El Libro Grande (5 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

BOOK: El Libro Grande
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Se abrió la puerta y ahí estaba él, fresco el cutis y radiante. Había algo en sus ojos. Era inexplicablemente diferente. ¿Qué era lo que le había sucedido?

En la mesa, le serví una copa; no la aceptó. Desilusionado pero lleno de curiosidad, me preguntaba qué le habría sucedido al individuo. No era el mismo.

«Vamos, ¿de qué se trata?», le pregunté. Me miró a la cara; con sencillez y sonriendo me contestó: «Encontré la religión».

Me quedé estupefacto. ¡Así es que era eso! El pasado verano un alcohólico chiflado y ahora, sospechaba, un poco más chiflado por la religión. Tenía esa mirada centelleante. Sí, el hombre ciertamente ardía en fervor. Pero, ¡que dijera disparates si así le convenía! Además, mi ginebra duraría más que sus sermones.

Pero no desvarió. En una forma muy natural me contó cómo se habían presentado dos individuos ante el juez solicitando que se suspendiera su internación. Habían expuesto una idea religiosa sencilla y un programa práctico de acción. Hacía dos meses que sucedía eso y el resultado era evidente de por sí. Surtió efecto.

Había ido para pasarme su experiencia, si yo quería aceptarla. Me sentía asustado pero a la vez interesado. Tenía que estarlo, puesto que no había más remedio para mí.

Estuvo horas hablando. Los recuerdos de la niñez acudieron a mi memoria. Me parecía estar sentado en la falda de la colina, como en aquellos tranquilos domingos, oyendo la voz del ministro; recordé la promesa del juramento de temperancia, que nunca firmé; el desprecio bonachón de mi abuelo hacia alguna gente de la iglesia y sus actos; su insistencia en que los astros realmente tenían su música, y también su negación del derecho que tenía el ministro de decirle cómo interpretar las cosas; su falta de temor al hablar de esto poco antes de morir. Estos recuerdos surgían del pasado. Me hacían sentir un nudo en la garganta. Recordé aquel día en la pasada guerra, en la catedral de Winchester.

Siempre había creído en un Poder superior a mí mismo. Muchas veces me había puesto a pensar en estas cosas. Yo no era ateo. Pocas personas lo son en realidad, porque esto significa tener una fe ciega en la extraña proposición de que este universo se originó de la nada y que marcha raudo, sin destino. Mis héroes intelectuales, los químicos, los astrónomos y hasta los evolucionistas sugerían que eran grandes leyes y fuerzas las que operaban. A pesar de las indicaciones contrarias, casi no tenía duda de que había de por medio una fuerza y un ritmo poderosos. ¿Cómo podría haber leyes tan perfectas e inmutables sin que hubiera una Inteligencia? Sencillamente, tenía que creer en un Espíritu del Universo que no sabe de tiempo ni limitaciones. Pero sólo hasta aquí.

De los clérigos y de las religiones del mundo, de eso precisamente era de lo que yo me separaba. Cuando me hablaban de un Dios personal que era amor, poder sobrehumano y dirección, me irritaba y mi mente se cerraba a esa teoría.

A Cristo le concedía la certeza de ser un gran hombre, no seguido muy de cerca por aquellos que lo invocaban. Su enseñanza moral, óptima. Había adoptado para mí lo que me parecía conveniente y no muy difícil; de lo demás no hacía caso.

Las guerras que se habían librado, los incendios y los embrollos que las disputas religiosas habían facilitado me causaban repugnancia. Yo dudaba sinceramente de que, haciendo un balance, las religiones de la humanidad hubiesen hecho algún bien. A juzgar por lo que había visto en Europa, el poder de Dios en los asuntos humanos resultaba insignificante y la hermandad entre los hombres era una broma. Si existía el Diablo, éste parecía ser el amo universal, y ciertamente me tenía dominado.

Pero mi amigo, sentado frente a mí, manifestó categóricamente que Dios había hecho por él lo que él no había podido hacer por sí mismo. Su voluntad humana había fallado; los médicos lo habían desahuciado; la sociedad estaba lista para encerrarlo. Como yo, había admitido una completa derrota. Entonces, efectivamente, había sido levantado de entre los muertos, sacado repentinamente del montón de desperdicios y conducido a un plano de vida mejor de lo que él nunca había conocido.

¿Se había originado en él este poder? Obviamente no había sido así. No había existido en él más poder del que había en mí mismo en ese momento, y en mí no había absolutamente ningún poder.

Eso me dejó maravillado. Empezó a parecerme que, después de todo, la gente religiosa tenía razón. Aquí estaba trabajando en un corazón humano algo que había hecho lo imposible. En esos mismos momentos revisé drásticamente mis ideas sobre los milagros. No importaba el triste pasado, aquí estaba un milagro, sentado a la mesa frente a mí. En voz alta proclamaba las buenas nuevas.

Me di cuenta de que mi amigo había experimentado algo más que una simple reorganización interior. Estaba sobre una base diferente. Sus raíces habían agarrado una nueva tierra.

A pesar del ejemplo viviente de mi amigo, todavía quedaban en mí los vestigios de mi viejo prejuicio. La palabra «Dios», todavía despertaba en mí cierta antipatía, y este sentimiento se intensificaba cuando se hablaba de que podía haber un Dios personal. Esta idea no me agradaba. Podía aceptar conceptos tales como Inteligencia Creadora, Mente Universal o Espíritu de la Naturaleza; pero me resistía al concepto de un Zar de los Cielos, por más amoroso que fuera Su poder. Desde entonces he hablado con decenas de personas que pensaban lo mismo.

Mi amigo sugirió lo que entonces parecía una idea original. Me dijo:
¿Por qué no escoges tu propio concepto de Dios?

Esto me llegó muy hondo; derritió la montaña de hielo intelectual a cuya sombra había vivido y tiritado muchos años. Por fin me daba la luz del sol.

Sólo se trataba de estar dispuesto a creer en un Poder superior a mí mismo. Nada más se necesitaba de mí para empezar
. Me di cuenta de que el crecimiento podía partir de ese punto. Sobre una base de completa y buena voluntad, podría yo edificar lo que veía en mi amigo. ¿Quería tenerlo? Claro que sí, ¡lo quería!

Así me convencí de que Dios se preocupa por nosotros los humanos cuando a Él lo queremos lo suficiente. Al fin de mucho tiempo, vi, sentí y creí. La venda del orgullo y el prejuicio cayó de mis ojos. Un mundo nuevo estuvo a la vista.

El verdadero significado de mi experiencia en la Catedral se me hizo evidente de golpe. Por un breve instante había necesitado y querido a Dios. Había tenido una humilde voluntad de que estuviera conmigo, y vino. Pero su presencia fue borrada por los clamores mundanos, más aún por los que bullían dentro de mí. ¡Y así había sido siempre! ¡Qué ciego había estado yo!

En el hospital me quitaron el alcohol por última vez. Se consideró indicado el tratamiento porque daba señales de
delirium tremens
.

Allí me ofrecí humildemente a Dios, tal como lo concebía entonces, para que se hiciera en mí su voluntad; me puse incondicionalmente a su cuidado y bajo su dirección. Por primera vez admití que por mí mismo no era nada; que sin Él estaba perdido. Sin ningún temor encaré mis pecados y estuve dispuesto a que mi recién encontrado Amigo me los quitara de raíz. Desde entonces no he vuelto a beber ni una sola copa.

Mi compañero de escuela fue a visitarme y lo puse al tanto de mis problemas y mis deficiencias. Hicimos una lista de las personas a quienes había dañado o contra las que tenía resentimientos. Yo expresé mi completa disposición para acercarme a esas personas, admitiendo mis errores. Nunca debería criticarlas. Repararía esos daños lo mejor que pudiese.

Pondría a prueba mi manera de pensar con mi nuevo conocimiento consciente que tenía de Dios. De esta forma, el sentido común se convertiría en sentido no común. Cuando estuviera en duda, permanecería en quietud y le pedirla a Él dirección y fortaleza para enfrentarme a mis problemas tal y como Él lo dispusiera. En mis oraciones nunca pediría para mí excepto cuando mis peticiones estuviesen relacionadas con mi capacidad para servir a los demás; solamente entonces podría yo esperar recibir; pero eso sería en gran escala.

Mi amigo prometió que cuando hiciera todo esto entraría en una nueva relación con mi Creador; que tendría los elementos de una manera de vivir que era la respuesta a todos mis problemas. La creencia en el poder de Dios, más la suficiente buena voluntad, honradez y humildad para establecer y mantener el nuevo orden de cosas, eran los requisitos esenciales.

Sencillo, pero no fácil; tenía que pagarse un precio. Significaba la destrucción del egocentrismo. En todas las cosas debía acudir al Padre de la Luz que preside sobre todos nosotros.

Estas eran proposiciones revolucionarias y drásticas, pero en el momento en que las acepté el efecto fue electrificante. Tuve una sensación de victoria, seguida por una paz y seguridad como nunca había conocido. Había una confianza total. Me sentí transportado, como si me invadiera el aire puro de la cumbre de una montaña. Dios llega a la mayoría de los hombres gradualmente, pero Su impacto en mí fue súbito y profundo.

Momentáneamente me alarmé y llamé a mi amigo el doctor, para preguntarle si yo todavía estaba cuerdo. Escuchó sorprendido mientras yo hablaba.

Finalmente movió la cabeza diciendo: «Le ha sucedido a usted algo que no comprendo. Pero es mejor que se aferre a ello. Cualquier cosa es mejor que lo que tenía usted». Ese buen doctor ve ahora muchos hombres que han tenido tales experiencias. Sabe que son reales.

Mientras estuve en el hospital me vino la idea de que había miles de alcohólicos deshauciados que estarían felices teniendo lo que tan gratuitamente se me había dado. Tal vez podría ayudar a algunos de ellos. Ellos a su vez podrían trabajar con otros.

Mi amigo había hecho hincapié en la absoluta necesidad de demostrar estos principios en todos los actos de mi vida. Era particularmente imperioso trabajar con otros, tal como él lo había hecho conmigo. La fe sin obras es fe muerta, me dijo. ¡Y cuán cierto es, tratándose de alcohólicos! Porque si un alcohólico deja de perfeccionar y engrandecer su vida espiritual a través del trabajo y del sacrificio por otros, no podrá sobrellevar las pruebas y decaimientos que vendrán más adelante. Si él no trabajaba era seguro que volvería a beber, y si bebía, seguramente moriría. La fe estaría muerta entonces. Tratándose de nosotros, es precisamente así.

Mi esposa y yo nos entregamos con entusiasmo a la idea de ayudar a otros alcohólicos a resolver su problema. Afortunadamente fue así porque las personas con las que había tenido relaciones en los negocios permanecieron escépticas por más de un año, durante el cual pude conseguir poco trabajo. No estaba muy bien entonces; me acosaban olas de autoconmiseración y de resentimiento. Esto, a veces, casi me llevaba a la bebida; pero pronto percibí que cuando todas las otras medidas me fallaban, el trabajo con otros alcohólicos salvaba el día. Estando desesperado, he ido muchas veces a mi viejo hospital. Al hablar con alguien de allí, me sentía asombrosamente reanimado, parado sobre mis propios pies. Es un plan de vida que funciona cuando las cosas se ponen duras.

Empezamos a hacer muchos amigos, y entre nosotros ha crecido una agrupación de la cual, el ser parte es algo maravilloso. Sentimos la alegría de vivir aun bajo tensiones y dificultades. He visto a cientos de familias poner sus pies en el sendero que sí llega a alguna parte; he visto componerse las situaciones domésticas más imposibles; peleas y amarguras de todas clases eliminadas. He visto salir de manicomios a individuos para reasumir un lugar vital en la vida de sus familias y de sus comunidades. Hombres y mujeres que recuperan su posición. No hay casi ninguna clase de dificultad y de miseria que no haya sido superada entre nosotros. En una ciudad del Oeste hay un millar de nosotros y de nuestras familias. Nos reunimos con frecuencia para que los recién llegados puedan encontrar la agrupación que ellos buscan. A estas reuniones informales suelen asistir entre 50 y 200 personas. Estamos creciendo en número así como en fortaleza.

Un alcohólico en sus copas es un ser despreciable. Nuestra lucha con ellos puede ser fatigosa, cómica o trágica. Un infeliz se suicidó en mi casa. No podía o no quería darse cuenta de nuestra manera de vivir.

Sin embargo, dentro de todo esto queda un amplio margen para divertirse. Me imagino que algunos pueden escandalizarse ante esta mundanalidad y ligereza; pero detrás de esto hay una gran seriedad. La fe tiene que operar en y a través de nosotros las veinticuatro horas del día, o de lo contrario pereceremos.

La mayoría de nosotros creemos que ya no necesitamos buscar más la Utopía. La tenemos entre nosotros aquí y ahora. Aquella sencilla charla de mi amigo en la cocina de mi casa se multiplica más, cada día, en un círculo creciente de paz en la tierra y de buena voluntad para con los hombres.

Bill W., co-fundador de A.A.,

murió el 24 de enero de 1971.

Capítulo 2 -
HAY UNA SOLUCIÓN

N
OSOTROS, los que pertenecemos a Alcohólicos Anónimos, conocemos a miles de hombres y mujeres para quienes, como para Bill, no había remedio. Casi todos se han recuperado; han resuelto el problema de la bebida.

Somos americanos típicos. Todos los sectores de este país y muchas de las actividades que se desarrollan están aquí representadas, así como muchos de los medios políticos, sociales, económicos y religiosos. Somos gente que en circunstancias normales no nos mezclaríamos. Pero existe entre nosotros un compañerismo, una amistad y una comprensión indescriptiblemente maravillosas. Somos como los pasajeros de una gran embarcación recién salvados de un naufragio, cuando la camaradería, la democracia y la alegría prevalecen en el barco desde las bodegas hasta la mesa del capitán; pero, a diferencia del sentir de los pasajeros del barco, nuestra alegría por haber escapado del desastre no decrece al ir cada cual por su lado. La sensación de haber participado en un peligro común es uno de los poderosos elementos que nos unen. Pero eso, en sí, nunca nos hubiera mantenido unidos tal como lo estamos.

El hecho tremendo para cada uno de nosotros es que hemos descubierto una solución común. Tenemos una salida en la que podemos estar completamente de acuerdo, y a través de la cual podemos incorporamos a la acción fraternal y armoniosa. Ésta es la gran noticia, la buena nueva que este libro lleva a los que padecen del alcoholismo.

Una enfermedad de esta clase, y hemos llegado al convencimiento de que es una enfermedad, afecta a los que nos rodean como no lo hace ningún otro padecimiento humano. Si una persona tiene cáncer, todos sienten pena por ella y nadie se enfada ni se siente molesto. Pero no así con el enfermo de alcoholismo, porque con este mal viene la aniquilación de todas las cosas que valen la pena en la vida; involucra a todas aquellas vidas que están relacionadas en alguna forma con la del paciente; acarrea malentendimiento, resentimiento feroz, inseguridad económica, vidas torcidas de niños inocentes, esposas y padres apesadumbrados, amigos y patrones descontentos. Cualquiera puede aumentar esta lista.

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