—No. Pero después de seguir tu consejo y vigilar a sus amigos, conseguí encontrar a su amigo el gordo.
—¿Rogo?
—Durante las últimas horas estuvo más callado que un muerto. Pero luego, ¡bingo!, recibió una llamada desde un número registrado a nombre de una tal Eve Goldstein.
—¿Quién es Eve Goldstein?
—Por eso la investigué. ¿Sabes cuántas Eve Goldstein hay en el condado de Palm Beach? Siete. Una tiene una tienda de artículos judíos, otra es directora de una escuela, dos están jubiladas…
—¡Paulie!
—… y una escribe la sección de jardinería de
The Palm Beach Post
.
—Intercambiaron los teléfonos…
—Ohhhhh, qué chico tan listo. Tendrías que trabajar para el FBI.
—¿O sea, que Wes sigue con Lisbeth?
—No lo creo. Acabo de llamar a la redacción del periódico. Ella aparentemente estaba en otra línea. Creo que le dio a Wes el móvil de su amiga y él abandonó el suyo en el avión o algo por el estilo. Ya te dije que ese chico es muy listo —dijo Paul—. Por suerte para ti, yo soy más listo que él.
—¿Pudiste seguir la señal del nuevo teléfono?
—Es un modelo antiguo, de modo que no está provisto de GPS. Pero puedo llevarte hasta la torre de comunicaciones más cercana. Está en County Road, a un par de manzanas al sur de Vía Las Brisas.
O'Shea se quedó inmóvil en mitad del muelle.
—¿Las Brisas? ¿Crees que ha ido a…?
—Sólo hay una forma de averiguarlo, colega. Ten cuidado, con Nico suelto, el cuartel general acaba de abrir su propia investigación.
O'Shea asintió, metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una billetera negra de piel de avestruz y una credencial de la CIA. La abrió y miró por última vez la foto de Micah en su permiso de conducir. Por el pelo castaño y despeinado, y los dientes inferiores separados, la foto debía tener al menos diez años. Antes de que le arreglasen los dientes, antes de que comenzara a llevar el pelo cuidadosamente peinado hacia atrás, antes de que comenzaran a ganar pasta.
A O'Shea no le gustó nada tener que quitarle la billetera a su viejo amigo, pero sabía que eso le proporcionaría al menos un día antes de que alguien identificara el cadáver. Aunque en este momento, mientras se acomodaba la funda de la pistola que colgaba del hombro, todo lo que necesitaba era una hora para arreglar las cosas y dejar esta vida atrás.
Ellos habían creado a El Romano como un álter ego de Egen. O'Shea, sin duda, podía crear a alguien nuevo para sí mismo.
—¿En cuánto tiempo crees que puedes llegar allí? —preguntó Paul.
O'Shea sonrió y lanzó los documentos de Micah al agua. Flotaron durante medio segundo antes de hundirse.
—¿A esta velocidad? Estaré allí en un abrir y cerrar de ojos.
—Intenta llamarlo otra vez —dijo Dreidel mientras daba la vuelta a la caja de los archivos para comprobar las fechas: «Boyle, Ron —Consejo de Política Interior— 15 de octubre-31 de diciembre».
—Acabo de hacerlo —dijo Rogo, comprobando las últimas cajas de su pila—. Ya sabes cómo es Wes cuando está trabajando. No contestará ninguna llamada si está con Manning.
—Aun así deberías volver a inten…
—¿Y decirle qué? ¿Que parece que Boyle tenía un hijo secreto? ¿Que hay una nota que hace referencia al 27 de mayo? Hasta que no tengamos más detalles, esa información no nos ayuda en nada.
—Nos ayuda a mantener a Wes informado, especialmente en el lugar en el que se encuentra ahora. Él debería saber que Manning lo sabía.
—¿Estás seguro? —preguntó Rogo—. ¿Manning sabía lo del hijo de Boyle?
—Es su mejor amigo… y es una información que consta en el archivo —dijo Dreidel. Su voz se quebró ligeramente cuando alzó la vista de las últimas cajas—. Manning lo sabía, estoy seguro.
Rogo miró a Dreidel fijamente, percibiendo el ligero cambio en su tono de voz.
—Estás dudando de él, ¿verdad, Dreidel? Por primera vez en tu vida estás descubriendo que podría haber una fisura en la máscara de Manning.
—Sigamos buscando, ¿de acuerdo? —dijo Dreidel mientras daba la vuelta a las dos últimas cajas y comprobaba las fechas. En una decía «Memorándums: 1 de enero-31 de marzo». La otra llevaba una etiqueta con la inscripción «Audiencia del Congreso sobre el sida: 17 de junio-19 de marzo»—. Mierda —susurró mientras apartaba las cajas.
—Aquí tampoco he encontrado nada —dijo Rogo, cerrando la última caja y levantándose del suelo—. Muy bien, de modo que en total, ¿cuántas cajas tenemos que incluyan la fecha del 27 de mayo?
—Sólo éstas —dijo Dreidel, señalando las cuatro cajas con archivos que habían colocado encima de la mesa—. Además, tú encontraste el programa, ¿verdad?
—No es que nos sirva de mucho —contestó Rogo mientras agitaba el programa oficial de Manning de aquel 27 de mayo—. Según lo que dice aquí, el presidente se encontraba con su esposa y su hija en su cabaña de Carolina del Norte. Al mediodía salió a dar un paseo en bicicleta. Luego almuerzo y pesca en el lago. Tan sólo una jornada de descanso.
—¿Quién lo acompañaba? —preguntó Dreidel, consciente de que el presidente jamás viajaba sin llevarse trabajo.
—Albright…
—No me sorprende. Manning se llevaba a su jefe de personal a todas partes.
—… y Lemonick.
—Extraño pero nada fuera de lo común.
—Y luego esos nombres que dijiste que pertenecían a la Oficina de Viajes. Westman, McCarthy, Lindelof…
—Pero ¿Boyle no?
—Según esto, Boyle no estaba —dijo Rogo, repasando el programa.
—Muy bien, de modo que el 27 de mayo, apenas dos meses antes del tiroteo, Manning estaba en Carolina del Norte y Boyle, presumiblemente, se había quedado en Washington. O sea, que la pregunta en este caso es, ¿qué hacía Boyle mientras el otro estaba lejos?
—¿Y crees que la respuesta se encuentra en alguna de estas cajas? —preguntó Rogo, haciendo un gesto hacia las tapas de las cuatro cajas que estaban encima de la mesa.
—Estas cajas son las que tienen fechas que incluyen el 27 de mayo —dijo Dreidel—. Tengo un presentimiento —añadió, quitando la tapa de la primera de ellas—. La respuesta está aquí.
—¡Es imposible que esté aquí! —se lamentó Rogo cuarenta y cinco minutos más tarde.
—Tal vez deberíamos volver a examinarlas.
—Ya lo hemos hecho dos veces. He revisado cada hoja, cada archivo, cada estúpida nota apuntada en un post-it. ¡Mira estos recortes!
—¡Baja la voz! —dijo Dreidel, haciendo un gesto hacia el ayudante que estaba delante de los ordenadores.
Rogo miró a Freddy, quien le ofreció una cálida sonrisa y lo saludó con la mano. Volviéndose hacia Dreidel, dijo:
—Muy bien, ¿y ahora qué?
—No tenemos muchas opciones —dijo Dreidel mientras miraba las treinta y ocho cajas que aún quedaban apiladas en el suelo—. Quizá archivaron los documentos sin seguir un orden preciso. Revisemos cada una de las cajas, saquemos todos aquellos documentos que estén fechados el 27 de mayo.
—Son más de veinte mil páginas.
—Y cuanto antes empecemos, antes conoceremos la historia completa —dijo Dreidel, colocando una nueva caja encima de la mesa.
—No sé —dijo Rogo mientras cogía las asas de una caja vieja y gastada y la colocaba encima de la mesa. Cuando quedó apoyada contra la de Dreidel, una nube de polvo se arremolinó como si fuese una tormenta de arena—. A una parte de mí le preocupa que estemos buscando la aguja en el pajar equivocado.
Port St. Lude, Florida
Edmund llevaba muerto casi doce horas. Durante la primera hora, cuando Nico lo aseguró al asiento del acompañante con el cinturón de seguridad, unas densas burbujas de sangre espumosa se formaron en la profunda herida del cuello. Nico apenas si se percató, ya que estaba demasiado entusiasmado habiéndole a su amigo acerca de Thomas Jefferson y Los Tres originales.
Hacia la cuarta hora, el cuerpo de Edmund se había puesto rígido. Sus brazos dejaron de moverse. La cabeza, inclinada en un ángulo extraño hacia atrás y a la derecha, ya no se bamboleaba con cada bache que cogían. En lugar de una muñeca de trapo, Edmund era un maniquí helado. El rigor mortis era un hecho. Nico siguió sin darse cuenta de nada.
Hacia la décima hora, la cabina del camión comenzó a apestar. En los asientos, en la alfombrilla, en la puerta, la sangre empezó a descomponerse, convirtiendo cada mancha en diminutos puntos de rubíes líquidos de un rojo más denso y oscuro.
Pero incluso cuando dejaron todo eso atrás —cuando abandonaron el camión para subir al Pontiac y se llevaron la manta de lana de Edmund— el hedor persistía. Y no era por el cadáver. El cuerpo de Edmund tardaría días en descomponerse, incluso bajo el intenso calor de Florida. El verdadero horror pestilente procedía de lo que había dentro, cuando la falta de control muscular por parte de Edmund provocó la expulsión de flatulencias y excrementos, empapando su ropa y llegando al asiento y a la manta polvorienta que cubría a Edmund de la cabeza a los pies.
En el asiento del conductor, Nico no podría haberse sentido más feliz. Delante de él, a pesar de la hora punta, el tráfico parecía fluido. A su derecha, al oeste, el sol era un círculo anaranjado perfecto al iniciar su lento descenso desde el cielo. Y, lo más importante, cuando pasaron junto a otro cartel verde de autopista, se encontraban más cerca de lo que Nico esperaba. «Palm Beach 80 km.»
«Estaremos allí en menos de una hora.»
Apenas capaz de contener su excitación, Nico sonrió y aspiró profundamente el hedor que saturaba el interior del coche.
No olió nada. No podía. La vida era tan dulce…
Nico aceleró e hizo ademán de accionar el limpiaparabrisas cuando un ligero chaparrón comenzó a mojar el parabrisas del Pontiac. Pero lo pensó mejor y apartó la mano. La lluvia era muy ligera. Sólo una llovizna. Suficiente para purificar.
«Tal vez deberías…»
—Sí, estaba pensando exactamente lo mismo —dijo Nico, asintiendo. Apretó un botón en el salpicadero y abrió el techo corredizo del coche, se ajustó la gorra robada de los Orioles e inclinó la cabeza hacia atrás para mirar el cielo gris.
—Coge el volante —le dijo a Edmund mientras cerraba los ojos.
A ciento veinte kilómetros por hora, Nico soltó el volante. El Pontiac se desvió ligeramente hacia la derecha, obstruyendo la trayectoria de un Honda plateado conducido por una mujer.
Nico mantuvo la cabeza hacia atrás mientras elevaba una plegaria. El viento le voló la gorra de la cabeza. Agujas de lluvia cayeron sobre su rostro. El bautismo había comenzado. Apretaba fuertemente con la mano la dirección de Wes. La salvación —para Nico y su madre— estaba a menos de una hora de distancia.
Lisbeth pensó que el vecindario sería un lugar lleno de casuchas. Pero mientras conducía hacia el oeste por Palm Beach Lakes Boulevard y seguía las indicaciones que le había dado Violet —pasar las tiendas de Home Depot y Best Buy y el restaurante Olive Garden, luego girar a la derecha en Village Boulevard— resultaba más que evidente que no necesitabas cerrar con llave las puertas del coche. De hecho, cuando se detuvo ante la casilla del guardia de «Misty Lake —Complejo Residencial», lo único que tuvo que hacer fue bajar el cristal de la ventanilla.
—Hola, vengo a visitar la vivienda 326 —le explicó Lisbeth al guardia, recordando las instrucciones de Violet de que no debía mencionar su nombre. Naturalmente, era una tontería. Lisbeth ya tenía su dirección, ¿a quién podía importarle su nombre?
—Identificación, por favor —dijo el guardia.
Cuando le entregó el permiso de conducir, Lisbeth añadió:
—Lo siento, creo que es la 326, estoy buscando a…
—Los Schopf, Debbie y Josh —contestó el guardia, entregándole un pase de aparcamiento de invitados para que lo colocase en el salpicadero.
Lisbeth asintió.
—Son ellos.
Cuando el guardia hubo cerrado la puerta de seguridad tras ella, Lisbeth apuntó el nombre «Debbie Schopf» en su libreta, siguió los carteles indicadores y pasó por las innumerables bandas rugosas para frenar la velocidad, a medida que dejaba atrás casas idénticas de color rosa, hasta detenerse finalmente delante de la estrecha casa de dos plantas con luces navideñas colgando encima de la puerta y un muñeco de nieve hinchable en el cuidado jardín. Navidad en Florida en la vivienda 326.
Mientras recorría el camino que llevaba hasta la puerta principal, Lisbeth guardó la libreta de notas en el bolso. Violet ya estaba nerviosa por teléfono. No había ninguna razón para añadir…
—¿Lisbeth? —preguntó una voz familiar al abrirse la puerta.
Los ojos de Lisbeth se encontraron con el cuello marrón oscuro de Violet. Cuando alzó la cabeza vio a una hermosa mujer afroamericana de casi metro ochenta. Con unos vaqueros desteñidos y una camiseta blanca de cuello en «V», Violet casi parecía haberse vestido como una perfecta ama de casa. Pero ni siquiera los uniformes clásicos de los barrios residenciales podían enmascarar la belleza que se ocultaba debajo de esa ropa.
—¿Usted… eh… quiere entrar? —preguntó Violet con un ligero temblor en la voz mientras bajaba la cabeza y apartaba la vista.
Lisbeth supuso que era una muestra de timidez. Probablemente de cierta vergüenza. Pero cuando se acercó a ella —pasando junto a Violet al entrar en la casa— pudo ver bien la ceja izquierda de Violet, que parecía cortada en dos por una diminuta cicatriz blanca que resaltaba en su piel oscura y perfecta.
—Eso… ¿Se lo hizo él? —preguntó Lisbeth, aunque ya conocía la respuesta.
Violet alzó la vista con los hombros arqueados como los de un gato acorralado y luego, con la misma rapidez, recuperó su postura. Para Lisbeth fue como mirar demasiado tarde un relámpago. Dos segundos antes, la ira había encendido la mirada de Violet, para luego desaparecer en lo que dura un parpadeo. Aun así, la imagen era demasiado poderosa. Lisbeth no podía dejar de verla. Y en ese momento vio a la mujer impetuosa, segura y arrogante que la joven Violet de veintiséis años solía ser. Y que nunca volvería a ser.
—No quiero que mi fotografía aparezca en el periódico. Ni mi nombre —susurró Violet, cubriéndose la diminuta cicatriz con el flequillo.
—Nunca haría eso —prometió Lisbeth, arrepintiéndose de inmediato por haber sido tan impulsiva.
Violet tenía mucho que perder, según podía deducirse del pequeño juego de té de color rosa que había esparcido por el suelo y el cochecito que había en la entrada. Lisbeth no conseguiría la historia a menos que actuase con suma delicadeza.