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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (50 page)

BOOK: El manipulador
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Y dado que en aquella oscuridad absoluta resultaba imposible intercambiar posiciones en lo alto de la escalerilla de aluminio, los dos hombres de la SAS fueron los primeros en introducirse por la abertura practicada y arrojaron sus granadas de aturdimiento. Entonces se hicieron a un lado para dar paso al equipo de la GSG-9 y permitirles que terminaran el trabajo. Los dos primeros alemanes fueron Uli Kleist y otro paracaidista. Avanzaron hasta el centro del pasillo y se lanzaron al suelo, tal como les habían ordenado, sus metralletas apuntadas hacia la parte delantera del avión, donde les habían dicho que estarían los terroristas.

Y efectivamente se encontraban allí, pero tras el tabique delantero, recobrándose de la explosión. Zohair Yussef Akache, alias «capitán Mahmoud», que había dado muerte al capitán de «Lufthansa» Jürgen Schumann, estaba de pie, empuñando su pistola ametralladora. A su lado, una de las dos terroristas, Nadia Hind Alameh, había logrado incorporarse y sostenía una granada en una mano, mientras que con la otra trataba de accionar el seguro. Uli Kleist jamás había disparado a bocajarro sobre alguien, así que Rowse, saliendo de detrás de la puerta del lavabo, avanzó hasta el pasillo y lo hizo por él. A continuación, el equipo de la GSG-9 terminó el trabajo, abatiendo al segundo terrorista, Nabi Ibrahim Harb, e hiriendo a la otra mujer, Suheila Saleh. Toda la operación había durado ocho segundos.

Diez años después, Uli Kleist se encontraba bajo el sol, en uno de los muelles de Hamburgo, y sonreía al delgado joven que había disparado aquellos dos tiros por encima de su cabeza en el pasillo de un avión secuestrado hacía ya tanto tiempo.

—¿Qué te trae por Hamburgo, Tom?

—Permíteme invitarte a cenar y te lo contaré.

Tomaron una picante comida húngara en un
csarda
, en una de las callejuelas interiores de Sankt Pauli, bien alejados de las brillantes luces y los elevados precios de la Reeperbahn, y la remojaron a placer con unas botellas de
Sangre de Toro
. Rowse habló.

—Pues sí, parece una buena trama —dijo Kleist cuando el británico acabó—. Todavía no he leído tus libros. ¿Han sido traducidos al alemán?

—Aún no —replicó Rowse—. Mi agente literario confía en obtener un contrato en Alemania. Eso me ayudaría, el alemán es un gran mercado.

—Vaya, hombre, ¿así que uno puede ganarse la vida escribiendo esas novelas de aventuras?

Rowse se encogió de hombros.

—Sirve para pagar el alquiler.

—Y respecto a esa nueva, la de terroristas y traficantes de armas y la Casa Blanca, ¿le has puesto título ya?

—Todavía no.

El alemán se quedó reflexionando.

—Trataré de conseguirte alguna información, sólo con el propósito de reunir datos para tu novela, ¿no? —Se echó a reír y se dio unos golpecitos en la nariz como si le dijese: «Por supuesto, hay algo más que eso, pero todos tenemos que ganarnos la vida»—. Dame veinticuatro horas, hablaré con algunos amigos. Intentaré enterarme de si saben dónde puedes conseguir esa clase de información. Vaya, vaya, ¿así que te van las cosas bien desde que dejaste el Ejército? A mí… no tanto.

—Oí hablar de tus problemas —dijo Rowse.

—Ach, dos años en la cárcel de Hamburgo. Eso es pan comido. Otros dos años más y hubiese salido de allí. Pero, dicho sea de paso, bien mereció la pena.

Kleist, que estaba divorciado, había tenido un hijo. Al chico, con sólo dieciséis años, alguien lo inició en el consumo de cocaína, y, después, el
crack
. El muchacho murió a causa de una sobredosis. La rabia no convirtió precisamente a Kleist en una persona de inteligencia sutil. Descubrió los nombres del vendedor colombiano y del distribuidor alemán de aquella mercancía que había acabado con la vida de su hijo, entró en un restaurante donde los dos estaban cenando y les saltó la tapa de los sesos. Cuando llegó la Policía, Kleist no opuso resistencia a la detención. Un juez de la vieja escuela, que tenía sus propios puntos de vista sobre los traficantes de drogas, prestó oídos al alegato de la defensa de que había habido provocación e impuso cuatro años de prisión a Kleist. Éste cumplió dos, y ya hacía seis meses que había salido de la cárcel. Se rumoreaba que habían urdido una maquinación para matarlo. A Kleist aquello le tenía sin cuidado. Algunos decían que estaba loco.

Se separaron a eso de la medianoche y Rowse cogió un taxi para volver a su hotel. Un hombre en una moto le siguió durante todo el trayecto. El motorista utilizó dos veces su radiotransmisor portátil. Cuando Rowse hubo pagado al taxista, McCready surgió de entre las sombras.

—No te han seguido —le dijo. Al menos por ahora. ¿Te apetece tomar el último trago antes de acostarte?

Bebieron cerveza en un bar que permanecía abierto durante toda la noche, cerca de la estación, y Rowse le informó de la conversación que había mantenido.

—¿Entonces, no se ha creído tu historia de que estás buscando material para tu próxima novela? —preguntó McCready.

—Lo sospecha.

—Bien, esperemos que haga correr el rumor. Tengo mis dudas acerca de que puedas contactar con los verdaderos chicos malos de todo este tinglado. Confío más bien en que ellos sean los que te aborden.

Rowse hizo una observación acerca de sentirse algo así como un trozo de queso en una trampa para ratones y se bajó del taburete en el que estaba sentado junto a la barra del bar.

—Eso, en una formidable trampa para ratones —apuntó McCready mientras lo seguía afuera del bar—, ya que el queso permanecerá intacto.

—Eso es algo que tú y yo sabemos, pero cuéntaselo al queso —repuso Rowse antes de retirarse a dormir.

La siguiente noche se encontró con Kleist. El alemán sacudió la cabeza.

—He estado preguntando por todas partes —dijo—, pero lo que tú me mencionaste resulta demasiado refinado para Hamburgo. Ese tipo de material se consigue en laboratorios del Gobierno y en fábricas de armamento. No se encuentra en el mercado negro. Pero hay un hombre que se dedica a ello, o al menos es eso lo que se rumorea.

—¿Aquí, en Hamburgo?

—No, en Viena. El agregado militar de la Embajada soviética en esa ciudad es un tal comandante Vitali Kariagin. Y como sabrás, sin duda alguna, Viena es el principal canal de salida para los fabricantes de armamento checoslovacos. La gran masa de sus exportaciones les permite hacerlas por cuenta propia, pero hay materiales y compras que necesitan el permiso de Moscú. El agente que canaliza esas autorizaciones es Kariagin.

—¿Y por qué habría de ayudarme?

—Se rumorea que siente una cierta afición por las cosas buenas de la vida. Es miembro del GRU, por supuesto, pero incluso los agentes oficiales del Servicio de Inteligencia militar soviético tienen aficiones privadas. Al parecer le gustan las chicas, las caras, de la clase a las que hay que hacer costosos regalos. Y es así que él mismo los acepta, regalos en metálico, dentro de un sobre.

Rowse pensó sobre eso. Sabía que la corrupción es más una regla que una excepción en la
sociedad
soviética, ¿pero un comandante del GRU en ese negocio? El mundo del tráfico de armas es muy extraño; todo puede ocurrir en él.

—Por cierto —dijo Kleist—, en esa… novela tuya, ¿saldrá alguien del IRA?

—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió Rowse. Él no le había mencionado el grupo terrorista IRA.

Kleist se encogió de hombros.

—Hay una unidad aquí. Tienen su base en un bar regido por palestinos. Mantienen relaciones con otros grupos terroristas de la comunidad internacional, y con vendedores de armas. ¿Quieres verlos?

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?

Kleist se echó a reír, quizá con demasiada ostentación y picardía.

—Puede resultar divertido —contestó.

—Y en cuanto a esos palestinos, ¿saben que en cierta ocasión liquidaste a cuatro de los suyos? —preguntó Rowse.

—Es lo más probable. En nuestro mundo cada cual conoce a cada cual. En especial si se trata de enemigos. Pero yo sigo yendo a tomarme unas copas en su bar.

—¿Por qué?

—Por diversión. Para tirar del rabo al tigre.

«Desde luego
está
loco de atar», pensó Rowse.

—Creo que deberías ir —dijo McCready horas después, esa misma noche—. Podrías enterarte de algo, descubrir alguna cosa. Ver algo. O ellos podrían verte y preguntarse qué demonios andas haciendo aquí. Si preguntan, tendrán que conformarse con la historia de que estás reuniendo información para próxima novela. No lo creerán, pero sacarán la conclusión de que, en realidad,
pretendes
comprar armas para utilizarlas en América. Se correrá la voz. Y queremos que eso ocurra. Tómate sólo un par de cervezas y mantente vigilante. Luego te apartas de ese alemán loco.

McCready no creyó necesario revelarle que tenía conocimiento del bar en cuestión. Se llamaba «Hausehohle» o «Househole» y persistía el rumor de que un agente infiltrado alemán, que trabajaba para los ingleses, había sido desenmascarado en aquel lugar el año anterior y le habían pegado un tiro en una habitación del primer piso. Lo cierto era que el hombre había desaparecido sin dejar rastro. No había razón suficiente para que la Policía alemana allanase el lugar, y el Servicio de Contraespionaje prefería dejar a los palestinos y a los irlandeses donde estaban. El haber puesto patas arriba su cuartel sólo hubiera servido para obligarlos a que se establecieran en cualquier otra parte. En todo caso, los rumores persistían.

La noche siguiente, Ulrich Kleist pagó al taxista que los había llevado hasta la Reeperbahn y condujo a Rowse por Davidstrasse hasta alcanzar la verja de hierro por la que se entraba a Herbertstrasse, calle en la que las prostitutas se exhibían día y noche tras los ventanales de los escaparates, pasó con él por delante de las puertas de las cervecerías y bajó por una callejuela hasta el final de aquel barrio, donde el río Elba brillaba bajo la luz de la Luna. Torció a la derecha para meterse por Bernhard Nochtstrasse, caminó unos doscientos metros y se detuvo ante una puerta de madera labrada.

Pulsó el timbre colocado discretamente a un lado de la puerta, y en seguida se abrió una pequeña rejilla. Un ojo le contempló, se escucharon los murmullos de una discusión al otro lado de la puerta y ésta se abrió. Tanto el portero como el hombre vestido de esmoquin que estaba a su lado eran árabes.

—¡Muy buenas noches, Mr. Abdallah! —dijo cariñosamente Kleist en alemán—. Estoy sediento y me apetecería tomar un trago.

Abdallah se quedó mirando a Rowse.

—Oh, este hombre es digno de confianza, se trata de un buen amigo mío —dijo Kleist.

El árabe hizo un gesto se asentimiento al portero, que abrió la puerta del todo para dejarlos pasar. Kleist era fuerte y grandullón, pero el portero era una mole, tenía la cabeza rapada y no parecía hombre el que se pudiese gastar alguna broma. En otro tiempo, en los campamentos del Líbano, había sido un matón de las fuerzas del orden de la OLP. En cierto modo, seguía siéndolo.

Abdallah condujo a los dos hombres hasta una mesa, llamó a un camarero con un gesto de su mano y le ordenó en árabe que atendiese a sus huéspedes. Dos agraciadas muchachas de alterne, ambas alemanas, abandonaron la barra y fueron a reunirse con ellos. Kleist sonrió con picardía.

—Ya te lo dije. Ningún problema.

Permanecieron sentados, tomando unas copas. De vez en cuando, Kleist sacaba a bailar a una de las chicas. Rowse jugueteaba con el vaso e inspeccionaba el recinto. Pese a que el local estaba situado en un callejón de mala muerte, el «Househole» estaba decorado con gran lujo, su música era buena y las bebidas no habían sido bautizadas. Incluso las chicas eran guapas, e iban bien vestidas.

Algunos de los clientes eran árabes de nacimiento, otros, alemanes. Parecían gente acomodada y dedicada sólo a pasar un buen rato. Rowse llevaba traje y corbata; sólo Kleist se distinguía de la concurrencia ya que vestía la parda cazadora de cuero de piloto de las Fuerzas Aéreas y una camisa de cuello abierto debajo. De no haber sido quien era, con la reputación que tenía, Abdallah no le hubiese permitido entrar debido a su atuendo.

Aparte del temible portero, Rowse no pudo apreciar ningún otro indicio de que el local fuese una madriguera para gente distinta a esos hombres de negocios, que se mostraban dispuestos a ser despojados de una gran cantidad de dinero en la esperanza, totalmente infundada, de poder llevarse a su casa a alguna de las muchachas de alterne. La mayoría de ellos tomaba champán; Kleist había pedido cerveza.

En la pared detrás de la barra había un gran espejo, que dominaba toda la zona de las mesas. Era un espejo unidireccional; detrás se encontraba el despacho del gerente. Dos hombres estaban de pie ante el cristal, mirando hacia abajo.

—¿Cuál de ellos es tu hombre? —preguntó uno de ellos en voz baja, con esa áspera pronunciación gutural de las erres característica de Belfast.

—Un alemán llamado Kleist. Viene por aquí de vez en cuando. Perteneció a las Fuerzas Especiales. Pero lo dejó, ya no pertenece a ese Cuerpo. Estuvo dos años en prisión por asesinato.

—No me refiero a él —replicó el otro—, hablo del otro, del que está con él. Del británico.

—No tengo ni idea, Seamus. Se ha presentado aquí por las buenas.

—Pues entérate de quién es —insistió el otro—. Yo le he visto antes en alguna parte.

Los dos hombres aparecieron cuando Rowse se dirigió hacia el servicio de caballeros. Rowse había utilizado el urinario y estaba lavándose las manos cuando los dos entraron. Uno de ellos se acercó al urinario, se quedó de pie frente a la taza y comenzó a manipular los botones de su bragueta. Era el más alto y fornido de los dos. El más delgado, un irlandés de buena presencia, se quedó junto a la entrada. Se metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó una pequeña cuña de madera. Entonces se agachó, la dejó en el suelo y la empujó con un pie por debajo de la puerta. Así no recibirían ninguna visita inesperada.

Rowse vio en el espejo lo que el hombre hacía, pero aparentó no darse por enterado. Cuando el hombrachón se apartó del urinario, Rowse estaba preparado. Se dio media vuelta, esquivó hábilmente el primer golpe que el grandullón pretendió asestarle en la cabeza con el puño de su enorme manaza y le dio un puntapié en la rodilla izquierda, lastimándole el sensible tendón que está bajo la rótula.

El grandullón, cogido por sorpresa, gruñó de dolor. La pierna izquierda le falló, se retorció y agachó la cabeza hasta la altura de la cintura. La rodilla de Rowse subió con gran violencia y fue a estrellarse contra la mandíbula de su atacante. Se escuchó el crujido de dientes que se quiebran, y un fino chorro de sangre se escapó por entre los partidos labios del hombre que tenía frente a él. El hombrachón sintió que el dolor le subía por el muslo desde su rodilla magullada. La pelea terminó con el tercer golpe: cuatro nudillos rígidos se hundieron bajo la nuez de Adán en la garganta del hombre. Rowse se volvió hacia el que estaba cerca de la puerta.

BOOK: El manipulador
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