comió el tarro. Luego Shandy, las pastillas, la bebida. Es como si se hubiera mudado un monstruo al interior de mi cuerpo. No sé de dónde ha salido.
Asqueada, Lucy se levanta, tira el revólver al sofá y pasa por su lado camino de la puerta.
—Escúchame —le dice él—. Shandy me pasó un producto. No soy el primer tipo al que se lo da. El último estuvo empalmado durante tres días. A ella le pareció que tenía gracia.
—¿Qué producto?
—Un gel hormonal. Está haciendo que se me vaya la olla, como si quisiera follarme a todo el mundo, matar a todo el mundo. Ella nunca tiene suficiente. Nunca había estado con una mujer que no tenga suficiente.
Lucy se apoya en la puerta y cruza los brazos.
—Testosterona recetada por un proctólogo de baratillo en Charlotte.
Marino parece perplejo.
—¿Cómo has...? —Se le ensombrece el gesto—. Ya lo entiendo. Has estado aquí. Debería habérmelo imaginado, joder.
—¿Quién es el gilipollas de la
chopper
, Marino? ¿Quién es el imbécil al que casi te cargas en el aparcamiento del Kick'N Horse? ¿El que supuestamente quiere ver muerta a tía Kay, o que se marche de la ciudad?
—Ojalá lo supiera.
—Yo creo que lo sabes.
—Te digo la verdad, lo juro. Shandy debe de conocerle. Debe de ser ella la que está intentando echar a la doctora de la ciudad. Esa puta zorra celosa.
—O quizá sea la doctora Self.
—No tengo ni idea.
—Igual deberías haber comprobado los antecedentes de esa puta zorra celosa —señala Lucy—. Igual enviar correos electrónicos a la doctora Self para poner celosa a tía Kay fue como azuzar una serpiente con un palo. Pero supongo que estabas muy ocupado follando hasta las cejas de testosterona y violando a mi tía.
—No la violé.
—¿Cómo lo consideras tú?
—Lo peor que he hecho en mi vida —admite Marino.
Lucy no aparta la mirada de la suya.
—¿Y ese colgante con un dólar de plata que llevas? ¿De dónde lo sacaste?
—Ya sabes de dónde.
—¿Te contó Shandy que la casa de su papi, el de las patatas fritas, fue robada no mucho antes de que ella se mudara aquí? Fue robada justo después de que él muriera, a decir verdad. Tenía una colección de monedas y algo de pasta en efectivo. Desapareció todo. La policía sospechó que era un trabajo planeado desde dentro, pero no pudieron probarlo.
—La moneda de oro que encontró Bull —dice Marino—.No me dijo nada de ninguna moneda de oro. La única moneda que he visto es el dólar de plata. ¿Cómo sabes que no fue Bull quien lo perdió? Fue él quien encontró al crío aquel, y la moneda tiene la huella del crío, ¿no es así?
—¿Y si la moneda se la robaron al papi muerto de Shandy? ¿Qué te dice eso?
—Ella no mató al crío —replica Marino sin asomo de duda—. Bueno, nunca ha dicho nada de tener niños. Si la moneda tiene algo que ver con ella, probablemente se la dio a alguien. Cuando me dio a mí la mía, lo hizo entre risas, dijo que era una placa de identificación para que tuviera bien presente que soy uno de sus soldados, que le pertenezco. No imaginaba que lo decía literalmente.
—Obtener su ADN es una idea estupenda —dice Lucy.
Marino se levanta y va a buscar las bragas rojas. Las mete en una bolsa para sandwiches y se las entrega a Lucy.
—Es un tanto raro que no sepas dónde vive —señala ella.
—No sé nada de ella. La verdad es ésa, maldita sea —reconoce Marino.
—Te diré exactamente dónde vive: en esta misma isla, en una casita acogedora a la orilla del mar, un sitio de aspecto romántico. Ah, se me olvidaba: cuando fui a echar un vistazo, me fijé en que había una moto, una vieja
chopper
con matrícula de cartón, bajo una funda en la cochera. No había nadie en casa.
—No lo vi venir. Yo antes no era así.
—Ése no va a volver a acercarse a un millón de kilómetros de tía Kay. Me he ocupado de él, porque no confiaba en que lo hicieras tú. Esa
chopper
es vieja, un trasto con manillares altos. No creo que sea segura.
Marino ni siquiera la mira.
—Yo antes no era así —repite.
Lucy abre la puerta de entrada.
—¿Por qué no te largas de una puta vez de nuestras vidas? —dice desde el porche, bajo la lluvia—. Ya no me importas una mierda.
El viejo edificio de ladrillo observa a Benton con ojos vacíos, muchas de sus ventanas rotas. La tabacalera abandonada no tiene iluminación y el aparcamiento está completamente a oscuras.
Benton tiene el ordenador portátil en equilibrio sobre los muslos mientras se conecta a la red inalámbrica del puerto, se introduce ilegalmente y aguarda en el interior del todoterreno Subaru negro de Lucy, un coche que la gente no suele asociar con la policía. De tanto en tanto, echa un vistazo por el parabrisas. La lluvia resbala suavemente por el vidrio, como si la noche llorara. Observa la valla de tela metálica en torno al astillero vacío al otro lado de la calle, contempla las siluetas de los contenedores abandonados cual vagones de tren descarrilados.
—No hay actividad —dice.
La voz de Lucy resuena en su auricular:
—Mantente a la espera tanto como puedas.
La frecuencia de radio es segura. Las habilidades tecnológicas de Lucy le resultan incomprensibles a Benton, y no es ningún ingenuo. Lo único que sabe es que Lucy conoce los medios para protegerse, y tiene emisores de interferencias, y está convencida de que es estupendo poder espiar a otros sin que la espíen a ella. Él confía en que esté en lo cierto, tanto sobre eso como sobre muchas otras cosas, incluida su tía, Cuando le pidió a Lucy que le enviara su avión, especificó que no quería que Scarpetta lo supiera.
—¿Por qué? —le preguntó Lucy.
—Porque probablemente tenga que pasarme la noche en un coche aparcado, vigilando el maldito puerto —contestó él.
El que Scarpetta supiera que está allí, a escasos kilómetros de la casa de Kay, no haría sino empeorar las cosas. Tal vez insistiría en ir con él. A lo que Lucy le respondió que su tía no realizaría labores de vigilancia con él en el puerto ni loca. En palabras de Lucy, ése no es el trabajo de su tía, no es agente secreta y las armas no le gustan especialmente, aunque desde luego sabe utilizarlas; ella prefiere ocuparse de las víctimas y dejarque Lucy y Benton se ocupen de todos los demás. Lo que Lucy quería decir en realidad era que estar allí en el puerto podía resultar peligroso, y no quería que Scarpetta lo hiciera.
Es curioso que Lucy no mencionara que Marino podría haber echado una mano.
Benton permanece sentado a oscuras en el Subaru, que huele a nuevo, a cuero. Contempla la lluvia y mira más allá, hacia el otro lado de la calle, mientras comprueba la pantalla del portátil para asegurarse de que el maldito Hombre de Arena no se ha colado en la red inalámbrica del puerto para conectarse. Pero ¿dónde lo haría? Desde ese aparcamiento no, claro. Ni desde la calle, porque no se atrevería a aparcar su coche en plena calle y quedarse ahí en medio para enviarle otro correo infernal a la infernal doctora Self, la cual probablemente ya está de regreso en Nueva York, en su apartamento en un ático de West Central Park. Resulta mortificante. Es lo más injusto que alcanza a imaginar. Por mucho que, al cabo, el Hombre de Arena no salga impune de los asesinatos cometidos, sin duda la doctora Self se irá de rositas, y es tan culpable de los crímenes como el Hombre de Arena, porque ocultó información, no se molestó en investigar, le trae sin cuidado. Benton la aborrece. Ojalá no lo hiciera, pero la aborrece más que a nadie en toda su vida.
La lluvia aporrea el techo del todoterreno y la niebla difumina las farolas lejanas, y Benton no distingue el horizonte del cielo, el puerto del cielo. No alcanza a distinguir nada de nada con ese tiempo, hasta que algo se mueve. Se queda muy quieto, y el corazón empieza a latirle con fuerza cuando una figura oscura avanza lentamente siguiendo la valla de tela metálica al otro lado de la calle.
—He detectado actividad —le transmite a Lucy—. ¿Hay alguien por ahí? Porque yo no veo nada.
—No hay nadie conectado —responde la voz de Lucy en su auricular, y le está confirmando que el Hombre de Arena no se ha conectado a la red inalámbrica del puerto—. ¿Qué clase de actividad?
—En la valla. Hacia las tres en punto, ahora no se mueve. Se mantiene a las tres en punto.
—Estoy a diez minutos. Menos incluso.
—Voy a salir —dice Benton, y abre lentamente la puerta del coche, que tiene la luz interior desconectada. La oscuridad es plena y la lluvia repiquetea con más fuerza.
Mete la mano debajo de la chaqueta y saca el arma, y no cierra del todo la puerta del vehículo. No hace el menor sonido. Sabe cómo conducirse, ha tenido que hacerlo más veces de las que podría recordar. Se mueve como un fantasma, oscuro y silencioso, a través de los charcos y la lluvia. Cada pocos pasos se detiene para asegurarse de que la persona al otro lado de la calle no le ve. «¿Qué está haciendo?» Permanece ahí parado junto a la valla, sin moverse. Benton se acerca y la figura no se mueve. Benton apenas ve la silueta entre los velos de lluvia azotados por el viento, y sólo alcanza a oír el chapaleo del agua.
—¿Estás bien? —La voz de Lucy en su oído.
No responde. Se detiene detrás de un poste de teléfono y huele a creosota. La figura junto a la valla se desplaza hacia la izquierda, hacia una ubicación a la una en punto, y empieza a cruzar la calle.
—¿Todo bien? —insiste Lucy.
Benton no responde. La figura está tan cerca que ve la sombra oscura de una cara y el contorno definido de un sombrero, luego brazos y piernas en movimiento. Benton sale al descubierto y le apunta con la pistola.
—No te muevas —dice en un tono quedo con el que se impone de inmediato—. Tengo una nueve milímetros apuntándote a la cabeza, así que quédate bien quieto.
El hombre —Benton está seguro de que es un hombre— se ha convertido en una estatua. No emite el menor sonido.
—Apártate de la calzada, pero no hacia mí. Ve hacia tu izquierda, muy lentamente. Ahora arrodíllate y pon las manos encima de la cabeza. —Luego le dice a Lucy—: Lo tengo. Ya puedes acercarte.
Como si Lucy estuviera a tiro de piedra.
—Un momento. —Su voz suena tensa—. Aguanta. Estoy en camino.
Benton sabe que está lejos, demasiado lejos para ayudarle si surgen problemas.
El hombre tiene las manos encima de la cabeza y está arrodillado en el asfalto húmedo y agrietado, y dice:
—No dispare, por favor.
—¿Quién eres? —pregunta Benton—. Dime quién eres.
—No dispare.
—¿Quién eres? —Benton levanta la voz para hacerse oír entre la lluvia—. ¿Qué haces aquí? Dime quién eres.
—No dispare.
—Maldita sea. Dime quién eres. ¿Qué estás haciendo en el puerto? No me obligues a preguntarlo otra vez.
—Sé quién es usted. Lo reconozco. Tengo las manos encima de la cabeza, así que no hay necesidad de disparar —dice la voz mientras la lluvia repiquetea, y Benton detecta un acento—. Estoy aquí para atrapar al asesino, igual que usted. ¿No es así, Benton Wesley? Haga el favor de apartar el arma. Soy Otto Poma. He venido por la misma razón que usted. Soy el capitán Otto Poma. Aparte el arma, por favor.
La Taberna de Poe, a unos minutos en coche desde la cabaña de pescador de Marino. Le vendría bien tomarse un par de cervezas.
La calle se ve húmeda y de un negro lustroso, y el viento arrastra el olor a lluvia y el aroma del mar y los pantanos. Se nota relajado mientras va a lomos de su Roadmaster a través de la noche oscura y lluviosa, consciente de que no debería beber, aunque no sabe cómo dejar de hacerlo. De todas mañeras, ¿qué importa? Desde que ocurrió aquello, nota una especie de náusea en el alma, una sensación de terror. La bestia que llevaba dentro ha asomado, el monstruo se ha dejado ver, y tiene delante de sí lo que siempre había temido.
Peter Rocco Marino no es una buena persona. Como podría decirse de casi todos los criminales que ha detenido, siempre ha creído que muy poco de lo que ocurría en su vida era culpa suya, de que es inherentemente bueno, valiente y bienintencionado, cuando en realidad es todo lo contrario. Es un tipo egoísta, retorcido y malo. Malo, pero que muy malo. Por eso le dejó su mujer. Por eso se ha ido al garete su carrera. Por eso lo detesta Lucy. Por eso ha dado al traste con lo mejor que había tenido en la vida: su relación con Scarpetta. Se la ha cargado él. La ha destrozado. La traicionó una y otra vez por algo que Scarpetta no podía evitar. Ella nunca lo deseó, ¿y por qué iba a desearlo? Nunca se sintió atraída por él. ¿Cómo iba a sentirse atraída? Así que la castigó.
Mete una marcha más alta al tiempo que acelera. Va demasiado aprisa, tanto así que las gotas de lluvia le producen dolorosas punzadas en la piel, a toda velocidad rumbo a la franja, como llama él la zona de garitos de isla Sullivan. Se ven coches aparcados allí donde hay sitio, pero ninguna moto, sólo la suya, por causa del mal tiempo. Está helado, tiene las manos entumecidas y siente un dolor y una vergüenza insoportables, con las que se entrevera una furia venenosa. Se desabrocha el trasto inútil que lleva por casco, lo cuelga del manillar y pone el candado en la horquilla delantera de la moto. Las prendas para la lluvia emiten un suave roce cuando entra en un restaurante de madera desbastada. Hay ventiladores en el techo y pósteres enmarcados de cuervos y probablemente todas y cada una de las películas filmadas a partir de relatos de Edgar Allan Poe. La barra está llena a rebosar, y el corazón le da un vuelco y luego empieza a palpitarle cuando ve a Shandy entre dos hombres, uno de ellos con un pañuelo en la cabeza, el tipo al que Marino estuvo a punto de pegarle un tiro la otra noche. Ella está hablando con él y restriega su cuerpo contra el brazo del tipo.