—Le prometí a mi cuñada un regalo —sonrió él, rebuscando en su apretado cinturón y sacando una bolsita de tela—, y otro a mi prometida.
Buscó en la bolsita y sacó un broche adornado con piedras preciosas.
—Una alianza de amor para mi prometida —dijo, abriendo el cierre—. Piensa en mí cuando lo lleves.
Avanzó resoplando para prendérselo en la capa. Espero que sufra un infarto, pensó Kivrin. Rosemund permaneció inmóvil, con las mejillas completamente ruborizadas, mientras los gruesos dedos del hombre le tocaban el cuello.
—Rubíes —observó Eliwys, complacida—. ¿No das las gracias a tu prometido por este magnífico regalo, Rosemund?
—Os agradezco el broche —murmuró Rosemund, inexpresiva.
—¿Dónde está mi regalo? —terció Agnes, saltando sobre un pie y luego sobre el otro mientras él rebuscaba de nuevo en la bolsita y sacaba algo con el puño cerrado. Se agachó hasta la altura de la niña, respirando con dificultad, y abrió la mano.
—¡Es una campana! —exclamó Agnes, encantada, tras cogerla y agitarla. Era metálica y redonda, como la campanita de un caballo, y tenía un aro en la parte superior.
Agnes insistió en que Kivrin la acompañara a la habitación para buscar un lazo con el que poder sujetársela alrededor de la muñeca como un brazalete.
—Mi padre me trajo este lazo de la feria —dijo, sacándolo del cofre donde estaban las ropas de Kivrin. Estaba teñido a parches y tan tieso que Kivrin tuvo problemas para ensartarlo en el aro. Incluso los lazos más baratos de Woolworth’s o los lazos de papel que se usaban para envolver los regalos de Navidad eran mejores que aquél, aunque obviamente a la niña le encantaba.
Kivrin lo sujetó a la muñeca de Agnes y bajaron las escaleras. El jaleo se había trasladado al interior. Los criados trajeron al salón cofres, ropa de cama y lo que parecían ser versiones primitivas de alfombras. No tendría que haberse preocupado de que sir Bloet se la llevara. Parecía como si hubieran ido a pasar el invierno, como mínimo.
Tampoco tendría que haberse preocupado porque discutieran acerca de su destino. Ninguno de ellos la había mirado, ni siquiera cuando Agnes insistió en enseñarle el brazalete a su madre. Eliwys conversaba con Bloet, Gawyn, y el hombre guapo, que debía de ser un hijo o un sobrino, y volvía a retorcerse las manos. Las noticias de Bath debían de ser malas.
Lady Imeyne estaba al fondo del salón, hablando con la mujer gruesa y un hombre pálido con túnica de clérigo, y por la expresión de su rostro Kivrin comprendió que se estaba quejando del padre Roche.
Kivrin se aprovechó de la ruidosa confusión para apartar a Rosemund de las otras chicas y preguntarle quién era todo el mundo. El hombre pálido era el capellán de sir Bloet, cosa que ya había supuesto. La dama de la brillante capa azul era su hija adoptiva. La mujer gorda de la cofia almidonada era la mujer del hermano de sir Bloet, que había venido de Dorset para quedarse con él. Los dos jóvenes pelirrojos y las muchachas risueñas eran hijos suyos. Sir Bloet no tenía hijos.
Y por eso iba a casarse con una niña, por lo visto con la aprobación de todo el mundo. Continuar el linaje era la preocupación más importante en 1320.
Cuanto más joven fuera la mujer, más posibilidades había de producir herederos suficientes para que al menos uno sobreviviera hasta la edad adulta, aunque la madre no lo hiciera.
La furia de cabello rojo descolorido era, horror de horrores, lady Yvolde, su hermana soltera. Vivía con él en Courcy y, según descubrió Kivrin mientras le gritaba a la pobre Maisry por dejar caer una cesta, tenía un manojo de llaves en el cinturón. Eso significaba que dirigía la casa, o lo haría hasta Pascua. La pobre Rosemund no tendría ninguna oportunidad.
—¿Quiénes son todos los demás? —preguntó Kivrin, esperando que al menos hubiera un aliado para Rosemund entre ellos.
—Criados —contestó Rosemund, como si eso fuera evidente, y corrió a reunirse de nuevo con las muchachas.
Había al menos veinte servidores, aparte de los palafreneros que atendían los caballos, y nadie, ni siquiera la nerviosa Eliwys, parecía sorprendida por el elevado número. Kivrin había leído que las casas nobles tenían docenas de sirvientes, pero consideraba que las cifras eran desproporcionadas. Eliwys e Imeyne apenas tenían criados, y habían tenido que poner prácticamente a trabajar a todo el pueblo para preparar la Navidad, y aunque había achacado parte de aquella situación al hecho de que se encontraran en problemas, también creía que el número de criados en las mansiones rurales debían de haber sido exagerado. Ahora veía que no era así.
Los criados atestaban el salón, sirviendo la cena. Kivrin no sabía si iban a cenar o no, puesto que la Nochebuena era un día de ayuno, pero en cuanto el pálido capellán terminó sus vísperas, siguiendo claramente las órdenes de lady Imeyne, la tropa de criados entró trayendo pan, vino aguado y bacalao seco que había sido empapado en vino y luego asado.
Agnes estaba tan nerviosa que no probó bocado, y después de que retiraran la cena, se negó a quedarse sentadita junto al fuego, y echó a correr por el salón, tocando la campana y molestando a los perros.
Los criados de sir Bloet y el senescal llevaron el tronco de Nochebuena y lo echaron al fuego, haciendo saltar chispas en todas direcciones. Las mujeres retrocedieron, riendo, y los niños chillaron de placer. Rosemund, como hija mayor de la casa, encendió el tronco con un trozo de leña salvado del árbol del año anterior, acercándolo torpemente a la punta de una de las raíces retorcidas. Hubo risas y aplausos cuando prendió, y Agnes agitó los brazos locamente para hacer que su campana sonara.
Rosemund había dicho antes que se permitía a los niños estar despiertos para la misa de medianoche, pero Kivrin esperaba poder convencer al menos a Agnes para que se acostara en el banco a su lado y diera una cabezada. En cambio, a medida que la velada avanzaba, Agnes se fue poniendo cada vez más frenética, chillando y haciendo sonar la campana, hasta que Kivrin tuvo que quitársela.
Las mujeres permanecían sentadas alrededor del hogar, charlando en voz baja. Los hombres se encontraban en grupos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y varias veces fueron al exterior, a excepción del capellán, y volvieron sacudiéndose la nieve de los pies y riendo. Estaba claro, por sus caras rubicundas y la mirada de desaprobación de Imeyne, que habían estado en el lagar con una jarra de cerveza, rompiendo el ayuno.
Cuando entraron por tercera vez, Bloet se sentó al otro lado del hogar y extendió las piernas, observando a las muchachas. Las tres risueñas y Rosemund jugaban a la gallinita ciega. Cuando Rosemund se acercó a los bancos con los ojos vendados, Bloet extendió las manos y la sentó en su regazo. Todo el mundo se rió.
Imeyne pasó la larga noche sentada junto al capellán, recitando sus objeciones al padre Roche. Era ignorante, era torpe, había dicho el Confíteor antes del Adjutorum durante la misa del domingo anterior. Y estaba en aquella iglesia helada de rodillas, pensó Kivrin, mientras el capellán se calentaba las manos en el fuego y sacudía la cabeza a modo de reproche.
El fuego se redujo a ascuas. Rosemund escapó del regazo de Bloet y corrió de vuelta al juego. Gawyn contó la historia de cómo había matado a seis lobos, mirando a Eliwys fijamente. El capellán contó la historia de una mujer moribunda que había hecho falsa confesión. Cuando el capellán le tocó la frente con el aceite sagrado, la piel humeó y se volvió negra ante sus ojos.
A mitad de la historia del capellán, Gawyn se levantó, se frotó las manos sobre el fuego, y se dirigió al banco de los mendigos. Se sentó y se sacó la bota.
Un minuto después Eliwys se levantó y se le acercó. Kivrin no oyó lo que le dijo, pero Gawyn se puso en pie, con la bota todavía en la mano.
—El juicio se ha retrasado una vez más —oyó decir a Gawyn—. El juez está enfermo.
No captó la respuesta de Eliwys, pero Gawyn asintió y dijo:
—Es una buena noticia. El nuevo juez es de Swindone y está menos dispuesto a favor del rey Eduardo.
No parecía que fuera una buena noticia para ellos dos. Eliwys estaba casi tan pálida como lo estuvo cuando Imeyne le dijo que había enviado a Gawyn a Courcy.
Retorció su pesado anillo. Gawyn volvió a sentarse, se sacudió las calzas, volvió a ponerse la bota, y luego levantó la cabeza y dijo algo. Eliwys se volvió y Kivrin no pudo ver su expresión en la penumbra, pero sí la de Gawyn.
Y también pudo verla todo el mundo en el salón, pensó Kivrin, y miró rápidamente alrededor para comprobar si habían observado a la pareja. Imeyne seguía quejándose al capellán, pero la hermana de sir Bloet estaba mirando, con un tenso gesto de reproche. Al otro lado del fuego estaban sir Bloet y los otros hombres.
Kivrin esperaba tener la oportunidad de hablar con Gawyn esta noche, pero obviamente no podría hacerlo entre tanta gente. Una campana sonó, y Eliwys se sobresaltó y miró hacia la puerta.
—Es el tañido del Diablo —dijo el capellán en voz baja, e incluso las niñas detuvieron sus juegos para escuchar.
En algunas aldeas los contemporáneos tocaban la campana una vez por cada año desde el nacimiento de Cristo. En la mayoría sólo lo hacían durante la hora antes de medianoche, y Kivrin dudaba que Roche, o incluso el capellán, supiera contar lo bastante para anunciar los años, pero empezó a llevar la cuenta de todas formas.
Entraron tres criados, llevando troncos y yesca, y volvieron a alimentar el fuego, que enseguida se animó y empezó a proyectar sombras grandes y distorsionadas sobre las paredes. Agnes saltaba y señalaba, y uno de los sobrinos de sir Bloet hizo un conejo con las manos.
El señor Latimer le había dicho que los contemporáneos leían el futuro en las sombras del tronco de Nochebuena. Kivrin se preguntó qué les depararía el futuro, con lord Guillaume en problemas y todos ellos en peligro.
El rey había confiscado las tierras y propiedades de los criminales convictos, que se veían obligados a vivir en Francia o aceptar caridad de sir Bloet y soportar desaires de la esposa del senescal.
O lord Guillaume podría llegar esa misma noche con buenas noticias y un halcón para Agnes, y todos vivirían felices para siempre jamás. Excepto Eliwys. Y Rosemund. ¿Qué les sucedería?
Ya ha sucedido, se dijo Kivrin. El veredicto ya está dado y lord Guillaume ha vuelto a casa y descubierto lo de Gawyn y Eliwys. Rosemund ya ha sido entregada a sir Bloet. Y Agnes ha crecido y se ha casado y murió al dar a luz, o de gangrena, o de cólera, o neumonía.
Todos han muerto, pensó, y no pudo obligarse a creerlo. Todos llevan muertos más de setecientos años.
—¡Mirad! —chilló Agnes—. ¡Rosemund no tiene cabeza! —Señaló las sombras distorsionadas que el fuego proyectaba sobre las paredes. Rosemund, extrañamente alargada, terminaba en los hombros.
Uno de los niños pelirrojos corrió hacia Agnes.
—¡Yo tampoco tengo cabeza! —dijo, saltando de puntillas para cambiar la forma de la sombra.
—No tienes cabeza, Rosemund —gritó Agnes felizmente—. Morirás antes de que termine el año.
—No digas esas cosas —ordenó Eliwys, dirigiéndose hacia ella. Todo el mundo la miró.
—Kivrin tiene cabeza —insistió Agnes—. Yo tengo cabeza, pero la pobre Rosemund no.
Eliwys cogió a Agnes por los dos brazos.
—Sólo son juegos estúpidos. No digas esas cosas.
—La sombra… —repuso Agnes, como si fuera a llorar.
—Siéntate junto a lady Katherine y quédate quieta —ordenó Eliwys, y casi la arrastró al banco—. Te has vuelto demasiado maleducada.
Agnes se acurrucó junto a Kivrin, intentando decidir si ponerse a llorar o no. Kivrin había perdido la cuenta, pero continuó donde lo había dejado. Cuarenta y seis, cuarenta y siete.
—Quiero mi campana —lloriqueó Agnes, levantándose del banco.
—No. Debemos estar aquí sentaditas —respondió K.ivrin. Sentó a Agnes en su regazo.
—Habladme de la Navidad.
—No puedo, Agnes. No lo recuerdo.
—¿No recordáis nada que podáis contarme?
Lo recuerdo todo, pensó Kivrin. Las tiendas están llenas de lazos, satén y mylar y terciopelo, rojo y dorado y azul, más brillante aún que mi túnica teñida, y hay luces por todas partes y música. Las campanas del Gran Tom y Magdalen y los villancicos.
Pensó en el carillón de Carfax, intentando tocar
It Carne Upon the Midnight Clear
, y los viejos villancicos en las tiendas de High Street. Esos villancicos ni siquiera han sido compuestos todavía, pensó Kivrin, y sintió una súbita oleada de añoranza.
—Quiero tocar mi campana —insistió Agnes, debatiéndose para librarse de ella—. Dádmela. —Extendió la muñeca.
—Te la ataré si te tiendes un ratito en el banco junto a mí.
Ella empezó a hacer un puchero.
—¿Tengo que dormir?
—No. Te contaré una historia —dijo Kivrin, desatando la campana de su propia muñeca, donde la había puesto antes—. Érase una vez…
Se detuvo, preguntándose si «Érase una vez» se remontaba a 1320 y qué tipo de historias contaban los contemporáneos a los niños. Historias de lobos y brujas cuya piel se volvía negra cuando se les daba la extremaunción.
—Había una vez una doncella —le dijo, atando la campanita a la rechoncha muñeca de Agnes. El lazo rojo ya había empezado a pelarse por los bordes. No toleraría muchos más nudos—. Una doncella que vivía…
—¿Es ésta la doncella? —dijo una voz de mujer.
Kivrin levantó la cabeza. Era Yvolde, la hermana de sir Bloet, e Imeyne estaba tras ella. Miró a Kivrin, con la boca torcida en una mueca de desaprobación, y entonces sacudió la cabeza.
—No, no es la hija de Uluric —dijo—. Esa doncella es morena y pequeña.
—¿Ni la pupila de Ferrers? —preguntó Imeyne.
—Está muerta —contestó Yvolde—. ¿No recordáis nada de quién sois? —le preguntó a Kivrin.
—No, buena señora —respondió Kivrin, recordando demasiado tarde que se suponía que debía mirar modestamente al suelo.
—Le dieron un golpe en la cabeza —informó Agnes.
—Sin embargo, recordáis vuestro nombre y cómo hablar. ¿Procedéis de buena familia?
—No recuerdo a mi familia, buena señora —dijo Kivrin, intentando parecer mansa.
Yvolde hizo una mueca.
—Parece del oeste. ¿Habéis enviado la noticia a Bath?
—No —dijo Imeyne—. La esposa de mi hijo quiere esperar a su llegada. ¿No habéis oído nada de Oxenford?