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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (27 page)

BOOK: El Libro Grande
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Cuando la guerra estaba para cesar y todos se percataban de eso al ver que disminuía el trabajo en las oficinas, apenas si había transportación y los negocios iban estancándose, cogí una borrachera colosal. Me quedé en la casa y como borracho al fin, me dispuse a celebrar sin pérdida de tiempo el acontecimiento del cese de hostilidades que aún no había tenido lugar, bebiéndome no sé cuántas cajas de whisky escocés; después remaché con ron y antes de que me echaran presenté la renuncia porque sabía que si no lo hacía me iban a poner «AWOL» (ausente sin licencia). Así fue que aceptaron mi renuncia, pudiendo dar gracias a Dios de que mi récord en el gobierno federal sea bueno.

Tuve la suerte de que los barcos comenzaron a moverse de nuevo, trayendo carga a la Isla con regularidad, precisamente cuando conseguía una magnífica representación con la que devengué mucho dinero. En vez del borrachón diario me volví entonces un borrachón periódico. Cuando recibía el cheque de la casa a fines de mes entraba enseguida en una borrachera de varios días y al regresar a la oficina recuerdo que siempre mi secretario salía para coger la suya y permanecía fuera como una semana. Tal parecía que nos turnáramos en el trabajo y la bebida de común acuerdo. El pobre vendedor era quien se volvía loco entre «dos locos», pues era él un muchacho que no tenía ningún problema con la botella.

Eso prosiguió así hasta el año 1945, cuando por cierto motivo que no viene al caso, renuncié la representación que tenía para hacerme cargo de otra. Me di entonces a beber más y más y así de bebedor periódico volví otra vez a la fase de bebedor diario. Poco a poco fui abandonando mi negocio de una manera lastimosa. No iba apenas a la oficina y me pasaba la horas en el Union Club bebiendo licor, hasta que llegó el día en que francamente me daba bochorno de que mis amigos me vieran siempre allí tomando. Algunos me preguntaban: «¿Cuál es el motivo?» Y yo les respondía: «¡Si supiera el motivo se lo diría! ¡No sé! ¡No sé por qué bebo así!»

Así fui de mal en peor hasta que comencé a frecuentar cantinas de ornato mucho más pobre. Me iba a buscar los lugares humildes, allí me pasaba la mañana tomando ron. Iba luego al apartamento a dormir un par de horas para pasarme después el resto del día bebiendo hasta las diez o las once de la noche.

Ante esa crítica situación comprendí que el alcohol me estaba aniquilando y en vano trataba de librarme de aquella lucha desigual. A propósito, recuerdo que en medio de esa borrasca puse en juego un experimento para ver si lograba arreglarme. Una mañana, mientras esperaba que abrieran una cantina, me encontré con un raro sujeto continental, vistiendo pantalones sucísimos que una vez fueron blancos y zapatos de esos que usan los trabajadores del fango. El individuo se me acercó diciendo: «¡Buenos días! ¿Tiene un cigarrillo?» Le di el cigarrillo. «¿Tiene usted un fósforo?» Le di el fósforo. Y ya le iba a preguntar si quería que me fumara el cigarrillo por él para completar la obra, cuando me interrogó si podía sentarse junto a mí. «La calle es pública y puede usted acomodarse dondequiera», repuse. Estábamos sentados cerca del
bar
que yo visitaba y que estaba esperando que abrieran. «¿Qué espera usted aquí?», me preguntó. «Pues espero», le dije, «a que abran ese pequeño
bar
para tomar el “trago de los nervios”». Se me quedó mirando y me dijo: «¿Sabe usted de dónde vengo yo ahora? Pues vengo de la cárcel. Estaba preso por borrachera. No tenía con qué pagar los dos pesos de multa. ¿Podría ser usted tan bondadoso que me pagara un “trago” cuando abran ahí?» Le dije que no tenía ningún inconveniente en complacerlo y cuando abrieron la cantina, al servírsenos los «tragos», por primera vez en mi vida se me ocurrió que si yo lograba enderezar a aquel tipo borrachón quizá podría él ayudarme a aguantar la bebida. Eso me aconteció sin que supiera todavía nada de Alcohólicos Anónimos. Como él era un poco más vivo, me dijo que si comprábamos un litro de ron rendiría más que ordenando la bebida por vasitos. De manera que compramos el litro, con su correspondiente
Seven Up
y hielo, y nos pusimos a charlar. Entonces vino a verme un mensajero y guardaespaldas que yo tenía y a quien cariñosamente llamaba «Mundito». Le dije al continental que iba a pagarle un recorte y una afeitada en la barbería de enfrente y que no se preocupara por el «trago» que le enviaría ron y
Seven Up
con «Mundito» para que bebiera mientras lo arreglaba el barbero. Después que se recortó lo llevé a mi apartamento, hice que se diera un baño y se cambiara la ropa. Fuimos a un restaurant donde él comió opíparamente mientras yo bebía, contemplando el cambio que ya se notaba en el porte del sujeto. Eso sucedía en la época en que yo me retiraba borracho a dormir a las diez de la noche y cuando le dije que iba a acostarme, él me pidió que lo dejara dormir en el suelo. Me contó que había estado durmiendo realengo debajo de las casas. En vez de dejarlo dormir en el suelo lo puse a dormir en un canapé mientras yo me acostaba en la cama. Como de costumbre, al otro día temprano estaba de regreso en la cantina. El me acompañó nuevamente y así pasó otro día. Ese día sucedió algo que no esperaba. Yo guardo mi dinero en el bolsillo del chaquetón y además tenía algunos pesos en el baúl, que tenía trancado. No desconfiaba de aquel tipo; pero como a las dos de la mañana —yo no sabía que él había salido— se me presentó con un par de «hembras» y unos guitarristas. Huelga decir que eso no me cayó en gracia. Le dije que se fuera con todos ellos al infierno. Mandó la gente a que se retirara y se acostó. Cuando me levanté al otro día noté que me faltaban cinco pesos. No dije nada mientras estábamos en el apartamento. Cuando llegamos a la cantina pedí un
Seven Up
y él se me quedó mirando. «¿Qué pasa?», y le dije, «No pasa nada. Tenía cinco pesos en mi bolsillo y han caminado. Yo no sabía que los billetes tuvieran patas». Compungido me confesó que había cogido los cinco pesos. No cogí coraje. Sencillamente le dije que se fuera de mi lado. De manera que no resultó como esperaba el experimento.

Después de eso no pensé en otra cosa nada más que en seguir bebiendo. No tenía la menor idea de trabajar. Estaba en un hoyo. No sabía cómo salir. Al cabo enfermé. Los pies se me hincharon. Llamé al médico. El doctor que vino a verme me dijo que habría que sacar el fluido de las piernas con una aguja. Me hizo recluir en el Hospital Presbiteriano donde me atendió otro amigo médico quien logró poner mis piernas en buen estado sin necesidad de usar agujas.

Más o menos había acabado con mi negocio y moralmente no me sentía con ánimo de ir a visitar a la clientela, a pesar de que no tenía nada que reprocharme de mi manera de proceder para con ella. Decidí volver a Nueva York y un buen amigo me consiguió prioridad en avión. El doctor antes de partir me había recetado un elixir que contenía un gran por ciento de alcohol. Cuando todos mis amigos me repetían: «No bebas», me daban una medicina precisamente a base de alcohol. Al llegar a Nueva York tuve que averiguar ciertas cosas sobre el status doméstico mío. No sabía si estaba casado o divorciado. Después que me puse al tanto de esas cuestiones y en vista de mi serio problema con la bebida, mis familiares me llevaron a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Estaba bajo la influencia del alcohol. Tratábase del Grupo Manhattan, que celebra reuniones en la calle 41 y 8va. Avenida. Hice muchas preguntas. Quería saber qué clase de negocio promovían y les pedí me dijeran dónde estaban los borrachos porque allí no veía ninguno. Me dieron algunos folletos y me dijeron que las puertas de A.A. estaban abiertas y que cualquier día que cambiara de idea, fuera a visitarles. Les di las gracias y les supliqué que perdonaran la molestia que les había dado con mis comentarios. Ya estaba para salir cuando me tropecé con Herman, sobrio pero con el «baile de San Vito» y le dije: «¿Tú cómo te mantienes sobrio?» a lo que respondió sereno y sentencioso: «¡Pues mirando a borrachos como tú!» Ese sí fue un gran disparo certero. No pude menos que reconocer que allí había algo.

La familia quería que pasara la noche en el apartamento de mi esposa, a lo que yo me negué por motivos que ellos desconocían. Fui al hotel y noté que mi caja de
whisky
había desaparecido. Busqué la cartera y vi que también me habían quitado la plata, que no era mucha. Entonces llamé a mi ex socio y le pedí prestado cincuenta pesos que me entregó personalmente. Aquella noche yo iba a decidir mi problema en una cantina. Esa era mi idea, pero no sé por qué cambié de pensamiento y me dije. «Voy a comer algo, jamón y huevos, y café». No había comido ese día. Después de comer cogí un taxi que me llevó al hotel y antes de llegar paré el taxi para entrar a la cantina donde pedí una cerveza en recipiente pues no se podía expender licores después de las 11:00. Me dio el recipiente y me llevé al hotel la cerveza que coloqué en la parte de afuera de la ventana para que no se calentase, mientras me quitaba el abrigo, arreglé la lámpara y comencé a leer los folletos de Alcohólicos Anónimos. A medida que leía las historias me decía: «¡Ese mismo soy yo! ¡Ese soy yo!»

No bebí aquella cerveza. Esa fue la primera noche en mucho tiempo que dormí sin alcohol y sin temores. Al otro día me levanté. No me sentía muy bien, naturalmente, y pedí mantecado con soda una y otra vez hasta el punto que el mozo llegó a preguntar: «Mantecado y soda, ¿y no quiere jamón y huevos?» Y volví a pedirle mantecado y soda.

Esa misma noche fui a una reunión de A.A. Al entrar me dijeron los muchachos: «¡Caramba, no le esperábamos tan pronto de vuelta!» «Pues aquí me tienen», respondí: «He leído esos folletos y ahora sé que aquí hay
algo
importante para mí. Quiero saber cómo puedo conseguir eso que ya tienen ustedes. A eso vengo, a buscarlo».

Desde esa noche memorable estoy en Alcohólicos Anónimos, sin haber tenido dificultades con el alcohol en todos esos años, excepto al comienzo cuando tuve una pequeña recaída de diez días. Han sido años verdaderamente gratos de sobriedad los que he disfrutado y sigo disfrutando en Alcohólicos Anónimos, a base del plan de 24 horas.

(4)
 
LA MONTAÑA RUSA

Creía poder dominar los frenéticos altibajos de la bebida, hasta verse precipitado sin recursos hacia la última parada. Pero la Providencia le tenía reservado otro destino.

N
ACÍ en el pueblo de Naguabo, en la costa oriental de Puerto Rico, que tan famoso se hiciera allá por la época de la Ley Seca, pues a sus playas cantarinas llegaba el mayor cúmulo de veleros contrabandistas de bebidas alcohólicas de toda la isla.

Mi padre era uno de esos bondadosos agricultores boricuas. Por aquel entonces se hallaba en magníficas condiciones económicas, pero al transcurrir de los años vinieron los reveses de la postguerra y, al agudizarse la crisis de 1930, se convirtió en otra de las víctimas del colapso financiero. Era un bebedor fuerte y ese golpe rudo de la mala fortuna, le sirvió de motivo para hacer de la bebida bálsamo de consolaciones. Aunque sólo era un chiquillo, recuerdo que mi hogar era el centro de frecuentes francachelas en las que mi padre agasajaba a sus íntimos amigos con suntuosos banquetes y bebidas exquisitas. El ambiente divertido de aquellos jolgorios, había de dejar una huella indeleble en mi memoria, pues en mi infantil pensamiento me daba a imaginar que cuando fuese mayor y ganara dinero, yo iba a ser tan obsequioso y divertido como mi padre. Mientras tanto, el alcohol fue haciendo cada vez más precaria la situación del hogar. En el año 1936 mi padre se trasladó con toda la familia a la capital. Acá pensaba él hallar mejores oportunidades para ganar dinero y educar a la prole. Sin embargo, su quebrantada salud, debido al estrago causado por la bebida, cedió en ese mismo año a la inclemencia de las parcas y murió, quedando nuestro hogar huérfano, pobre y entristecido.

Yo estudiaba en la Escuela Superior y al ver las dificultades que confrontaba mi buena madre, decidí abandonar las aulas para ayudarla. Pronto conseguí una colocación de ascensorista en un banco. Animado de los mejores propósitos durante los primeros meses me comporté como todo un joven juicioso y abstemio. Poco después comencé a ensayar, tomando algunas copas los sábados y domingos por las noches, pero de una manera muy moderada. Más tarde, en 1942, obtuve empleo en una agencia federal y aquí comencé a beber torrencialmente, a tal extremo que faltaba a menudo a mi trabajo. Para esa época, ya el licor estaba interfiriendo en mi vida de hogar y en mi vida de trabajo.

Para el año 1943, según hoy puedo percatarme, había pasado la línea imaginaria que separa al bebedor fuerte del bebedor alérgico y el compulsivo alcohólico. Trabajaba en el Departamento del Interior y mis «bebelatas» se prolongaban aún después del fin de semana, teniendo que beber muchas veces durante los días laborables, debido a la sed irresistible por el licor que me devoraba. Precisamente en aquel período fui llamado a examen físico por el ejército para entrar en las honrosas filas del Tío Sam. De más está decir que acudí al examen sufriendo los estragos de la borrachera estruendosa que me había durado diez o doce días, despidiéndome de todos los amigos de bohemia y dando vítores clamorosos por la causa de la libertad, ¡cual si fuese ya un soldado alistado camino de la guerra! Ay, pero los doctos médicos del ejército no vieron en mí el gran «prospecto» que yo imaginaba. Al ser llamado para examen, me hallaba en estado físico tan calamitoso que todo mi cuerpo temblaba cual árbol frágil azotado por un ventarrón. Al notar el doctor mi quijotesca contextura me mandó a sacar la lengua —cuentan los reclutas que allí estaban que hasta mi lengua temblaba como un ala en revuelo y casi no podía sacarla— y después de anotar mi descorazonador peso mosca de 104 libras, no tuvo más alternativa que rechazarme. Me dieron cuarenta y siete centavos para la transportación de regreso al hogar. Al salir me reuní con dos o tres jóvenes que también habían sido rechazados y en el primer restorán que hallamos en las afueras del campamento Buchanan, cogimos una sonada borrachera con los centavos del pasaje.

Llegué a mi hogar por la noche completamente ebrio. Al inquirir mi madre lo que me había acontecido, le dije compungido que me habían rechazado, haciendo bien patente mi pena a guisa de excusa para la próxima borrachera, que fue atronadora, pues me sirvió para decantar «la gran injusticia» que conmigo se había cometido al no darme la oportunidad de ir a pelear por la democracia.

Después de ese episodio que, como dije antes, marca el inicio de mi derrota alcohólica, me propuse arreglar mi vida. Había tomado exámenes del Servicio Civil y cuando menos lo esperaba, recibí una terna para empleo en el gobierno insular. A pesar de la resolución que había tomado en el sentido de ajustarme a una vida moderada, tan pronto recibí mi primer cheque volví a las andanzas bebiendo descontroladamente. Trabajaba como pagador en la Lotería de Puerto Rico y tenía que hacer de tripas corazones —y aquí cabe la frase— con los nervios tan alterados como siempre los tenía, para poder contar el dinero de los premios sin equivocarme. Fue menester que suplicara a mi buen jefe que me diera otro puesto en que no tuviera que intervenir ni con billetes ni con el público, pues las miradas curiosas de la gente me desconcertaban. Aquel hombre bondadoso accedió y pude trabajar G.A.D., bajo sus órdenes en el otro puesto, a pesar de mis ausencias, sin ser despedido, hasta el año 1946. Pero me daba perfecta cuenta de que era un hombre derrotado; de manera que decidí renunciar mi empleo e irme para Estados Unidos, pensando que un cambio de ambiente me sería favorable.

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