El líbro del destino (14 page)

Read El líbro del destino Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

BOOK: El líbro del destino
2.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El presidente me dio su visto bueno —añade, jugando su mejor carta—. Claudia también. Una verdadera retrospectiva. ¿Cuándo cree que podríamos reunimos y…?

—Más adelante, ¿de acuerdo? Llámeme más tarde. —Pulso el otro botón y vuelvo a conectarme con Dreidel.

—¿Qué te ha contado esa periodista? ¿Lo sabe? —pregunta Dreidel y el pánico sigue vivo en su voz.

Antes de que pueda contestarle, se oye un nuevo clic en la línea. Está claro que mi amigo el bibliotecario no ha entendido el mensaje.

—Deja que me libre de este tío —le digo a Dreidel y vuelvo a la otra línea—. Gerald, ya le he dicho que…

—¿Quién es Gerald? —me interrumpe una voz femenina.

—¿Perdón?

—Hola, Wes, soy Lisbeth Dobson del
Palm Beach Post
. ¿Te gustaría que tu nombre apareciera en letras grandes?

20

Washington, D.C.

El neumático delantero izquierdo se hundió en el bache lleno de nieve fundida a toda velocidad y el todoterreno negro se sacudió. Con un giro rápido del volante, el coche se desvió hacia la derecha. Un segundo bache sacudió de nuevo el coche. El Romano maldijo para sí. Las carreteras de Washington ya eran bastante malas, pero el sureste de la ciudad siempre era lo peor.

Accionando el limpiaparabrisas quitó el aguanieve del cristal y giró hacia la izquierda en Malcolm X Avenue. Los coches quemados, las pilas de contenedores de basura y los edificios con las ventanas tapiadas le confirmaron que éste no era el mejor barrio para perderse. Por fortuna, él sabía exactamente adonde se dirigía.

Aproximadamente un par de kilómetros más adelante, el coche se detuvo ante un semáforo en el cruce de Malcolm X con la Martin Luther King Jr. Avenue. El Romano no pudo evitar una sonrisa. Durante ocho años había dependido en gran medida de la coexistencia pacífica. Pero ahora, con la reaparición de Boyle, con Wes como testigo, incluso con O'Shea y Micah acercándose, a veces no había más alternativa que la violencia.

Hacía ocho años, cuando se acercaron por primera vez a Nico, las cosas no eran diferentes. Por supuesto, no estaban los tres allí. Por razones de seguridad, sólo fue uno. Nico, naturalmente, se mostró dubitativo, incluso hostil. A nadie le gusta que ataquen a su familia. Pero fue entonces cuando le mostraron a Nico la prueba: el historial de la estancia de su madre en el hospital.

—¿Qué es esto? —había preguntado Nico, estudiando la hoja de papel llena de números de habitaciones y horas de entrega. En la parte superior sólo se leía la palabra «Cena».

—Es el libro de entrega de comidas del hospital —le explicó el Número Tres—. Del día en que murió tu madre.

Efectivamente, Nico leyó el nombre de su madre. «Hadrian, Mary.» Y el viejo número de su habitación. «Habitación 913.» E incluso lo que ella había pedido. «Pastel de carne.» Pero lo que le confundió fue la anotación hecha a mano en la columna marcada «Entrega intentada.» Cada paciente tenía una hora diferente para la entrega de la comida: «18.03… 18.09… 18.12…» Excepto en el caso de la madre de Nico, donde simplemente decía «paciente fallecida».

Nico alzó la vista, desconcertado.

—No lo entiendo. ¿Esto es de su último domingo? ¿Del día que murió?

—No exactamente —le dijo él—. Mira la fecha de la esquina. Dieciséis de septiembre, ¿no? —Cuando Nico asintió, él se apresuró a explicarle—. El dieciséis de septiembre fue sábado, Nico. Según estos registros, tu madre murió un sábado.

—No —insistió Nico—. Ella murió un domingo. El domingo diecisiete de septiembre. Recuerdo que yo estaba… que estábamos en la iglesia. —Mirando nuevamente el registro de entrega de comidas, añadió—: ¿Cómo pudo suceder esto?

—No, Nico. La verdadera pregunta es ¿por qué haría alguien algo así?

Nico meneó la cabeza violentamente.

—No, eso es imposible. Estábamos en la iglesia. En la segunda fila. Recuerdo a mi padre entrando y…

Nico se interrumpió.

—Eso es lo que tiene de grande la iglesia, ¿no crees, Nico? Todo el mundo está sentado en los bancos… tu preocupado padre rezando con sus dos niños pequeños… es la coartada perfecta.

—Espere, está diciendo que mi padre mató a mi…

—¿Cuánto hacía que había entrado en coma? ¿Tres años? Tres años sin mamá. Nadie que llevase la casa. Todos los días, todas esas plegarias y visitas, su enfermedad consumiendo vuestras vidas…

—¡Él nunca haría algo así! ¡Él la amaba!

—Te amaba más a ti, Nico. Tú ya habías perdido tres años de tu infancia. Por eso tu padre lo hizo. Por ti. Lo hizo por ti.

—P-Pero ¿los médicos…? ¿el forense…?

—El doctor Albie Morales, el neurólogo que determinó su muerte, es el honorable maestro a cargo de la logia masónica de tu padre. El forense Turner Sinclair, quien se encargó del resto del papeleo, es el diácono de esa misma logia. Eso es lo que hacen los masones, Nico. Eso es lo que han estado haciendo a lo largo de la hist…

—¡Está mintiendo! —estalló Nico, tapándose los oídos con las manos—. ¡Por favor, dígame que está mintiendo!

—Tu padre lo hizo por ti, Nico.

Nico se estaba moviendo adelante y atrás, cada vez más de prisa, mientras sus lágrimas caían en gruesas gotas sobre la hoja de papel que contenía la última cena de su madre.

—Cuando ella murió… eso fue… ¡Ella murió por mis pecados! ¡No por los pecados de mi padre! —gritó como si fuese un niño de diez años, con todas sus creencias hechas pedazos—. ¡Se suponía que ella debía morir por mis pecados!

Y fue entonces cuando Los Tres supieron que lo tenían.

Por supuesto, ésa fue la razón de que lo eligiesen. No fue difícil. El Romano tenía acceso a los archivos militares, así que se concentraron en las hojas de servicios de Fort Benning y Fort Bragg, que albergaban dos de las más importantes escuelas de francotiradores del ejército. Si añadimos las palabras «licenciamiento deshonroso» y «problemas psicológicos», la lista se reduce rápidamente. Nico era en realidad el tercero de esa lista. Pero cuando investigaron un poco más —cuando comprobaron su devoción religiosa y descubrieron la afiliación de su padre a una logia masónica—, Nico pasó a encabezar la lista.

A partir de allí, todo lo que tuvieron que hacer fue encontrarlo. Puesto que todos los alojamientos provisionales y los refugios para las personas sin hogar que reciben fondos del gobierno deben proporcionar los nombres de quienes se alojan en sus instalaciones, esa parte fue sencilla. Luego tuvieron que probar que podían controlarlo. Por eso lo llevaron de regreso a la caravana de su padre. Y le dieron el arma. Y le dijeron que sólo existía una manera de liberar el espíritu de su madre.

Durante el entrenamiento como francotirador, a Nico le enseñaron a disparar entre los latidos del corazón para reducir al máximo el movimiento del fusil. De pie, junto a su padre, quien estaba arrodillado sobre el suelo de linóleo descascarado, Nico apretó el gatillo sin pestañear.

Y Los Tres supieron que tenían al hombre que buscaban.

Y todo gracias a una simple hoja de papel con un registro falso de entrega de comidas.

Cuando la luz del semáforo cambió a verde, El Romano giró a la izquierda y pisó el acelerador, haciendo chirriar los neumáticos y lanzando al aire diminutos trozos de barro. El coche derrapó en aquella carretera apenas transitada y pronto se estabilizó bajo la firme conducción de El Romano. Había dedicado demasiado tiempo a esto para perder el control ahora.

En la distancia, los viejos edificios y escaparates de tiendas dejaban paso a portones de metal negros y oxidados que cercaban los amplios campos abiertos y se suponía que debían transmitir seguridad al vecindario. Sin embargo, veintidós pacientes se fugaron el año anterior, con lo que la mayoría de los vecinos pensaban que esos portones no cumplían sus expectativas.

Ignorando la capilla y otro edificio alto de ladrillos que se alzaba justo detrás del portón, El Romano giró a la derecha y se concentró en la pequeña casilla del guarda que estaba en la entrada principal. Habían pasado casi ocho años desde la última vez que había estado allí. Y mientras bajaba el cristal de la ventanilla y veía en el brazo negro y amarillo de la barrera los trozos donde la pintura había saltado, se dio cuenta de que nada había cambiado, ni siquiera los procedimientos de seguridad.

—Bienvenido a St. Elizabeth —dijo un guarda con los labios grisáceos por el frío—. ¿Visitante o entrega?

—Visitante —contestó El Romano exhibiendo una credencial del Servicio Secreto, sin apartar en ningún momento la mirada de los ojos del guardia. Como todos los agente antes que él, cuando Roland Egen se unió al Servicio Secreto, no comenzó en Operaciones de Protección. Pasó cinco años investigando bandas de falsificadores y delitos informáticos en la oficina de Houston. De allí pasó a su primer trabajo de protección, evaluando amenazas para la división de Inteligencia, y de allí —gracias a su instinto para las investigaciones criminales— ascendió hasta las oficinas de Pretoria y Roma. Fue su férrea determinación lo que le permitió trepar con uñas y dientes por el Servicio Secreto hasta alcanzar su cargo actual como director adjunto de Operaciones de Protección. Pero en sus horas libres, como El Romano, era cuando obtenía sus mejores recompensas—. He venido a ver a Nicholas Hadrian.

—Nico tiene problemas, ¿eh? —preguntó el guarda—. Es curioso, siempre dice que viene alguien. Por una vez ha acertado.

—Sí —dijo El Romano, alzando la vista hacia la diminuta cruz en el techo de la vieja capilla de ladrillo—. Es un jodido histérico.

21

Palm Beach, Florida

—De todos modos es una pequeña noticia bomba lo de Dreidel y tú comiendo en el Four Seasons —dice Lisbeth mientras Rogo se acerca a mí y pega su oreja al teléfono—. Algo así como convertir el restaurante en una reunión de la Casa Blanca en el soleado Sur. Los chicos del presidente y todo eso.

—Suena divertido —le digo, para que mantenga el buen humor—. Aunque no estoy seguro de que eso sea noticia.

—Asombroso —dijo ella sarcásticamente—. Eso fue exactamente lo que me dijo Dreidel. ¿Los separaron al nacer o lo aprenden en el trabajo?

Conozco a Lisbeth desde los días en que se hizo cargo de la columna de cotilleos del
Post
. Tenemos un acuerdo muy claro. Ella llama y solicita educadamente una declaración del presidente. Yo le contesto con la misma educación que lo sentimos mucho pero que ya no hacemos esas cosas. Es un vals muy simple. El problema es que, si no juego a esto con mucho cuidado, puedo darle a Lisbeth algo con lo que ella puede alterar el baile.

—Venga, Lisbeth, nadie sabe siquiera quiénes somos Dreidel y yo.

—Sí, Dreidel también intentó eso. Justo antes de preguntarme si podía llamarme más tarde, señal garantizada de que jamás volveré a saber nada de él. Claro que, considerando que esta noche Dreidel tiene ese pequeño evento para recaudar fondos para su campaña, cualquiera diría que le gustaría ver su nombre impreso en el periódico. Ahora bien, ¿quieres darme una información para salir del paso sobre lo emocionante que fue para vosotros recordar los viejos días en la Casa Blanca, o quieres que empiece a pensar que algo no funciona en Manningville?

Lisbeth se echa a reír, pero llevo demasiado tiempo rodeado de periodistas para saber que cuando se trata de llenar sus columnas, nada es divertido.

«Cuidado —escribe Rogo en un papel—. No es estúpida.»

Asiento y vuelvo al teléfono.

—Escucha, me gustaría darte lo que quieres pero, sinceramente, sólo estuvimos en el restaurante unos minutos…

—Y ésta es la tercera vez que has tratado de restarle importancia a la, por otra parte, aburrida historia. ¿Sabes lo que te enseñan en la escuela de periodismo cuando alguien trata de hacer eso, Wes?

En el papel que ha arrancado de la libreta, Rogo añade dos signos de exclamación a «No es estúpida».

—Muy bien, de acuerdo. ¿Quieres conocer la verdadera historia?

—No, preferiría una evasiva falsa.

—Pero esto es extraoficial —la advierto. Ella se queda en silencio, esperando que yo siga hablando. Es un viejo truco que emplean los periodistas para poder decir que ellos nunca han aceptado nada que fuese extraoficial. Caí en esa trampa en mi primera semana en la Casa Blanca. Fue la última vez—. Lisbeth…

—Sí, de acuerdo, es extraoficial. ¿Cuál es la gran noticia?

—El cumpleaños de Manning —digo—. Su fiesta sorpresa de los sesenta y cinco años, para ser exacto. Dreidel y yo estábamos a cargo de la parte de sorpresa de la fiesta hasta que tú llamaste esta mañana. Le dije a Manning que tenía que hacer unos recados. Dreidel estaba en la ciudad y le dije lo mismo a él. Si Manning lee mañana en el periódico que estuvimos juntos… —Hago una pausa para conseguir el efecto que busco. Es una mentira como la copa de un pino, pero su silencio me dice que da resultado—. Sabes que nunca pedimos nada, Lisbeth, pero si puedes no mencionarlo sólo por esta vez… —Hago otra pausa antes del gran final—. Estaríamos en deuda contigo.

Prácticamente puedo ver cómo sonríe al otro lado de la línea. En una ciudad de tomas y dacas sociales, es lo mejor para negociar: un favor pendiente del anterior presidente de Estados Unidos.

—Dame diez minutos cara a cara con Manning la noche de la fiesta sorpresa —dice Lisbeth.

—Cinco minutos es lo máximo que aceptará.

Rogo mueve la cabeza. «No es suficiente», dice en silencio.

—De acuerdo —dice ella.

Rogo une el pulgar y el índice. «Perfecto», pronuncia en silencio.

—¿De modo que mi desayuno con Dreidel…? —pregunto.

—¿Desayuno? Venga ya, Wes, ¿por qué iba a interesarle a nadie de qué hablaban durante el desayuno dos antiguos miembros del personal de la Casa Blanca? Considéralo un tema muerto.

22

—Sabes que nunca pedimos nada, Lisbeth, pero si puedes no mencionarlo sólo por esta vez…

Mientras escuchaba las palabras de Wes, Lisbeth se sentó erguida en su sillón y comenzó a hacer girar el cable del teléfono como si fuese una cuerda para saltar a la comba. Por la pausa forzada que se produjo al otro lado de la línea, parecía que Wes estaba a punto de hacer un trato.

—Estaríamos en deuda contigo —ofreció.

Lisbeth dejó de hacer girar el cable. Regla sagrada no. 4: sólo los culpables negocian. Regla sagrada no. 5: y los oportunistas.

—Dame diez minutos cara a cara con Manning la noche de la fiesta sorpresa —dice ella, sabiendo que, como cualquier otro buen agente de publicidad, Wes partirá el tiempo por la mitad.

Other books

Long Lankin: Stories by John Banville
Collins, Max Allan - Nathan Heller 14 by Chicago Confidential (v5.0)
Clanless by Jennifer Jenkins
This Way Out by Sheila Radley