—¿No sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
—Ten cuidado, James —advirtió Mary.
Cruzaron la calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón había terminado de masacrar
Jingle Bells
u
O
Little Town of Bethlehem
y se enzarzaba ahora con
We Three Kings of Orient Are
. Dunworthy reconoció la clave menor.
Mary seguía sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera. Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y bendito.
—¡Señor! —suspiró Mary—. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En a esquina del bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
—Al menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas —dijo, colocando su bolsa en el suelo—. No, yo traeré las bebidas. Tú siéntate. Ese ciclista casi te mata.
Sacó algunos billetes que estaban arrugados de la bolsa y se dirigió a la barra.
—Dos pintas de cerveza —le dijo al camarero—. ¿Quieres algo de comer? —preguntó a Dunworthy—. Hay sandwiches y también rollitos de queso.
—¿Viste a Gilchrist contemplando la consola y sonriendo como el gato de Cheshire? Ni siquiera se volvió para ver si Kivrin había desaparecido o si todavía estaba allí tendida, medio muerta.
—Que sean dos pintas y un buen vaso de whisky —pidió Mary.
Dunworthy se sentó. Había un belén sobre la mesa, con sus ovejas de plástico y un bebé medio desnudo en una cuna.
—Gilchrist debería haberla enviado desde la excavación —añadió—. Los cálculos de un remoto son exponencialmente más complicados que para uno en el sitio. Supongo que tendría que darle las gracias por no haberla enviado en un bucle. El estudiante de primer año no podría haber hecho los cálculos. Cuando le conseguí a Badri, temí que Gilchrist quisiera un lanzamiento con bucle en vez de en tiempo-real.
Acercó una de las ovejas de plástico al pastor.
—Si es consciente de que hay una diferencia. ¿Sabes qué respondió cuando le dije que debería hacer al menos un lanzamiento sin tripulante? Contestó: «Si ocurre alguna desgracia, podemos volver atrás en el tiempo y recoger a la señorita Engle antes de que suceda, ¿no?» Ese hombre no tiene ni idea de cómo funciona la red, ni idea de las paradojas, ni idea de que Kivrin está allí, y de que cualquier cosa que le suceda es real e irrevocable.
Mary se abrió paso entre las mesas, llevando el whisky en una mano y las dos pintas torpemente en la otra. Colocó el whisky ante él.
—Es mi receta estándar para las víctimas de atropello y padres sobreprotectores. ¿Te dio en la pierna?
—No.
—Tuve un accidente de bici la semana pasada. Uno de tus Siglo Veinte. Volvía de un lanzamiento a la Primera Guerra Mundial. Dos semanas sin recibir un arañazo en Belleau Wood y luego va y se topa con una bicicleta en la Broad. —Volvió a la barra para recoger su rollo de queso.
—Odio las parábolas —refunfuñó Dunworthy. Cogió la virgen de plástico. Iba vestida de azul, con una capa blanca—. Si la hubiera enviado haciendo un bucle, al menos no habría corrido el peligro de morir congelada. Debería haber llevado algo más cálido que una capa de piel de conejo, ¿o es que a Gilchrist no se le ocurrió que 1320 fue el principio de la Pequeña Era del Hielo?
—Ya sé a quién me recuerdas —saltó Mary, soltando su plato y una servilleta—. A la madre de William Gaddson.
Era una observación verdaderamente injusta. William Gaddson era uno de los estudiantes de primer curso. Su madre los había visitado en seis ocasiones aquel trimestre, la primera vez para llevarle a William un par de orejeras.
—Se resfría si no las lleva —le dijo a Dunworthy—. Willy siempre ha sido propenso a los catarros, y ahora está demasiado lejos de casa y todo eso. Su tutor no cuida bien de él, aunque le he hablado varias veces.
Willy tenía el tamaño de un roble y parecía tan propenso a resfriarse como uno de ellos.
—Estoy seguro de que sabrá cuidar de sí mismo —le dijo Dunworthy a la señora Gaddson, lo cual fue un error. La buena mujer añadió inmediatamente a Dunworthy en la lista de personas que se negaban a cuidar de Willy, pero eso no le impidió visitarle cada dos semanas para entregarle vitaminas e insistir en que quitaran a Willy del equipo de remo porque se estaba agotando.
—Yo no situaría mi preocupación por Kivrin en la misma categoría que el grado de sobreprotección de la señora Gaddson —dijo Dunworthy—. El siglo
XIV
está lleno de ladrones y asesinos. Y cosas peores.
—Eso es lo que la señora Gaddson dice de Oxford —contestó Mary plácidamente, sorbiendo su pinta de cerveza—. Le dije que no podía proteger a Willy de la vida. Tampoco tú puedes proteger a Kivrin. No te convertiste en historiador quedándote tan tranquilo en casa. Tienes que dejarla ir, aunque sea peligroso. Cada siglo es un diez, James.
—Este siglo no tiene la Peste Negra.
—Tuvo la Pandemia, que mató a sesenta y cinco millones de personas. Y la Peste Negra no existía en Inglaterra en 1320. No llegó allí hasta 1348. —Dejó la jarra sobre la mesa, y la figurita de María se cayó—. Pero aunque existiera, Kivrin no podría contraerla. La inmunicé contra la peste bubónica. —Sonrió tristemente—. Tengo mis propios momentos de Gaddsonitis. Además, ella nunca contraerá la enfermedad porque los dos nos preocupamos al respecto. Ninguna de las cosas que nos preocupan suceden jamás. Siempre es algo en lo que nadie ha pensado.
—Todo un consuelo. —Colocó la figura azul y blanca de María junto a la de José. Se cayó. Volvió a enderezarla con cuidado.
—Debería serlo, James —dijo ella, animada—. Porque es evidente que has pensado en todas las desgracias que podrían sucederle a Kivrin, de forma que ella estará a salvo. Probablemente ya está sentada en un castillo almorzando pastel de pavo real, aunque supongo que allí no será el mismo día.
Él sacudió la cabeza.
—Habrá habido un deslizamiento… Sólo Dios sabe cuánto, ya que Gilchrist no hizo comprobación de parámetros. Badri pensaba que sería de varios días.
O varias semanas, pensó, y si era mediados de enero, no habría ningún día festivo para que Kivrin determinara la fecha. Incluso una discrepancia de varias horas podría ponerla en la carretera Oxford-Bath en mitad de la noche.
—Espero que el deslizamiento no signifique que se pierda Navidad —dijo Mary—. Tenía muchísimas ganas de asistir a una misa navideña medieval.
—Allí todavía faltan dos semanas para Navidad. Todavía utilizan el calendario juliano. El calendario gregoriano no se adoptó hasta 1752.
—Lo sé. Gilchrist trató el tema del calendario juliano en su discurso. Se extendió a sus anchas sobre la historia de la reforma del calendario y la discrepancia en las fechas entre el calendario antiguo y el calendario gregoriano. Por un momento pensé que iba a dibujar un diagrama. ¿A qué día están allí?
—A trece de diciembre.
—Quizá sea mejor que no sepamos la fecha exacta. Deirdre y Colin estuvieron en Estados Unidos durante un año, y yo estaba muerta de preocupación por ellos, pero desincronizada. Siempre me imaginaba que Colin era atropellado camino del colegio cuando en realidad era medianoche. Preocuparse no sirve de nada a menos que una pueda visualizar los desastres hasta el último detalle, incluyendo el clima y la hora del día. Me preocupaba no saber de qué preocuparme, y luego ya no me preocupé de nada. Quizás ocurra lo mismo con Kivrin.
Era cierto. Él había estado imaginando a Kivrin tal como la había visto por última vez, tendida entre los restos del carromato con la sien ensangrentada, pero eso era probablemente un error. Ella había partido hacía casi una hora. Aunque no hubiera aparecido ningún viajero todavía, haría frío en la carretera, y no podía imaginar a Kivrin tendida dócilmente en plena Edad Media con los ojos cerrados.
La primera vez que él viajó al pasado estuvo haciendo idas y vueltas mientras calibraban el ajuste. Lo enviaron al centro del patio en mitad de la noche, y se suponía que tenía que quedarse allí mientras hacían los cálculos del ajuste y lo recogían de nuevo. Pero estaba en Oxford en 1956, y la comprobación tardaría al menos diez minutos. Recorrió corriendo cuatro manzanas Broad abajo para ver el viejo Bodleian y a la técnico casi le dio un infarto cuando abrió la red y no lo encontró.
Kivrin no se quedaría allí tendida con los ojos cerrados, no con el mundo medieval abierto ante ella. De pronto se la imaginó, de pie con aquella ridícula capa blanca, escrutando la carretera Oxford-Bath en busca de viajeros desprevenidos, dispuesta para volver a tumbarse en un instante, grabándolo todo mientras tanto, las manos implantadas unidas en una plegaria de impaciencia y entusiasmo, y se sintió súbitamente tranquilizado.
Ella estaría perfectamente bien. Regresaría a la red al cabo de dos semanas, la capa blanca sucia más allá de todo lo imaginable, llena de historias sobre aventuras imposibles y escapadas en el último instante, cuentos para helar la sangre, sin duda, relatos que le producirían pesadillas durante semanas después de que se las narrara.
—Estará bien y tú lo sabes, James —dijo Mary, mirándole con el ceño fruncido.
—Lo sé —contestó él. Fue y trajo otra ronda de medias pintas—. ¿Cuándo dijiste que venía tu sobrino nieto?
—A las tres. Colin se quedará una semana, y no tengo ni idea de qué hacer con él. Supongo que podría llevarlo al Ashmolean. A los niños siempre les gustan los museos, ¿no? ¿La túnica de Pocahontas y todo eso?
Dunworthy recordaba la túnica de Pocahontas como un retazo tieso de materia gris muy parecido a la bufanda de Colin.
—Yo sugeriría el Museo de Historia Natural.
Hubo un tintineo y un poco de
Ding Dong, Merrily on High
y Dunworthy se volvió ansiosamente hacia la puerta. Su secretario se encontraba en el umbral, parpadeando.
—Tal vez debería enviar a Colin a la Torre de Carfax para que destroce el carillón —bufó Mary.
—Es Finch —dijo Dunworthy, y levantó la mano para que el otro los viera, pero Finch se dirigía ya hacia la mesa.
—Le he estado buscando por todas partes, señor —le dijo—. Algo va mal.
—¿Con el ajuste?
El secretario pareció no comprenderle.
—¿El ajuste? No, señor. Son las americanas. Han llegado temprano.
—¿Qué americanas?
—Las campaneras. De Colorado. La Cofradía Femenina de Campaneras de los Estados del Oeste.
—No me digas que habéis importado más campanas navideñas —dijo Mary.
—Se suponía que debían llegar el veintidós —dijo Dunworthy a Finch.
—Estamos a veintidós —respondió Finch—. En principio iban a llegar esta tarde, pero su concierto en Exeter fue cancelado, así que han llegado antes de lo previsto. Llamé a Medieval, y el señor Gilchrist me dijo que habían salido a celebrarlo. —Miró la jarra vacía de Dunworthy.
—No estoy celebrando nada —replicó Dunworthy—. Estoy esperando el ajuste de uno de mis estudiantes. —Consultó su reloj—. Tardará al menos otra hora.
—Usted prometió que les enseñaría las campanas locales, señor.
—En realidad no eres necesario aquí —dijo Mary—. Puedo llamarte a Balliol en cuanto esté el ajuste.
—Iré cuando tengamos el ajuste —decidió Dunworthy, mirando a Mary—. Enséñeles el colegio y luego déles de almorzar. Eso les llevará una hora.
Finch no pareció muy satisfecho.
—Sólo estarán aquí hasta las cuatro. Tienen un concierto de campanas esta noche en Ely, y están ansiosas por ver las campanas de Christ Church.
—Entonces llévelas a Christ Church. Muéstreles el Gran Tom. Llévelas a la Torre de St. Martin o a dar un paseo por el New College. Yo iré en cuanto pueda.
Finch pareció a punto de preguntar algo más y entonces cambió de opinión.
—Les diré que estará usted dentro de una hora, señor —dijo, y se dirigió hacia la puerta. A mitad de camino, se detuvo y retrocedió—. Casi se me olvidaba, señor. El vicario llamó para preguntar si estaría usted dispuesto a leer el Evangelio en la misa de Nochebuena. Este año será en St. Mary the Virgin.
—Dígale que sí —contestó Dunworthy, agradecido porque hubiera cambiado el tema de las campaneras—. Y dígale también que tendremos que ir a la torre esta tarde para poder mostrar las campanas a esas americanas.
—Sí, señor. ¿Qué tal Iffley? ¿Cree que debería llevarlas a Iffley? Tienen un siglo
XI
muy bonito.
—Por supuesto. Llévelas a Iffley. Yo volveré en cuanto pueda.
Finch abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Sí, señor —dijo, y salió por la puerta con el acompañamiento de
The Holly and the Ivy
.
—¿No crees que has sido un poco duro con él? —preguntó Mary—. Después de todo, las americanas pueden ser terribles.
—Volverá dentro de cinco minutos para preguntarme si debe llevarlas primero a Christ Church. Ese chico no tiene la menor iniciativa.
—Creía que admirabas esta característica en los jóvenes —dijo Mary amargamente—. En cualquier caso, no se marchará corriendo a la Edad Media.
La puerta se abrió, y
The Holly and the Ivy
empezó otra vez.
—Debe de ser él, para preguntar qué les da de almorzar.
—Carne hervida y verduras pasadas —le dijo Mary—. A los americanos les encanta contar historias sobre nuestra pésima cocina. Dios mío.
Dunworthy miró hacia la puerta; Gilchrist y Latimer estaban allí, envueltos en un halo de luz grisácea procedente del exterior. Gilchrist sonreía de oreja a oreja y decía algo por encima de la música de las campanas. Latimer se esforzaba por cerrar un gran paraguas negro.