El libro secreto de Dante (8 page)

Read El libro secreto de Dante Online

Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El libro secreto de Dante
7.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Me enseñaba su biblioteca llena de obras importantes, me decía que los árabes en esa tierra de nadie habían encontrado un patrimonio inmenso de saber olvidado, la filosofía y la geometría griegas, la matemática india, la astronomía babilónica y egipcia, un tesoro inestimable reunido allí como los pueblos de tres continentes, patrimonio que ellos habían cultivado y aumentado con religiosa dedicación. Ahora con estos mamelucos, que eran antiguos esclavos solo capaces de hacer la guerra, la cultura decaía, decaían la ciencia y las artes, y pronto también bárbaros como nosotros, los toscos francos de ultramar, los habríamos superado. Decía que el encuentro entre pueblos deja huellas más duraderas que su enfrentamiento. "Abandona la guerra, Bernard; cultiva la ciencia —me repetía—, la ciencia no tiene patria, no es cristiana ni musulmana, es de quien se dedica a ella. Habéis estado aquí doscientos años y ¿qué habéis conseguido de todas las masacres que habéis provocado? ¿Qué habéis dejado, aparte de las ruinas de vuestros castillos? Pero si al retiraros os habéis llevado con vosotros los libros de al-Husayn ibn Sina, al-Jwarizmi y Alhacén, y si los estudiáis a fondo, si añadís las vuestras a sus minuciosas observaciones, si acrecentáis los tesoros de saber que nosotros por nuestra parte hemos pacientemente acrecentado recibiéndolos de otros grandes pueblos del pasado, eso os rentará en el futuro más que las toneladas de sangre con que habéis abonado el desierto sin lograr volverlo más fértil. Si amas realmente a tu pueblo, Bernard, cultiva la sabiduría, patrimonio del hombre, que nos da la amistad de Dios, y olvídate de la masacre y el martirio".

»Si me hubiera quedado allí me habría enseñado la escritura árabe y a leer las obras de ciencia. La cuestión es que nací caballero, ni siquiera conozco bien el latín, y aunque hubiera sabido leerlos en árabe no habría podido traducir ni siquiera una línea de esos valiosos volúmenes. Además, ¿en qué lengua? Por añadidura, quedarme allí era ya demasiado peligroso para mí. Me embarqué en una nave bizantina; sabía un poco de griego e hice amistad con el capitán. Ahmed y yo nos despedimos en el puerto; nos abrazamos y nos citamos, se entiende que lo más tarde posible, en un paraíso cualquiera, ya fuera musulmán o cristiano. La gran desilusión fue cuando regresé a Francia y retomé el contacto con los templarios de allí, porque entendí que nosotros, los de Outremer, éramos solo unos ilusos,
oïl,
cuando creíamos estar aún en la vanguardia de Occidente, cuando pensábamos que teníamos a nuestras espaldas a la misma Europa que había mandado a Godofredo, Bohemundo y Balduino doscientos años antes. Todo era distinto, la orden se había convertido en un gran centro de negocios, donde para los caballeros de antaño no había más que un puesto marginal. Un sargento que supiera calcular los intereses valía más que un guerrero que había arriesgado su vida en Tierra Santa. Vi cómo se había enriquecido la orden con las donaciones, los beneficios y las rentas, justificados con el motivo de tener que financiar unas cruzadas cuando en realidad ya nadie tenía ganas de continuar con ellas.

»Me marché, dejé la milicia del Templo poco antes de que sus líderes fueran arrestados. Cuando empezaron los procesos vine a esta tierra, donde no hay ningún rey, cada centro habitado por cuatro almas tiene sus leyes no compartidas por tres de las cuatro, la justicia que los juzga es la eclesiástica y los templarios han sido casi siempre absueltos, como sucedió aquí en Rávena. Me enrolé en el séquito del emperador Enrique VII, en las bandas de Uguccione della Faggiuola, pero también allí duré poco; yo era un caballero monje, no tenía nada que ver con aquella soldadesca que solo sabía blasfemar, saquear campos y violar a campesinas tuberculosas. Y además no había sido entrenado para combatir contra otros cristianos, y sin la perspectiva del paraíso de los mártires incluso tenía miedo a morir. El mundo es demasiado difícil para mí… Cuando la orden de los templarios se disolvió, los que quisiéramos de nosotros podíamos encontrar un hogar o disponer de una modesta pensión de los hospitalarios. Eso soy ahora,
oïl,
un templario jubilado…

Giovanni había escuchado con mucho interés las historias de San Juan de Acre, y si en un principio había pensado que había pillado in fraganti al asesino que vuelve al lugar del crimen por alguna razón misteriosa, cuanto más avanzaba con el relato, más se convencía de que Bernard no tenía nada que ver con la muerte de Dante. En este punto, lo interrumpió directamente y se lo preguntó:

—Así pues, no habéis sido vos quien ha envenenado al poeta… —dijo.

Bernard abrió los ojos y levantó la cabeza hacia su interlocutor, sentado frente a él:

—¿Qué decís? ¿Qué motivos tenéis para creer…? —respondió sin ni siquiera concluir la frase, con semblante preocupado.

Giovanni le explicó las razones de sus sospechas, y Bernard sacudió la cabeza exclamando:

—¡Diantres! Han sido ellos, los frailes menores…

Los franciscanos eran los últimos de los que Giovanni habría albergado sospechas, dada la devoción de Dante por la orden. Sin embargo, la presencia en Pomposa de dos frailes que se habían sumado a la comitiva que incluía al poeta le había hecho sospechar. Por eso le pidió a Bernard más información, y el extemplario le habló de la comida en el monasterio con el abad, los tres funcionarios de la delegación que acompañaban a Alighieri y los dos franciscanos que se habían sumado al grupo y lo habían acompañado después hacia Chioggia. Él, Bernard, estaba en la otra mesa con los soldados de la escolta, que hablaban de borracheras y prostitutas, pero no había participado en la alegría boba de sus comensales y no había apartado la mirada de la otra mesa, la de los invitados relevantes. En ella habían hablado de política, se oía discutir acerca de la Iglesia, del Imperio. Solo los dos frailes le parecían extraños, acaso ni siquiera eran auténticos franciscanos. Participaban poco en las conversaciones de los demás, a menudo incluso los interrumpían proponiendo un brindis, y al final estaban casi borrachos. Uno era alto y delgado, con acento toscano. Con una cicatriz en forma de ele invertida en la mejilla derecha; parecía un soldado más que un fraile. El otro era rechoncho y bajo, tenía un acento meridional en el que predominaba el uso de la u, y usaba
lu
como artículo; probablemente era originario de la Apulia o de los Abruzos. No recordaba más. Él había venido a Rávena para esperar el regreso del poeta, y un discípulo suyo, mientras tanto, le había permitido —se entiende que pagando— transcribir los primeros veinte cantos del
Paraíso.
El
Infierno
y el
Purgatorio
ya los había conseguido en Verona.

Al final se despidieron como viejos amigos, prometiéndose ayuda recíproca: Giovanni haría lo imposible por encontrar los últimos trece cantos del poema y se los proporcionaría lo antes posible; Bernard, por su parte, ayudaría al otro en sus investigaciones. Era necesario a cualquier precio encontrar a los dos presuntos franciscanos, concluyó el extemplario. Evidentemente, alguien quería adueñarse del nuevo Templo. Un secreto sepultado desde hacía siglos en Jerusalén había sido rescatado por los cruzados después de la reconquista de Saladino, y estaba a salvo custodiado en un lugar cuyo mapa tenía que estar escondido en el poema… Para Bernard no había duda de que el poeta lo sabía, de que era uno de los custodios del antiguo mensaje… Un mensaje secreto en versos eneasílabos de los que él mismo había oído hablar en San Juan de Acre: Guillaume de Beaujeu, su padre y el poeta habían muerto por una gran causa, de eso estaba convencido…

Salió tal como había entrado: saltó agarrándose con las manos al muro, alzó el peso de su cuerpo haciendo fuerza con los brazos y pasó al otro lado. Giovanni admiró la agilidad y la fuerza de ese hombre enérgico, pero sus discursos sobre el nuevo Templo le parecían carentes de cualquier fundamento. Dedujo que tenía que ser imposible para un soldado que había arriesgado la vida y había visto morir en combate a su padre aceptar la idea de que todo hubiera sucedido para nada, que el sacrificio de tanta gente hubiera servido para enriquecer a los venecianos y al rey de Francia, y para nada más.

Sin embargo, era así como habían ido realmente las cosas en Outremer.

Cuando el otro salió, Giovanni retomó la lectura del
Paraíso,
esperando hallar en el poema cualquier pista sobre el lugar en el que Dante había escondido los últimos cantos. El decimoctavo le había parecido asombroso desde el comienzo, cuando, aún en el cielo de Marte, Dante mira a Beatrice y se libera de cualquier otro deseo, viendo brillar en ella lo divino… «A juzgar por el
Paraíso
—pensó—, la suya no fue más que una historia de miradas, de ojos que se cruzan en la multitud y se desean en vano por las calles de Florencia». Le parecía verlas, esas miradas, buscarse y disimular, y fugazmente rozarse… Por ella, incluso en el Paraíso, casi se olvida de Dios y corre el riesgo de conformarse también allí con ese sustituto de lo divino que es el amor de este mundo… Y Beatrice le reprocha: «El Paraíso no está todo en mis ojos».

Después, finalmente, se asciende al cielo de Júpiter y se asiste a un espectáculo extraordinario. Las almas son resplandores que giran en el aire cantando, una danza de luz y música: de vez en cuando se detienen, dibujando en el vuelo varias formaciones, como hacen los pájaros a la orilla del mar, y forman letras del alfabeto; primero D, después I, luego L. En el momento en que componen una letra están quietas y dejan de cantar; después retoman su danza hasta que forman la siguiente. Vuelven a empezar y se detienen a continuación, hasta dibujar todas las letras del primer verso del
Libro de la sabiduría: DIGILITE IUSTITIAM QUI IUDICATIS TERRAM
(«Amad la justicia, vosotros que juzgáis el mundo»). Concluido el texto, en la última letra, la eme, llegan otros resplandores a formar la cabeza de un águila, y la eme ojival se convierte en un gran cuerpo.

El águila era descrita en el vigésimo canto, la cabeza de perfil, el único ojo visible formado por seis resplandores, seis
lapilli;
uno es la pupila, los otros cinco dibujan el contorno del ojo, dos más luminosos que los otros. Se acordó entonces de que ya la había visto recientemente en algún sitio, un águila representada así… Sí, pero ¿dónde?

Después, de pronto, se acordó.

Se volvió hacia la derecha y vio que estaba allí, a un paso de él.

VI

C
uando regresó a casa después de las vísperas, sor Beatrice encontró a Giovanni aún en el estudio, arrodillado frente al águila negra grabada en el arcón. No había hecho más que pensar en él durante toda la tarde, no lograba quitárselo de la cabeza. No sabía por qué, pero en el fondo estaba contenta de encontrarlo allí. Él se había levantado en cuanto había oído sus pasos. Había señalado el arcón:

—Tiene un doble fondo… —había dicho.

En un principio no lo había entendido, y entonces él le había explicado que durante la tarde había transcrito solamente un canto del poema, pero que después se había puesto a leer los otros siete, y en el vigésimo y último había encontrado la clave del enigma: el águila negra grabada en el arcón. Tal vez los trece cantos que faltaban de la
Comedia
estaban allí; el arcón tenía un doble fondo, había que meter el pulgar en la pupila del águila y el índice y el medio sobre los dos diamantes que formaban la primera y la quinta piedra preciosa de la ceja.

—Uno y cinco —había dicho también—, Trajano y Rifeo… Se aprieta y se oye un clic, lo acabo de intentar, pero después, al oír el ruido de vuestros pasos a mis espaldas, lo he cerrado a toda prisa. Aunque con la punta de los dedos de la mano izquierda he notado levemente el suave tacto del papel escondido en el doble fondo…

El misterio, había continuado, se desvelaba en el vigésimo canto. Se habla del águila, un águila luminosa formada por espíritus beatos que el poeta imagina encontrarse en el cielo de Júpiter, el cielo de la justicia, la undécima virtud. El águila que Dante ve en el Paraíso tiene la cabeza de perfil, como la representada en el arcón, y el ojo visible está formado por seis piedras preciosas, que en el cielo de Júpiter son seis beatos, uno en el centro haciendo de pupila del ojo y los otros cinco dispuestos a su alrededor… Sor Beatrice lo había invitado a sentarse y a contárselo con calma, pero él había preferido dejarle a ella la silla que había junto al escritorio. Al final los dos se quedaron de pie.

—Entonces, ¿aquí el águila —había continuado Giovanni— es el símbolo del Imperio o acaso más bien el de la justicia?

—El águila —había precisado ella— no es simplemente el símbolo del Imperio, sino que es el Imperio mismo, o al menos debería serlo, una encarnación del águila mística. El poder terrenal no es más que un rayo reflejado de la eterna justicia, así como la belleza terrenal de Beatrice no es más que un reflejo de la belleza absoluta. El poder terrenal es legítimo solo mientras que encarna la Ley, la justicia, que es un principio universal al que mi padre atribuía origen divino.

—Sí, en efecto —había proseguido Giovanni—, en el decimonoveno canto me ha parecido ver una referencia al tema de la unidad de la justicia: el águila, formada por una miríada de espíritus luminosos, debería decir «nosotros» y en cambio dice «yo», emite su voz como águila. La justicia es en efecto una sola, y las almas que en vida la han amado incluso han renunciado a sí mismas, a la propia individualidad, fundiéndose en una individualidad más alta y grande… —Giovanni se había arrodillado nuevamente, dispuesto a volver a abrir el fondo secreto del arcón—. Así pues, es la justicia en sí misma la que habla con el poeta por boca de mil espíritus que tienen una sola voz…


E pluribus unum:
a la larga lo múltiple fluye de nuevo necesariamente en el uno del que procede, y se anula… —así le había interrumpido Pietro, que entraba en ese momento en la habitación, después de regresar con Iacopo y Gemma, su madre.

Giovanni se levantó enseguida, fingiendo que le dolía una rodilla. Pietro había escuchado la última parte de su conversación y había decidido intervenir. Era un joven de altura media, de aspecto muy reservado. Había pedido disculpas por la interrupción, pero quería decir una cosa que estaba escribiendo en un libro, algo a propósito de la unidad de la justicia, la virtud tan amada y ejercitada con tanto rigor por su padre. La justicia divina funciona en el mundo, decía Dante, aunque sus designios pueden parecer inescrutables a los mortales porque son alterados por el uso, a veces distorsionado, que el hombre hace de su libre albedrío. Después había citado una canción que su padre había compuesto en los primeros años del exilio:
Tre donne intorno al cor mi son venute.
[17]

Other books

Of Human Bondage by W. Somerset Maugham
Malakai by Michele Hauf
Rebel by Amy Tintera
Sexo en Milán by Ana Milán
Off the Record by Sawyer Bennett
Snowfall on Haven Point by RaeAnne Thayne
Dodging Trains by Sunniva Dee
Howling Moon by C. T. Adams, Cathy Clamp