Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
El hombre sacudía la cabeza y se le crispaban los párpados. Lo miró durante un rato antes de decir con voz lenta:
—Ah, sí, sí que me acuerdo, me acuerdo... Un antiguo colega, un viejo amigo... ¿Cómo está tu padre?
—Sin novedad.
—Entonces está bien, actualmente si no hay ninguna novedad es que todo va bien.
Charlaron un poco, después le dijo que tenía un pequeño problema que podía causarle muchos quebraderos de cabeza, que era respecto al hecho de que su padre había vendido una pistola.
Con la cabeza gacha, el anciano parecía buscar algo, luego levantó la taza de té temblando. Le dijo que no tendría que testimoniar, sólo quería que le explicara qué ocurrió. Al final, le preguntó:
—¿Mi padre le hizo de intermediario para vender una pistola?
Insistió en la palabra «vender», sin decir que era el anciano quien la había comprado. Éste dejó la taza, su mano ya no temblaba, y entonces dijo:
—Sí, es cierto, así fue. Ocurrió hace muchos años, cuando huíamos durante la guerra de Resistencia. En aquella época los soldados huían a la desbandada, había que defenderse de los bandidos. Como habíamos trabajado durante mucho tiempo en el banco, teníamos algún dinero ahorrado, y ya que los billetes perdían su valor, los cambiamos por objetos de oro y plata que llevábamos a todas partes con nosotros; la pistola era para defendernos si nos asaltaban.
Él dijo que eso ya se lo había contado su padre, y que no creía que fuera un problema grave; lo único que había que saber era dónde se encontraba en ese momento la pistola para poder resolver el asunto, porque sospechaban que su padre ocultaba todavía el arma, y esa sospecha estaba incluso en su ficha, explicó con toda la tranquilidad que pudo.
—Es increíble —suspiró el anciano—. Alguien de la entidad de trabajo de tu padre ya ha venido a investigar lo mismo; nunca pensé que esta historia te podría ocasionar tantos problemas.
—Todavía no ha pasado nada, pero este tipo de problemas latentes es mejor preverlos para poder hacerles frente el día que exploten.
Le mostró una vez más que no venía a investigarlo, luciendo una gran sonrisa para tranquilizarlo.
—La pistola la compré yo —acabó reconociendo el viejo.
Pero él añadió:
—Sin embargo, mi padre dice que usted la vendió siguiendo su recomendación...
—¿A quién se la habría vendido entonces? —preguntó el anciano.
—No me lo ha dicho.
—No, esa pistola la compré yo —repitió el anciano.
—¿Mi padre lo sabe?
—Claro que lo sabe. Más tarde, la tiré al río.
—¿Eso también lo sabe?
—¿Cómo iba a saberlo? Fue después de la Liberación. La cosa estaba más tranquila, no tenía sentido guardar la pistola. Una noche fui a tirarla al río...
El no tenía nada que añadir.
—Pero ¿por qué tu padre habló de eso? ¡Se mete en donde no le llaman! —dijo el anciano en tono de reproche.
—Si hubiera sabido que había tirado la pistola al río... —dijo para intentar justificar a su padre.
—¡Su problema es que obedece demasiado!
—Quizá ha tenido miedo de que la pistola todavía exista, o de que le preguntaran dónde estaba el arma...
Quería disculparlo, pero su padre había confesado y comprometido al anciano, que realmente tenía motivos para estar molesto.
—¡Quién lo hubiera dicho, quién lo hubiera dicho! —suspiraba sin parar el viejo—. ¡Hace más de treinta años de aquello, tú ni siquiera habías nacido, y ahora ha pasado de la ficha de tu padre a la tuya!
Esa pistola devorada por el óxido y de la que no debía de quedar ni la menor pieza en el fondo de un río también debía de figurar en la ficha del anciano. Eso fue lo que pensó, pero no se lo dijo. Cambió de asunto:
—Tío Fang, ¿no tiene usted hijos?
—No —suspiró sin añadir ni una palabra.
Había olvidado que quería tomarlo por hijo adoptivo, por suerte, porque si no, todavía se habría sentido más dolido.
—Si volvieran a investigarlo... —dijo el anciano.
—No, no hará falta —interrumpió él. Había abandonado el propósito de su visita. No había motivos para reprocharles nada, ni al anciano ni a su padre.
—Estoy ya en el final de mis días, déjame terminar mis palabras —insistió el anciano.
—¿Acaso el arma no ha desaparecido? —repuso él—. Al menos, debe de estar completamente oxidada, ¿no?
El viejo se echó a reír dejando al descubierto sus escasos dientes; luego le cayó una lágrima.
El anciano y su mujer lo invitaron a cenar, pero él se negó rotundamente, afirmando que debía volver a la ciudad a devolver la bicicleta alquilada y luego tomar el tren nocturno.
El viejo tío Fang lo acompañó hasta la esquina de la calle, luego se despidió de él moviendo la mano y le pidió que saludara a su padre de su parte. Le dijo varias veces:
—¡Cuídate mucho! ¡Cuídate mucho!
Cuando se montó en la bicicleta y dejó de distinguir al anciano cada vez que se volvía, de repente se dio cuenta de que no tenía que haber ido a hacer esa investigación que no le serviría absolutamente para nada.
Por fin puedes volver al pasado de ese hombre, niño indigno nacido en el seno de una familia abocada al ocaso, que no vivía en la indigencia total, pero tampoco en la opulencia, más bien en la frontera entre el proletariado y la burguesía. Nació en el mundo antiguo y se crió en la nueva sociedad. Durante un tiempo creyó en la revolución; luego, pasó de la duda a la rebelión. Pero después se dio cuenta de que la revuelta no conducía a ninguna parte, se cansó y descubrió que en realidad no era más que un juguete en manos de los políticos. Entonces se negó a hacer el papel de lacayo o de chivo expiatorio. Sin embargo, como no podía huir, no tuvo otra opción que colocarse una máscara para mezclarse con los demás y vivir al día.
De ese modo se convirtió en un individuo de dos caras, obligado a llevar la máscara desde que salía de casa, como se toma el paraguas los días de lluvia. Cuando volvía a su vivienda, cerraba la puerta y nadie lo veía, entonces se la quitaba para respirar un poco. De otro modo, la habría llevado demasiado tiempo y se le podría haber pegado al rostro y a los nervios faciales. En ese caso, si hubiera querido quitársela, no habría podido. Por cierto, este tipo de enfermedad todavía es muy frecuente hoy en día.
Su verdadero rostro sólo aparecía más tarde, una vez que se arrancaba la máscara, pero no era fácil, ya que su rostro y sus nervios faciales estaban cada vez más rígidos. La menor sonrisa, la menor mueca le exigían un gran esfuerzo.
Probablemente era rebelde por naturaleza, pero no tenía ningún objetivo preciso, ninguna finalidad, ningún principio definido, sólo lo empujaba un instinto de supervivencia. Más tarde, cuando por fin comprendió que esa revuelta también estaba dirigida por la batuta de un director de orquesta, ya era demasiado tarde.
A partir de aquel momento, ya no tuvo ningún ideal ni esperó a que nadie pensara por él, ya no se mostró agradecido a nadie, por miedo a que lo engañaran de nuevo. No se hizo más ilusiones, tampoco recurrió a las palabras hábiles para engañar a los demás o a sí mismo; no espera nada de los hombres ni de las cosas.
Ya no quiere tener camaradas, no necesita para nada ser cómplice de nadie para poder alcanzar cualquier objetivo determinado. También le parece inútil intentar acercarse al poder; de hecho, es demasiado duro, es una lucha interminable, demasiado desgastadora para la mente, y que exige tremendos esfuerzos. Si consigue permanecer lejos de esa especie de gran familia y de los grupos que se agregan alrededor de ella, habrá tenido mucha suerte.
No quiere destruir el viejo mundo, pero tampoco es reaccionario: los que decidan hacer la revolución que la hagan, pero que no la hagan hasta el punto de que no le dejen sobrevivir. En fin, no puede ser un luchador, él se mantiene más bien en un pequeño espacio entre la revolución y la reacción, observando las cosas de lejos.
En realidad no tenía enemigos, fue el Partido quien quiso convertirlo en un enemigo. No tenía elección, porque el Partido no se lo permitía. Insistieron en que se sometiera a una norma, él se negó, y así se convirtió en un enemigo del Partido. Y el Partido condujo al pueblo a tomarlo como objetivo para que brillara el ideal, para galvanizar el ánimo, dar valor a las masas y que naciera el entusiasmo. Lo convirtieron en el enemigo público del pueblo. Sin embargo, él no tiene ningún problema con el pueblo y se niega a disparar sobre los demás para sobrevivir, lo único que quiere es vivir su propia vida.
Quizá sea una especie de empresario independiente, y le gustaría seguir así. Hoy, por fin, no tiene ni colega, ni patrón, ni superior o inferior jerárquico, se dirige y se emplea a sí mismo, todo lo que hace, lo hace por propia voluntad.
Tampoco detesta el mundo, continúa alimentándose como cualquiera, y adora especialmente la cocina de su país, un gusto que se ha formado desde su infancia, pues su madre era una cocinera excepcional. Por supuesto también le gusta la comida occidental, la gran cocina francesa, o la pasta italiana, sobre la que se dice que Marco Polo la trajo del gran Imperio Tang, aunque el indispensable queso rallado que la acompaña no existiera en China. También le encanta el pescado crudo a la mostaza de los japoneses, que pica la nariz, y el caviar ruso, muy negro; todo eso es delicioso. Le gusta mucho también la carne asada y los encurtidos picantes de los coreanos, y, cuando se acompañan de las finas hojuelas indias, no hay manjar más exquisito. Lo único que no puede comer es el soso
Kentucky fried chicken
; tiene gustos bastante difíciles, y puede que sea porque durante su infancia rozó la buena vida.
También le gusta el sexo. Cuando era pequeño vio, escondido, el magnífico cuerpo de su joven madre mientras ésta se bañaba. Desde entonces le vuelven loco las mujeres bellas. Y, cuando no tiene ninguna, toma su pluma y escribe relatos eróticos. En eso no es para nada un hombre honesto, desea realmente ser como Donjuán y Casanova, pero no tiene esa suerte y se contenta con describir sus fantasías en los libros.
Esto es lo que escribes sobre él, es lo que debería figurar en su ficha personal que quizá todavía esté en China, pero que él nunca vio.
El papel pintado del falso techo estaba arrancado y las ratas que corrían por el tejado durante la noche en todos los sentidos hacían mayores las grietas cuando se peleaban. Las mantas de algodón estaban llenas de polvo negro. Era la primera vez que se encontraba tan desocupado. No tenía nada que hacer, no tenía que levantarse a una hora fija para ir al trabajo ni debía hacer nada para la rebelión. No leía ni escribía; los libros que habría podido leer todavía permanecían en sus cofres y en sus cartones. Debía conservar toda su lucidez para no volver a soñar despierto. Pero en la vivienda de al lado, el obrero jubilado se levantaba muy temprano y ponía la radio a todo volumen. Escuchaba la ópera revolucionaria
La linterna roja
, eso le ponía muy nervioso. Incluso para masturbarse debía subir la manta hasta la cabeza y cerrar los ojos para pensar con todas sus fuerzas en el cuerpo desnudo de Lin, pero no conseguía parar aquellos cantos que expresaban un entusiasmo severo pero justo, y eso lo deprimía todavía más.
Quería pedir prestada una escalera para volver a empapelar el falso techo, pero estaba tan agrietado que corría el riesgo de caerse del todo. El polvo acumulado encima podía esparcirse por toda la habitación y entonces sería peor el remedio que la enfermedad. Además, empapelar el techo es todo un arte. Colocó en un rincón de la habitación las cosas del viejo Tan, puso su colchón sobre la cama de él y se deshizo de su propia cama. Estaba seguro de que Tan ya no volvería.
Se sentía totalmente libre, pero no sabía adónde ir. Lo único que podía hacer era salir a la calle a comprar los pequeños periódicos que vendían las organizaciones de masas, así como toda clase de materiales de denuncia. Luego, volver a su casa a preparar la comida y leerlos mientras comía. Por los discursos de los dirigentes que recibían a los diferentes grupos de masas, él distinguía las discordancias o las alusiones. Todos mostraban la misma exaltación, pero subían y bajaban continuamente, como un tiovivo de caballos de madera. El del día anterior todavía explicaba la última directiva de Mao. No sabía si hoy o mañana la máquina de matar caería sobre él y lo transformaría en un criminal antipartido. Su entusiasmo por la rebelión se enfrió por completo, no paraba de dudar de todo lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevía a reconocerlo.
Tenía que aparecer todavía de vez en cuando por el edificio de su institución y pasar un momento por el cuartel general de los rebeldes. Un gran número de organizaciones rebeldes se habían escindido y se reunían en un gran «cuartel general». Las personas entraban y salían, mientras él fumaba un cigarrillo, charlaba un poco con ellos, escuchaba las noticias, sólo para que lo vieran. Luego se marchaba sin llamar la atención.
Ya no le interesaban los combates incesantes, los reagrupamientos, las nuevas luchas que tenían lugar en el edificio.
El lugar más animado, donde uno se enteraba de más cosas, era la avenida Chang'an. Cada vez que iba al edificio de su institución, pasaba por allí. Había muchas tiendas de campaña montadas a lo largo de los altos muros rojizos de Zhongnanhai. Sobre una inmensa banderola roja se leía «Frente unido de los revolucionarios proletarios de la capital para desalojar, combatir y criticar a Liu Shaoqi»,
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se desplegaban las banderas rojas de los rebeldes de cada universidad, cientos de altavoces difundían día y noche cantos marciales que denunciaban al jefe del Estado en nombre del dirigente supremo, el sol rojo. Ni siquiera esta escena conseguía emocionarle ya.
—¡Los últimos documentos de la denuncia de Liu Shaoqi por su propia hija! ¡Léanlos, léanlos! ¡Se compra un calzador de oro con el dinero de la revolución! ¡La denuncia de la ex mujer de Liu Shaoqi!
De entre la gente que rodeaba al hombre que vendía esos pequeños periódicos, reconoció a Cabeza Gorda, su compañero de escuela. Fue a tocarle en el hombro. Éste se sobresaltó y sonrió cuando lo reconoció. Cabeza Gorda llevaba en la mano una bolsa de cuero sintético llena de diarios y documentos que acababa de comprar.
—¡Ven, vamos a mi casa!
Sintió una bocanada de nostalgia, ya que este amigo representaba el último lazo que lo ligaba con su vida perdida.