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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (6 page)

BOOK: El libro de los portales
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Darmod se marchó y lo dejó a solas con el portal. Tabit lo examinó con detenimiento. En la parte superior, justo sobre el círculo exterior de coordenadas, estaba pintada la contraseña que lo pondría en funcionamiento. Ni Darmod ni ningún otro de su estirpe sabía leer aquellas palabras, escritas en uno de los dos lenguajes secretos de los pintores: el alfabético. Decían: «Fuerza, honor y gloria». Era el lema de la familia de Darmod; Tabit lo sabía porque también estaba grabado, en darusiano, en el escudo de armas que presidía la entrada del palacete. Naturalmente, era una contraseña muy fácil de adivinar; pero, para que se abriera el portal, había que plasmarla en la tabla con polvo de bodarita y en el lenguaje simbólico de los pintores de portales, el segundo de sus idiomas secretos. A los propietarios de portales privados se les enseñaba a trazar el símbolo que abría su portal en concreto, y solamente ese, y se les entregaba un poco de polvo de bodarita para que pudieran usarlo. Tabit sabía que, cuando se les acababa, tenían que comprar más a los pintores, y había traído un saquillo por si el terrateniente se lo pedía; pero era evidente que no tenía intención de utilizar su portal, por el momento.

«Qué pena, qué desperdicio», se dijo el joven, untando su dedo índice en polvo de bodarita. Tradujo sin problemas la contraseña al lenguaje simbólico y trazó el signo correspondiente en la tabla fijada a la pared, junto al portal. Inmediatamente, las líneas rojizas se iluminaron. Tabit dio un paso atrás y contempló, extasiado, cómo la luz circulaba por las delicadas filigranas, haciéndose gradualmente más intensa, hasta que ya no pudo mirarla de frente. Entonces los trazos del portal se difuminaron y desaparecieron, y solo quedó un círculo luminoso en la pared. Tabit sonrió y lo atravesó.

Sintió, como otras veces, una especie de retortijón en el estómago. Pero estaba acostumbrado a él y, de todas formas, desapareció tan repentinamente como se había presentado en cuanto el joven puso un pie fuera del portal.

Al otro lado lo esperaba una mujer que temblaba de miedo en un rincón. Tabit la conocía del día anterior: era el ama de llaves que cuidaba la casa de Darmod en Serena.

La mujer se relajó al reconocerlo.

—Ah, sois vos, maese —dijo—. No os esperaba tan pronto.

—Me he adelantado un poco —respondió Tabit, dándose la vuelta para comprobar que el portal se apagaba suavemente detrás de él—. De todas formas, ¿quién más podría haber sido?

—No lo sé, maese —rezongó la mujer—. Podría ser el señor Darmod o cualquier otra persona. Con estas cosas, quién sabe. Se encienden de repente cuando menos te lo esperas y nunca se sabe quién va a aparecer desde el otro lado. —Se estremeció—. No es natural, no, señor.

Tabit sonrió, divertido.

—Es más rápido y sencillo que recorrer todo el camino a pie.

—Pero las personas nacemos con piernas —insistió la mujer, tozuda—. Y son para usarlas, ¿sabéis?

Tabit no quiso discutir con ella. Le dijo, al igual que al terrateniente, que tenía intención de volver a cruzar el portal en un par de semanas. Aceptó, agradecido, la comida que le ofreció, y le dejó una propina que ella no rechazó. Después, salió a la calle.

Lo recibió una vaharada de aire marino. Se encontraba en Serena, muy lejos del lugar donde el terrateniente Darmod languidecía en su palacete. Se trataba de una activa ciudad portuaria cuya lonja de pescado era famosa en todo el continente. La vista del puerto, un colorido mosaico de embarcaciones que navegaban por la bahía, era otro de los atractivos del lugar.

Pero en la mente de Tabit apenas quedaba lugar para otra cosa que no fueran los portales. De modo que se dirigió a la sede que la Academia tenía en Serena para visitar su biblioteca; llevaba tiempo queriendo hacerlo, pues era el único lugar donde conservaban una copia del estudio de maesa Arila sobre el lenguaje simbólico que le interesaba consultar para un trabajo de clase.

Cuando terminó, se dio cuenta con sorpresa de que ya se había hecho de noche. Los portales que conducían a la Academia tenían un horario bastante estricto, para evitar que los estudiantes salieran y entraran sin control, por lo que ya no podría utilizar el que se encontraba en aquel mismo edificio. Consultó, por tanto, el mapa de portales de Serena que llevaba en el zurrón, y se encaminó hacia el más cercano: el del Gremio de Pescadores y Pescaderos.

En realidad, la mayor parte de la gente utilizaba el portal público que unía Maradia y Serena, y que se ubicaba en la Plaza de los Portales de la ciudad, pintado sobre un muro de piedra que no sostenía ningún techo. Era uno de los más antiguos que se conocían, y no tenía contraseña: estaba siempre activo para cualquiera que quisiera atravesarlo. Junto a él se encontraba el portal que enlazaba Serena con Esmira, la gran capital de los comerciantes de Darusia. También existía una tercera pareja de portales que conectaba Esmira con Maradia. Estas rutas aparecían en los mapas de portales señaladas como el Gran Triángulo, y habían sido un regalo de la Academia a los habitantes del país. Un regalo que había cambiado para siempre las vidas de mucha gente.

Los pescadores de Serena habían utilizado los portales públicos durante muchos años. Así, tanto Esmira como Maradia, pero sobre todo Maradia, que no tenía puerto de mar, habían conocido otro de los beneficios de la tecnología de los portales: el pescado fresco. Pero los cargamentos de pescado provocaban muchas molestias a los usuarios del portal de Serena, así como unas colas interminables, de modo que el Gremio de Pescadores y Pescaderos había optado por encargar su propio portal. Este unía la lonja de Serena con la Plaza de los Portales de Maradia, que estaba situada muy cerca del mercado; Tabit sabía, además, que el gremio estaba estudiando la posibilidad de abrir otro que enlazara con alguna otra capital que no tuviese salida al mar, como Rodia, Vanicia o tal vez Ymenia.

Al ser un portal privado, solo para uso del Gremio, tenía su propia contraseña; pero enseñar el símbolo de apertura a todos los pescadores y pescaderos que usaban el portal equivaldría a que este no fuera privado en absoluto, por lo que el Gremio había contratado también los servicios de dos guardianes que se turnaban para vigilar el portal de forma permanente.

Tabit llegó, jadeando, hasta la lonja, que estaba ya desierta. Localizó el portal en la pared del fondo, y también la figura que dormitaba junto a él, sentada en una silla. Se detuvo ante ella.

Los guardianes eran la casta inferior de los pintores de portales. Muchos de ellos eran personas que, por las razones que fueran, no habían finalizado sus estudios en la Academia, pero conocían lo suficiente de los dos lenguajes secretos como para poder abrir algún que otro portal por su cuenta. Por este motivo, a la Academia le convenía mantenerlos bajo sus alas. Por un buen sueldo, los guardianes vigilaban algunos portales privados, los abrían y cerraban cuando era necesario y se aseguraban de que solo los utilizaban las personas autorizadas.

Tabit era perfectamente capaz de abrir el portal sin ayuda del guardián, pero le parecía una desconsideración ignorar su presencia. Lo contempló un momento a la luz del pequeño farol que reposaba a sus pies. El guardián era más viejo de lo que había supuesto, y estaba incómodamente acurrucado sobre una silla de madera que parecía casi tan vetusta como él. El joven pensó que quizá sería mejor dejarlo dormir; pero, cuando ya buscaba su saquillo de polvo de bodarita, el guardián resopló y se despertó con brusquedad. Su sobresalto al ver de pronto al estudiante casi lo hizo caerse de la silla.

—¿Quién… qué…? —farfulló.

—Buenas noches, guardián —saludó Tabit con cortesía—. Querría cruzar al otro lado, si no es molestia.

—El portal está cerrado, joven —replicó el guardián, levantándose con dificultad—. ¡Oh… disculpad, maese! —exclamó de pronto al ver el hábito de Tabit—. Lo abriré para vos, naturalmente.

Tabit no lo contradijo. Estuvo tentado de decirle que no lo necesitaba, pero había algo en el viejo guardián, una dignidad callada, que lo indujo a dejar que hiciera su trabajo sin entrometerse.

El guardián del portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos de Serena se alzó ante el muro, tosió un par de veces y entonó con voz solemne:

—¡
Italna keredi ne
!

Tabit luchó por contener la risa. No era culpa del guardián, pobre hombre. Había recitado con total exactitud las palabras que había escritas sobre el portal, aunque probablemente no sabía qué significaban. Mientras, con dedos temblorosos, el anciano escribía el símbolo equivalente en la tabla de la contraseña, Tabit reflexionó sobre la maldad humana. El maese que había pintando aquel portal había elegido la siguiente contraseña: «Aquí apesta a pescado». Naturalmente, ni el guardián ni los pescadores del Gremio conocían el significado de aquellas palabras que sonaban tan bien en el idioma secreto de los pintores. No habría tenido tanta importancia de no ser porque el guardián parecía convencido de que era necesario declamarlas en voz bien alta para que el portal se abriera. Con todo, lo más llamativo del caso era que debían de haber pasado otros maeses por allí a lo largo de los años, y probablemente todos ellos lo habían oído exclamar, con total seriedad, que allí apestaba a pescado, cada vez que abría el portal. Y nadie se lo había dicho.

El símbolo estaba bien trazado, por lo que el portal no tardó en iluminarse. Tabit suspiró, satisfecho: por fin regresaba a casa.

Antes de atravesar el portal, sin embargo, se detuvo junto al anciano.

—Gracias, guardián. —Dudó un momento antes de añadir—: Ah, y… no hace falta que repitáis la contraseña en voz alta.

El hombre lo miró con cierta desconfianza.

—¿Qué decís, maese? Sé cómo he de hacer mi trabajo. Llevo guardando este portal desde que era un jovenzuelo imberbe. Y de eso hace ya casi medio siglo.

—Y lo hacéis muy bien —asintió Tabit, conciliador—. Después de todo, el portal se abre, ¿no? Pero probad lo que os digo: mañana, cuando lo abráis para los pescadores, no recitéis la contraseña en voz alta: hacedlo para vuestros adentros, y veréis que funcionará de todas formas.

El guardián parpadeó, un tanto confuso.

—¿Estáis seguro?

—Completamente. Podéis seguir haciéndolo como hasta ahora, por supuesto, pero de esta manera que os digo no correremos el riesgo de que alguien oiga la contraseña y la utilice para sus propios fines.

—Eso es cierto —admitió el guardián—. Siempre pensé que, para tratarse de una contraseña secreta, no parecía muy sensato repetirla en alto tantas veces.

—¿Lo veis? Es porque lo que de verdad cuenta es el símbolo que dibujáis sobre la tabla.

—Ah, pues… nadie me había informado de esto.

Tabit sacudió la cabeza con disgusto.

—Hay maeses poco prudentes —dijo, ocultando su sonrisa tras una oportuna tosecilla—. Demasiado poco prudentes, añadiría; pero yo no soy quién para hablar mal de mis superiores.

—No, no, por supuesto que no. Oíd… —añadió el anciano, bajando la voz—: ¿es cierto lo que cuentan del Invisible?

Tabit iba a responder que todas aquellas historias sobre el Invisible no eran más que cuentos de viejas, pero lo pensó mejor:

—Quién sabe —dijo misteriosamente—. Pero será mejor que guardemos bien los secretos del portal. Por si acaso.

El guardián asintió enérgicamente.

El portal llevaba demasiado tiempo abierto, y Tabit se apresuró a despedirse del anciano y a cruzar al otro lado antes de que se cerrara.

Salió a la Plaza de los Portales de Maradia, ahora silenciosa y vacía. A su espalda, pintado sobre el Muro de los Portales, se hallaba el que acababa de atravesar, y que aún relumbraba suavemente. Junto a él, perfectamente alineados, estaban el resto de los portales que desembocaban allí. Algunos, los menos, eran públicos; la mayoría eran privados, financiados por comerciantes o por el Consejo de algún pueblo lejano, cuyos agricultores, artesanos o ganaderos se habían unido para pagar el portal que les permitiría vender sus productos en la capital.

Tabit los conocía casi todos. Había sacado buena nota en Cartografía de Portales. Pero, incluso aunque no se los hubiera aprendido de memoria, la Academia disponía de mapas e información detallada sobre todos y cada uno de los portales que los maeses habían dibujado a lo largo de toda su historia. Y él podía consultarlos cuando quisiera.

Saludó a los guardianes de los portales privados, que conversaban animadamente alrededor de un fuego, no lejos del muro, y se encaminó hacia la Academia. Podría haber llegado saltando de portal en portal, pero habría tenido que importunar a los propietarios de algunos de ellos para que le permitieran entrar en sus casas, y era ya muy tarde. De modo que fue caminando por las oscuras calles de Maradia hasta que, al doblar una esquina, vio que la sede central de la Academia de los Portales se alzaba ante él. En la oscuridad de la noche parecía una enorme mole de planta circular, fría, silenciosa y amenazadora; sin embargo, Tabit sonrió al verla. Llevaba solo cinco años viviendo allí, pero ya la consideraba su hogar, más incluso que la casa en la que había crecido.

El portero lo conocía, y lo dejó entrar nada más verlo, pese a que él no pasaba por allí a menudo. Había otros estudiantes que siempre estaban pidiendo permisos, que salían por las noches a recorrer tabernas o burdeles o que pasaban días enteros fuera de la ciudad visitando a sus familias, pero Tabit no era como ellos: su vida eran los portales, y así había sido desde la primera vez que había atravesado uno de ellos, cuando tenía apenas ocho años.

Cruzó el gran patio delantero de la Academia, encerrado tras sus muros, donde se ordenaban la mayor parte de los portales que llevaban hasta el edificio. De día, el patio de portales, como se lo conocía popularmente, era un hervidero de gente, de estudiantes y maeses que entraban y salían. Había pocos portales que fueran para uso exclusivo de los pintores, pero allí conducían la mayor parte de ellos: al corazón de la Academia.

Ahora, sin embargo, el patio estaba desierto. También los pasillos, como pudo comprobar Tabit al entrar en el edificio. No era de extrañar, pensó el joven, apretando el paso: después de todo, era la hora de la cena.

Llegó al comedor sin pasar siquiera por su habitación. Con gusto se habría dado un baño, al menos para asegurarse de que no quedaba ningún bicho entre su pelo y sus ropas que pudiera terminar en su colchón, pero estaba hambriento, y las normas de la Academia en cuanto a horarios eran muy estrictas: si llegaba tarde, se quedaría sin cenar.

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