El libro de los muertos (10 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Él, sin embargo, la siguió apretando contra el suelo con suavidad y firmeza, hasta que se apagaron los últimos coletazos de resistencia y Constance se quedó en el suelo con dolor de pecho por lo deprisa que le latía el corazón. Percibió en sus senos los latidos del hombre, mucho más lentos. Él seguía susurrando a su oído palabras tranquilizadoras, que ella trataba de no oír.

El hombre se apartó un poco.

—¿Prometes no volver a atacarme si te suelto? ¿Y escucharme hasta el final?

Constance no contestó.

—Hasta un condenado tiene derecho a que lo escuchen. Quizá descubras que las cosas no son lo que parecen.

Constance seguía sin hablar. Después de un largo rato, el hombre se levantó del suelo y aflojó lentamente la presión de su mano en las muñecas de la joven.

Constance se levantó enseguida, jadeando, y se alisó el pichi. Su mirada volvió a recorrer la biblioteca. La situación del hombre seguía siendo estratégica, entre ella y la puerta. Él señaló el sillón de orejas de ella con la mano.

—Por favor, Constance —dijo—, siéntate.

Constance obedeció con recelo.

—¿Ya podemos hablar como personas civilizadas, sin más arrebatos?

—¿Se atreve a llamarse civilizado? ¿Usted? ¿Un asesino en serie, un ladrón?

Constance soltó una risa de desprecio.

El asintió despacio, como si lo digiriera.

—Mi hermano te ha enseñado una cara muy concreta de sí mismo. Es natural, teniendo en cuenta que otras veces ya le dio buen resultado. Es una persona con un poder de persuasión y un carisma excepcionales.

—¡No esperará que dé algún crédito a lo que pueda decirme! Usted está loco. No, peor: actúa como un hombre cuerdo.

Constance volvió a mirar hacia la puerta de la biblioteca y el vestíbulo del otro lado.

Él la observó.

—No, Constance, no estoy loco. Al contrario, temo mucho la locura, como tú. Lo triste del caso es que tenemos mucho en común, no solo nuestros miedos.

—Usted y yo no tenemos absolutamente nada en común.

—Supongo que es lo que mi hermano querría que pensaras.

Constance tuvo la impresión de que el rostro del hombre reflejaba una tristeza infinita.

—Es verdad que disto mucho de ser perfecto, y que aún es pronto para esperar que confíes en mí, pero espero que comprendas que no quiero hacerte daño.

—Me es indiferente lo que quiera o no quiera. Usted es como un niño que un día se hace amigo de una mariposa y al siguiente le arranca las alas.

—¿Qué sabes tú de niños, Constance? Con esos ojos tan sabios, y tan viejos... Es tanta la experiencia que hay en ellos que la veo desde aquí. ¡Qué cosas tan extrañas y terribles habrán visto! ¡Qué penetrante es tu mirada! Me llena de tristeza. No, Constance. Intuyo, sé, que la infancia es un lujo que te fue negado. Como me lo fue a mí.

Constance se puso rígida.

—Antes he dicho que estaba aquí porque ya era hora de que habláramos. Es hora de que sepas la verdad. La auténtica verdad.

Había bajado tanto la voz que se le entendía con dificultad. Constance no pudo aguantar y preguntó:

—¿La verdad?

—Sobre la relación entre mi hermano y yo.

La suave luz del fuego a punto de apagarse daba un aspecto vulnerable, próximo a la desorientación, a los extraños ojos de Diógenes Pendergast, que se iluminaron un poco al mirar a Constance.

—¡Ah! Constance, te parecerá totalmente inverosímil, pero ahora que te miro siento que haría todo lo posible para cargar con ese peso de dolor y miedo que llevas en la espalda. ¿Sabes por qué? Porque al mirarte me veo a mí mismo.

Constance no contestó. Seguía sentada, sin moverse.

—Veo a una persona que anhela que la acepten, que anhela ser un simple ser humano, pero que está destinada a la soledad. Veo a una persona que siente el mundo con más profundidad e intensidad de lo que está dispuesta a reconocer... incluso a sí misma.

Oyéndolo, Constance empezó a temblar.

—Percibo en ti dolor y rabia; el dolor de haber sido abandonada, no una sino varias veces, y la rabia de que los dioses puedan ser tan caprichosos. ¿Por qué yo? ¿Por qué otra vez? Y es verdad. Has vuelto a ser abandonada, aunque quizá no exactamente del modo que habías imaginado. También en eso somos iguales. Yo fui abandonado el día en que a mis padres los quemó vivos una turba ignorante. Yo escapé del fuego, pero ellos no, y siempre he tenido la impresión de que debería haber muerto en su lugar, como si fuera mi culpa. Tú sientes lo mismo respecto a la muerte de tu hermana Mary: que deberías haber muerto tú en vez de ella. Más tarde me abandonó mi hermano. Ah, ya veo tu expresión de incredulidad, pero sabes tan poco de mi hermano... Lo único que pido es que me escuches sin ideas preconcebidas.

Diógenes se levantó. Constance lo hizo a medias, aguantando la respiración.

—No —dijo él.

Volvió a quedarse quieta. Ahora en el tono de Diógenes solo había cansancio.

—No hace falta que te escapes. Ya me marcho. Tarde o temprano volveremos a hablar y te contaré más cosas sobre la infancia que me fue negada. Y sobre el hermano mayor que me pagó el amor que le ofrecía con desprecio y odio, el hermano que disfrutó destruyendo todas mis creaciones: mis diarios de poesía infantil, mis traducciones de Virgilio y Tácito... Que torturó y mató a mi animal de compañía favorito de un modo que aún me resisto a recordar. Que se planteó como misión indisponer a todo el mundo contra mí a base de mentiras e insinuaciones, presentándome como su gemelo malvado. Y al final, en vista de que no me doblegaba, hizo algo tan atroz... tan y tan atroz... —La voz de Diógenes amenazaba con quebrarse—. Mira mi ojo muerto, Constance. Pues es lo menos grave que me hizo.

En el breve silencio que siguió solo se oía la dificultosa respiración de Diógenes, que estaba haciendo un esfuerzo por controlarse mientras su ojo opaco no miraba a Constance, pero tampoco dejaba de mirarla.

Se pasó una mano por la frente.

—Bueno, me voy, pero verás que te he dejado algo, un regalo entre iguales, una constancia del dolor que compartimos. Espero que lo aceptes con el mismo espíritu con el que ha sido hecho.

—De usted no quiero nada —dijo Constance.

Sin embargo, su voz había perdido odio y convicción; ahora solo era confusa.

Él sostuvo su mirada un poco más hasta que lentamente, muy despacio, se giró y se fue hacia la salida de la biblioteca.

—Adiós, Constance —dijo en voz baja por encima del hombro—. Cuídate. No me acompañes.

Sin cambiar de postura, Constance oyó cómo se alejaban los pasos de Diógenes. Solo se levantó del sillón cuando volvió a estar todo en silencio.

En ese momento, algo se movió en el bolsillo para pañuelos de su miriñaque.

Dio un respingo. Otra vez el mismo movimiento. De pronto apareció una minúscula, rosada y temblorosa nariz con bigotes, seguida por dos ojos negros como cuentas y dos blandas orejitas. Estupefacta, Constance puso la mano en el bolsillo y la ahuecó. El animalito subió por ella y se sentó con las patitas de delante en una posición que parecía suplicar, mientras le temblaban los bigotes y sus ojos brillantes se clavaban anhelantes en los de Constance. Era un ratón blanco, suave, pequeño y completamente manso. A Constance se le derritió el corazón, tan inesperadamente, que perdió el aliento y se le saltaron las lágrimas.

Catorce

En el aire inmóvil de la sala de lectura del archivo central flotaban motas de polvo y un olor, no desagradable, de cartón viejo, polvo, bucarán y cuero. Por encima del revestimiento de roble bruñido de las paredes, un par de antiguas y pesadas arañas de cobre sobredorado y cristal presidían un techo rococó lleno de estucos y dorados. En la pared del fondo había una chimenea inutilizada de mármol rosa de casi tres metros de alto y otros tantos de ancho. El centro de la sala estaba dominado por tres mesas de roble macizo con patas en forma de garras y un grueso revestimiento de paño en los tableros. Era una de las salas más impresionantes del museo, pero también una de las menos conocidas.

Nora llevaba más de un año sin entrar en ella. A pesar de su majestuosidad, evocaba cualquier cosa menos buenos recuerdos. Por desgracia también era el único lugar donde podía consultar los archivos históricos más importantes del museo.

Tras unos golpes suaves en la puerta, apareció Oscar Gibbs; en sus brazos musculosos llevaba una montaña de documentos antiguos atados con cordel.

—¡Cuánto material hay sobre la tumba de Senef! —dijo, tambaleándose un poco al depositar los documentos sobre el paño de la mesa—. ¡Qué raro que hasta ayer no me sonara de nada!

—Ni a ti ni a casi nadie.

—De repente es la comidilla del museo. —Gibbs sacudió la cabeza, rapada como una bola de billar—. Este es el único lugar donde se podía esconder una tumba egipcia.

Recuperó el aliento.

—Se acuerda del procedimiento, ¿verdad, doctora Kelly? Tengo que encerrarla aquí. Cuando acabe, solo tiene que llamar a la extensión 4240. Prohibidos los bolígrafos y el papel. Tiene que usar lo que hay en el interior de estas cajas de cuero. —Miró el ordenador portátil de Nora—. Y no se quite los guantes de lino ni un segundo.

—De acuerdo, Oscar.

—Si me necesita estaré en el archivo. No lo olvide, extensión 4240.

La gigantesca puerta de bronce se cerró. Nora oyó el clic de una cerradura bien engrasada. Se giró hacia la mesa. Los fajos bien alineados de documentos desprendían un fuerte olor a descomposición. Les echó una ojeada por encima para hacerse una idea de qué contenían y de qué parte debería leer, ya que era imposible leerlo todo. Se imponía una selección.

Había pedido que le dejaran consultar toda la documentación del archivo relacionada directa o indirectamente con la tumba de Senef, desde su descubrimiento en Tebas hasta su cierre definitivo al público en 1935. Oscar parecía haber hecho una labor exhaustiva. Los documentos más antiguos estaban en francés y en árabe. La traducción al inglés se producía en el momento en el que la tumba pasaba de manos del ejército napoleónico a las de los británicos. Había de todo: cartas, planos, dibujos, manifiestos navales, contratos de seguros, recortes de prensa, fotos antiguas y monografías científicas. A partir de la llegada de la tumba al museo, el número de documentos aumentaba vertiginosamente: gruesas carpetas llenas de diagramas, plantas, planos, informes de conservadores, correspondencia diversa y un sinfín de facturas del período de construcción y apertura al público de la tumba. Desde ese momento la documentación consistía en cartas de visitantes y expertos, informes internos del museo y evaluaciones de conservadores. El colofón de todo el material era una montaña de documentos sobre la nueva estación de metro y la solicitud del museo al alcalde de Nueva York de que se abriera un túnel peatonal entre la estación de la calle Ochenta y uno y un nuevo acceso subterráneo al museo. El último documento era el escueto informe de un conservador caído en el olvido donde constaba que la tumba ya estaba tapiada. Su fecha era 14 de enero de 1935.

Nora miró con un suspiro los fajos repartidos por la mesa. Menzies quería un resumen general la mañana siguiente, para poder empezar a planear el «guión», la rotulación y los paneles introductorios de la exposición. Miró su reloj. La una en punto del mediodía.

¿En qué se había metido?

Enchufó el portátil y lo encendió. Hacía poco que había cambiado su PC por un Mac por insistencia de su esposo Bill, y ahora el arranque duraba diez veces menos: 8,9 segundos en vez de los dos minutos y medio de antes, que se hacían eternos. Era como cambiar un Ford Fiesta por un Mercedes SL. Mientras veía aparecer el logo de Apple, pensó que al menos había una cosa que iba bien en su vida.

Después de ponerse unos guantes de tela limpios, empezó a desatar el cordel del primer fajo de papeles, pero la cuerda, desprendiendo una nube de polvo, se partió sin darle tiempo a deshacer el centenario nudo.

Abrió la primera carpeta con suma precaución. Dentro había un documento amarillento en francés, escrito con una letra fina y alargada. Nora emprendió su laboriosa lectura mientras tomaba notas en el PowerBook. A pesar de sus dificultades con la caligrafía y el francés, sintió que la historia esbozada por Menzies el día anterior, en la tumba, la arrastraba.

Durante las guerras napoleónicas, Napoleón concibió el plan quijotesco de seguir la ruta de conquista de Alejandro Magno por Oriente Próximo. En 1798 organizó una gran invasión de Egipto en la que participaron cuatrocientos barcos y cincuenta y cinco mil soldados. Por otro lado, dando muestras de una radical modernidad para su época, tuvo la idea de llevarse a más de ciento cincuenta científicos, eruditos e ingenieros, todos civiles, para elaborar un estudio científico completo de Egipto y sus misteriosas ruinas. Uno de los eruditos era un arqueólogo joven y entusiasta: Bertrand Magny de Cahors.

Cahors fue uno de los primeros en examinar el mayor descubrimiento de la historia de la egiptología, la piedra Rosetta, desenterrada por los soldados de Napoleón cuando construían un fuerte en la orilla. Entusiasmado por las posibilidades que abría la piedra, Cahors siguió el avance del ejército napoleónico por el Nilo, que los llevó hasta los grandes templos de Luxor y hasta el antiguo y desértico cañón de la otra orilla que se convertiría en el cementerio más célebre del mundo: el Valle de los Reyes.

La mayoría de las tumbas del Valle de los Reyes estaban talladas en la roca viva, por lo que no podían moverse, pero había unas pocas, correspondientes a faraones de segunda fila, regentes y visires, que ocupaban posiciones más altas en el valle y estaban hechas con sillares de caliza. Una de ellas —la de Senef, visir y regente de Tutmosis IV— fue la que Cahors decidió desmontar para llevársela a Francia, proeza técnica de tanta audacia como riesgo, ya que cada sillar pesaba varias toneladas y había que bajarlos uno a uno por un acantilado de sesenta metros para poder transportarlos primero en carro hasta el Nilo y después río arriba.

Los desastres se sucedieron desde el principio del proyecto. Como nadie del país estaba dispuesto a trabajar en la tumba —por la supuesta maldición que sobre ella pesaba—, Cahors se lo encomendó a la fuerza a un grupo de soldados franceses. La primera calamidad ocurrió al abrir la tumba interior, que en la Antigüedad había vuelto a ser sellada después de su saqueo. Murieron nueve hombres prácticamente de golpe. Más tarde se formuló la hipótesis de que la tumba se había llenado de dióxido de carbono, debido a la composición acida de las aguas subterráneas presentes en el subsuelo calcáreo, y que el gas había causado la asfixia de los tres primeros soldados que entraron, así como la de los otros seis a los que se envió en su rescate.

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