El maestro iluminador (33 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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—«Una sarta de perlas blancas, todas iguales, con una perla negra en el broche del centro.» Eso decía el inventario del cura muerto. Creo que son éstas.

—Sí, son mías. No lo niego..., pero ¿cómo han llegado...?

—Exacto, mi señora. ¿Cómo han llegado hasta aquí? —Hablaba en voz baja, pronunciando cada palabra con tono amenazador—. ¿Cómo ha llegado una sarta de perlas mencionadas en el inventario de un hombre muerto a manos de maese Finn? Esa es una pregunta que nuestro iluminador tendrá que responder ante el obispo.

Rose profirió un gritito. Finn se acercó a su consternada hija y la rodeó con el brazo. El sheriff se regodeaba. El collar había sido el objeto de su búsqueda desde el principio, y encontrarlo en los aposentos de Finn, un hombre que le inspiraba a todas luces antipatía, era muy gratificante.

—En serio, tiene que haber un error. Conozco a Fi... Conozco al iluminador. ¡No tiene el temperamento de un asesino! —Kathryn tendió la mano hacia las perlas, más para asegurarse que no eran una ilusión que para recuperarlas.

El sheriff apartó la espada lo justo para que ella no las alcanzara y cogió las perlas con la mano izquierda. Se hundieron entre sus dedos. La perla negra, en su broche de filigrana de oro, resplandecía a la luz de las velas. Nadie se movió.

Un cuarto de luna se veía por la estrecha ventana detrás de ellos. Una pequeña nube la tapó. Nadie dijo nada hasta que unas voces altas y ásperas, de los hombres en el patio, los pusieron otra vez en movimiento como actores en un misterio.

Sir Guy abrió la ventana con parteluz y gritó:

—Suspended la búsqueda, sargento. Hemos cazado al zorro. —Con la gracia de una serpiente y con la misma agilidad, dirigió la punta de la espada hacia la garganta de Finn—. Subid y traed los grilletes.

—¡No! ¡No podéis! —Rose aferró la manga de Finn con todas sus fuerzas— ¡Mi padre nunca le haría daño a nadie! ¡Dejadle! —Tenía el rostro del color del suero. Kathryn temió que se desmayara.

—Es verdad, sir Guy —dijo ésta elevando la voz— A pesar de las apariencias, aquí hay un error. Os lo aseguro. Este hombre no es un asesino. Tiene que haber otra explicación. Seguro.

—Mi señora, vuestro afecto, me atrevería a decir vuestro ardor, os pone en evidencia. Claro que su hija defiende su inocencia. Pero ¿qué otra explicación podría haber? Aquí está la prueba que demuestra su culpabilidad. Prueba, además, de que mi señora no fue tan sincera en su anterior testimonio. Pero eso es un detalle que, ahora que tenemos al culpable, pasaremos por alto.

Su condescendencia y su insinuación la enfurecieron y la asustaron.

Finn se aclaró la garganta.

—Hay otra explicación —afirmó—. Un intruso colocó las perlas en mi bolsa. Las encontré hace dos días.

El sheriff respondió con un silbido. Pero Kathryn se aferró a esa explicación con la misma presteza que un niño agarra un sonajero de plata. No podría estar tan tranquilo con la espada del sheriff en la garganta a menos que pudiera demostrar su inocencia, ¿no? Quiso preguntarle por qué no le había dicho que había encontrado el collar, pero se contuvo por temor a hacerle parecer más culpable si dirigía la atención hacia su silencio.

—Es verdad —corroboró Rose, con una palidez todavía más cenicienta. Aferrada a su padre con las dos manos, tirándole del brazo, aparentemente sin preocuparle la amenaza de la espada si se movía repentinamente— Otra persona las puso allí. Yo lo vi.

—¿Quién? —preguntó el sheriff.

La chica miró a Kathryn y después a su padre antes de contestar en tono desafiante:

—Fue Alfred, el joven señor de Blackingham. ¿Había dicho Alfred?

—¡Alfred! Pero, Rose, ¿cómo puedes insinuar siquiera que...?

—Dejadla acabar. No quiero que se diga que el sheriff de Norfolk se precipitó en sus conclusiones.

—Fue la noche que enfermé, la noche del entierro del pastor. Yo dormía. Me despertó el ruido de alguien que revolvía en la alcoba de mi padre. Me hice la dormida porque tuve miedo. Sabía que no era él.

—¿Cómo sabías que no era tu padre? y si tenías los ojos cerrados, ¿cómo viste que era Alfred? —preguntó el sheriff.

—Caminaba con paso juvenil. Las pisadas de mi padre son más pesadas. Cuando pasó por delante de mi habitación, vi por una rendija en las cortinas que... —hizo una pausa y dirigió una mirada de disculpa a Kathryn— era pelirrojo.

Kathryn se dio cuenta por la mueca de sir Guy —una máscara de concentración, como si sopesase el testimonio— de que incluso él le creía. Si antes estaba asustada, ahora lo que sentía era pavor. Primero Finn, ahora Alfred. Dios no podía obligarla a elegir entre los dos. A elegir entre un hombre que sabía inocente y un hijo de cuya inocencia no estaba tan segura.

¿Era posible que Alfred, en la intemperancia de la juventud, hubiera matado al sacerdote porque ella se había quejado de su rapacidad? ¿Era su hijo capaz de algo así? También era hijo de Roderick, detalle que no abogaba por su inocencia. Podía haber colocado las perlas en la habitación de Finn como una travesura o por celos. Pero ¿cómo habían llegado las perlas a sus manos si él no había matado al cura?

—Cuando oí que el intruso se había ido, me levanté y corrí a la puerta. —Rose había parado de llorar, ya más tranquila porque el sheriff la escuchaba o por la necesidad de concentrarse—. Y vi a Alfred alejándose por el pasillo. Volví a la habitación y comprobé que las pinturas de mi padre no estaban en su sitio y que su mesa de trabajo estaba desordenada.

—¿No gritaste para dar la voz de alarma?

Ahora sir Guy representaba el papel de interrogador. Había bajado la espada. Aunque seguía apuntando hacia el pecho de Finn, ya no lo tocaba.

—No; me vino un mareo, así que volví a echarme para esperar a mi padre. y debí de dormirme. Cuando desperté, la habitación estaba otra vez perfectamente ordenada, de modo que creí que lo había soñado todo... hasta que mi padre encontró las perlas en la bolsa. —Se sonrojó, asomando dos manchas de un brillo poco natural a sus mejillas cenicientas— Pensé que las había comprado para mí.

—Pero en realidad no viste a Alfred poner las perlas en la bolsa —intervino Kathryn.

—Es posible que me haya precipitado —dijo el sheriff—. Lady Kathryn, como señora de Blackingham, ¿ha tenido noticia de alguna intrusión en los aposentos del iluminador? ¿Debo interrogar a vuestro hijo sobre este asunto? —La miró fijamente—. ¿O podéis dar cuenta de sus movimientos a la hora en cuestión?

«Sabe muy bien lo que me está pidiendo —pensó Kathryn—. Si atestiguo contra uno, el otro queda libre. Se está regodeando.» Odiaba a ese sheriff con nariz de halcón.

En su mente, oyó las pesadas botas en la escalera, el ruido de los grilletes arrastrados por los escalones de piedra. Vio la súplica en los ojos de Rose y sintió la misma compasión que cuando se enteró del dilema de la chica, y afrontó el suyo propio. La detención de Finn le permitiría ganar tiempo. Tiempo para interrogar ella misma a Alfred, tiempo para dejarle huir si había matado al cura para proteger a su madre. Tiempo también para comprar un brebaje a la vieja del bosque que arrancara la semilla plantada por Colin.

Si Rose decía la verdad —y que la Santa Madre no lo quisiera—, si Finn había encontrado las perlas dos días antes, ¿por qué no se lo había dicho?

No le correspondía a ella decidir si era culpable o inocente, pero sí proteger a sus hijos. Y el obispo no condenaría a un hombre inocente. Ella rezaría por él a la Santa Madre a diario, a todas horas. Si Finn era inocente, con el tiempo lo dejarían libre. Tiempo, lo que ella necesitaba ahora era tiempo.

No pudo mirar a Finn ni a Rose mientras los traicionaba a los dos. Por la ventana contempló la nube que devoraba la luna.

—Lo siento, Rose, pero seguro que lo soñaste —dijo—. Probablemente a causa de la infusión de semillas que te di como remedio.

El sargento atravesó el umbral y se detuvo junto a Finn. Kathryn oyó la mentira salir de sus labios, sus palabras, su voz como en un sueño:

—Alfred pasó conmigo toda la noche. Yo estaba disgustada por la pérdida de la lana y la lonja... y un criado valioso. Alfred se quedó para consolarme. —No había sido su hijo quien la había consolado, Dios la perdonase, pero en ese momento no podía pensar en eso—. Durmió en un camastro en mi alcoba.

Una sonrisa asomó a la cara del sheriff. Hizo una señal con la cabeza al sargento, que dio un paso adelante y empezó a aherrojar a Finn. Kathryn abrió la boca para desmentir lo que acababa de decir, pero no le salió nada. Rose gritó un largo «i No!» cuando el sargento le apartó los brazos del cuello de su padre.

—Rose, no pasará nada. No te preocupes —dijo Finn—. No pasará nada.

El sargento empujó a Rose, y ella se dejó caer en la cama.

Kathryn quiso acercarse a la muchacha pero no pudo moverse. Sintió la mirada de Finn sobre ella, sus ojos ardiendo como una llama azul, quemándole la carne, derritiéndole los huesos hasta que su alma mentirosa y marchita quedó expuesta como el espantoso bulto negro que en realidad era.

Fuera, en la ventana, el cuarto de luna había desaparecido tapado por la nube. La noche estaba oscura como la boca de un lobo.

XVI

Viento del oeste, ¿cuándo soplaréis? Cae la llovizna y ruego a Dios que mi amor vuelva a mis brazos y yo otra vez a mi cama.

Canción anónima del siglo XIV

Blackingham no celebró el decimosexto cumpleaños de sus hijos en el año de Nuestro Señor de 1379. Tampoco sacaron el viejo leño de Navidad para encender uno nuevo.

—Traerá mala suerte a nuestra casa no colgar las plantas ni encender el fuego de Navidad —dijo Agnes.

Su ama simplemente la miró y dejó escapar una exclamación de desdén.

—Mala suerte, dices. ¿Qué nos queda a ti y a mí como para temer la mala suerte?

A Agnes no le gustó la amargura que percibió en la voz de lady Kathryn ni su feroz mirada, y menos aún el desaliño con que vestía.

Habían pasado doce días desde que el sheriff se llevara engrilletado al iluminador, doce días sin saber nada de él, doce días en que su señora no se había cambiado de ropa ni se había trenzado el pelo. Glynis contó que había sido excluida de la presencia de la señora «después de haberme lanzado un cepillo, casi dejándome un ojo a la funerala». La sirvienta repudiada se lo había contado a todos los que quisieron escucharla, pese a las advertencias de Agnes de que mantuviese la boca cerrada. La gente de la aldea ya chismorreaba más que suficiente. En respuesta a las preguntas entrometidas sobre la ausencia de celebraciones navideñas, Agnes replicaba: «Mi señora tiene las fiebres y está demasiado enferma para presidir el banquete, pero ha dado instrucciones a la cocina para que se prepare el festín. Se celebrará como siempre en el gran salón y todo el mundo será bienvenido» .

Para el petulante administrador sería todo un placer presidir la mesa. Le encantaba darse aires y hacerse el señor de la heredad. En semejantes circunstancias el ambiente sería poco festivo, pero ¿qué se le iba a hacer? Una casa noble no podía ser mezquina en Navidad. Incluso en plena peste, el padre había ofrecido un banquete, correcto aunque triste, a sus siervos, jornaleros y campesinos.

Pero lady Kathryn no sentía el menor interés por ningún tipo de festividad. Ya era la tercera vez que iba al bosque esa semana mientras Agnes se afanaba en la cocina, intentando planificar algo parecido a un banquete de Navidad con la comida de cada día. Cada vez su señora regresaba al cabo de unas horas con un brebaje espantoso preparado por la vieja Gert. ¡Qué más daba que fuera herejía consultar con una bruja! Tampoco era que Agnes creyese que la anciana fuera una bruja; sólo era una vieja que vendía hierbas y pociones para ganarse la vida como buenamente podía. Hierbas y pociones que no solían surtir efecto, al menos no para Agnes, ni por asomo. Doce años antes se había armado de valor para pedirle algo, un hechizo, una poción, le daba igual......, cualquier cosa que le abriera el vientre taponado, pero lo único que había conseguido con el espantoso mejunje fue una terrible indisposición.

Tampoco surtió efecto en Rose. Lo único que hacía la pobre chica era llorar y vomitar, llorar y vomitar. Ya fuera debido a la preocupación por su padre, al peso en su vientre o a las pastillas rudimentarias que tomaba para complacer a lady Kathryn. «Quieres estar sana para cuando vuelva tu padre, ¿verdad?», le decía ésta.

—¿Sabéis lo que contiene eso? —había preguntado Agnes la última vez que Rose se había atragantado con la extraña pastilla—. Es tan grande como un huevo de petirrojo y huele tan mal como uno podrido.

Kathryn le lanzó una mirada de advertencia.

—Sólo es un remedio de hierbas normales y corrientes.

«Ya, hierbas normales y corrientes», pensó Agnes. Mezcladas con asáraca y aristoloquia y hongos de alerce y nardo, ya saber qué otras cosas viles que habría echado la vieja Gert. Agnes adivinaba qué tramaba su señora. Se preguntó si Rose también era consciente de ello. Pero, de momento, la chica no expulsaba el contenido de su vientre; sólo del estómago.

Lady Kathryn debía de estar a punto de volver de su paseo.

Agnes comprobó la olla que hervía en el fuego y luego miró por la ventana. El gran roble hueco —el árbol de miel de Magda— proyectaba su fría sombra sobre la ladera de la colina que se extendía hasta el embalse de agua. Se oyó el chirrido de los goznes al abrirse la puerta; nunca corrían el pestillo por dentro hasta las vísperas. Seguro que era la señora. Bien: había bastante agua caliente para preparar cualquier brebaje asqueroso que pidiera.

Lady Kathryn cerró de un portazo, como si castigara el roble y el hierro. Desde hacía días se la veía poseída por la furia. Agnes sólo la había visto así una vez, cuando su padre la había obligado a casarse con Roderick. Entonces se había pasado dos semanas sin comer, pero al final había cedido por devoción a su padre enfermo. Agnes había reflexionado en esos últimos días sobre el motivo de esa ira de ahora, apiadándose del desdichado sobre el que recayera su impacto. Al principio temió que pudiera ser por culpa de la muchacha. Pero aunque a veces Kathryn se había mostrado impaciente con ella, parecía contenerse por delicadeza.

—Agnes, machaca esto y mézclalo con agua hirviendo.

La cocinera cogió el pequeño cesto de raíces de malvavisco mezcladas con milenrama, hinojo y yezgo.

—¿Cuánta agua? ¿Es un elixir?

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