Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
—No te burles de mí, hermano.
Ibn Sina extrajo de una bolsa de cuero unos papeles con dibujos y cálculos numéricos y se los arrojó a su ayudante.
—Tú eres hombre de ciencia. Estudia esto.
El-Massihi comenzó a ojearlos.
—Pero esto no es lo más importante. Hay más, mucho más.
—¿Si esto no es lo más importante, qué puedo serlo? ¿Has encontrado, acaso, la cueva de Alí Babá?
A Ibn Sina le sudaban las manos. No estaba seguro de querer compartir esto con nadie. Se despojó del turbante y de la túnica, dejando al descubierto su escuálido tronco y una diminuta bolsa que parecía pegada a su piel.
—Aquí tengo un documento escrito por mi propia mano. Lo he introducido en un sobre, que luego he lacrado y guardado en esta bolsa.
El médico se sacó por la cabeza la cuerda que sujetaba la bolsa.
—Quiero que la guardes. No pretendas mencionarme nunca dónde. Nadie debe saberlo, ni siquiera yo mismo. Es más, si algún día te la reclamo pregúntame el motivo, y si no estás convencido tampoco me la entregues a mí.
El-Massihi la cogió y la puso en su bolso de médico.
—¡No! Nunca debes llevarla encima... Eres la única persona en la que confío verdaderamente.
—¿Puedo saber qué...?
—No me pidas eso. Es mejor que seas ajeno a su contenido.
Ibn Sina se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿A dónde vas ahora?
—A concluir algo de lo que abomino pero que estoy condenado a emprender.
El
Lancia
atravesó sin detenerse la frontera entre Holanda y Alemania. Hacía horas que el médico y Javier habían abandonado Francia, y en todo ese tiempo sólo descansaron en tres ocasiones, dos para repostar y la otra para tomar un bocado, de modo que dejaron atrás casi ochocientos kilómetros en menos de nueve horas. Pero la noche se les echaba encima rápidamente.
—Debemos buscar un lugar dónde dormir.
—No creo que sea buena idea —respondió Javier sin apartar la vista de la carretera.
—Estarás cansando. Lo estoy yo y no he conducido. Es mejor que pasemos la noche en una cómoda cama y continuemos mañana, no vamos a lograr nada si sufrimos un accidente.
—No estoy cansado, aunque pararemos. ¿Cómo va la herida?
—Mejor, mucho mejor. Los antibióticos están dando resultado, no me ha vuelto a sangrar desde París y la fiebre ha desaparecido ya. En cualquier caso, debo tener cuidado, cualquier movimiento brusco podría provocar una hemorragia.
Era verdad, los calmantes le habían hecho efecto. Únicamente sentía ligeras molestias bastante tolerables. Hubiera estado más cómodo recostado en el asiento de atrás, desde luego, pero prefirió viajar sentado en el asiento del copiloto. No sabía muy bien por qué lo hizo ya que apenas cruzaron palabra desde que perdieron de vista a aquel francés del móvil, el caso es que lo hizo.
—Una noche de sueño y creo que me recuperaré. Es una herida superficial, apenas un rasguño. Tuve suerte.
—La tuvimos los dos. Podíamos haber muerto en el cuatro por cuatro.
—Lo importante es que no pasó, y ahora podemos ayudar a Silvia.
Lo dijo sin pensarlo. Se sorprendió incluso al decirlo, apenas había vuelto a recordar a su mujer desde que oyó la grabación; ¿de qué manuscrito hablaban?, ¿era tan importante como para asesinar a alguien?
Después de oír la grabación intentó comunicarse de nuevo con su esposa, sin embargo el teléfono continuaba apagado o fuera de cobertura.
—No vas a conseguir nada —aseguró Javier cuando el doctor Salvatierra pulsaba las teclas una y otra vez.
—En algún momento tiene que encender el teléfono.
El agente del CNI movió la cabeza en un gesto apesadumbrado.
—Nuestros amigos en Moscú no han conseguido averiguar nada. Todo lo que concierne a ese laboratorio es impenetrable, incluso para la policía rusa; mis jefes se han puesto en contacto con el KGB y sus indagaciones tampoco aportan resultados esclarecedores.
El médico le miró abatido.
—Te lo dijo aquel hombre que nos entregó el coche. Javier asintió.
—El audio ha despejado todas las dudas acerca de tu mujer, la quieren a ella.
El doctor Salvatierra suspiró. La habían engañado, ¡ese Snelling!, no era un trabajo sencillo, y ahora se encontraba sola en alguna parte de Rusia y desesperada. Se preguntó qué podría hacer, en su interior reconocía su incapacidad para enfrentarse a una situación como ésta, no se sentía preparado ni sabía por dónde empezar. Quizá Javier. Su vida parecía ahora a mil años de distancia, el hospital, su casa, ¿cuánto tiempo había pasado realmente? De pronto recordó a David, ¿qué sabía ese inglés?
—Internet.
—¿Qué? —Javier le arrancó de sus pensamientos.
—¿Recuerdas la historia de mi abuelo y mi tía? Aquello que te expliqué anoche.
La noche anterior sucedió hace una eternidad, pensó el médico.
—Sí.
—No te conté cómo rastreé la localización de mi tía.
El doctor Salvatierra dibujó con la mano un gesto impreciso, no tenía muchas ganas de hablar.
—Cuando aquel historiador de San Adriá me explicó lo que le ocurrió a mi abuelo, me enfadé terriblemente. A mi padre le habían arrebatado un padre y una hermana, y a mí un abuelo y una tía, ya sé que ocurrió mucho antes de que yo naciera pero para mí era como si acabara de suceder. Ni siquiera he llegado a saber si mi padre oyó hablar de su hermana alguna vez, mi abuela murió cuando yo era muy pequeño, desconozco si se lo llegó a contar. Imagino que no, el historiador me contó que durante muchos años la gente evitó hablar de lo que les ocurrió, tenían miedo al pasado.
—¿Era cierto todo?
—Lo fundamental sí. Tuve problemas con la policía, aunque sucedió mucho antes de que mi padre falleciera; cuando murió ya era agente del CNI y no necesitaba ayuda para sobrevivir... En realidad no existió ninguna socia, encontré el libro de familia de mi abuelo en el desván de mi padre.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintisiete años.
—¡Veintisiete!
Javier sonrió.
El médico le miraba con incredulidad. No aparentaba más de diecisiete o quizás dieciocho años, podría pasar perfectamente por un adolescente.
—Realmente esta es mi tercera misión. Necesitaban a alguien que pudiera congeniar contigo.
Al confesar esto miró un segundo al doctor. No pretendía hacerle daño.
—Querían a alguien de la edad de David —admitió.
—¿Qué pinta David en todo esto?
El británico le había hablado de David como si conociera su paradero y ahora descubría que el CNI utilizaba sus recuerdos acerca de su hijo. ¿Qué le había pasado a su vida? Se enfureció, se enfureció mucho. Ya estaba harto de sentirse una marioneta en manos de desconocidos, y no lo iba a permitir más. Pese a la ayuda prestada por Javier en su mente germinaba un sentimiento de desconfianza hacia el muchacho, ¿me decía la verdad?
—A cada paso que damos me encuentro con una nueva sorpresa, ¿hay más secretos, Javier? Primero ese británico me habla de David y ahora tú. ¡¿Qué está ocurriendo?!
El agente apretó los labios. Había dispuesto de tiempo suficiente en las últimas semanas para conocer al doctor, sus jefes le proporcionaron la información que precisaba. Le observó de reojo, indudablemente se veía desbordado por las circunstancias, Javier lamentaba haberle engañado.
—Desconocemos qué puedan saber los británicos acerca de tu hijo, te lo prometo. Para mí fue una sorpresa la aparición de esos agentes del MI6. Mis jefes únicamente pensaron que te sentirías más predispuesto a simpatizar con una persona que aparentara la edad que tu hijo tendría en estos momentos.
El médico calló. Continuaba enfadado.
—A lo que iba —prosiguió Javier, como si la interrupción del médico no hubiera existido—, estuve un tiempo cabreado con todos, eso me impedía seguir hacia delante. Le daba vueltas a cosas que no podía evitar pues ocurrieron mucho antes de que yo naciera, y eso fue un error que pude pagar caro. El descubrimiento del libro de familia coincidió con mi primera misión como agente de campo, y la cagué.
Al médico le disgustaba ese lenguaje aunque no le corrigió.
—Tuve que infiltrarme en un grupo de adolescentes neonazis. Alguien les entrenaba en el uso de las armas y mi cometido era descubrirlo, pero no lo logré, me impliqué demasiado y acabé por delatarme. —Había bajado la voz, como si temiera encontrarse aún en aquellas circunstancias—. Afortunadamente me sacaron a tiempo y ahora lo puedo contar.
El doctor Salvatierra no sabía a dónde quería ir a parar.
—Aprendí un par de cosas, y una de ellas es que hay que mirar siempre hacia delante para que no te tropieces al andar, y eso hice, busqué en Internet indicios que me pudieran llevar hasta mi tía. Y ocurrió. Encontré una asociación de exiliados que conocían su paradero.
—¡¿Qué diablos quieres decir?! ¡¿Qué en Internet hallaré la solución a esta insensatez?! ¡¿Qué en Internet puedo encontrar a Silvia y a David?..' oh, vamos.'
Javier le dio un respiro.
Álvarez aporreaba el teclado del ordenador, las cosas no marchaban como había planeado. Aquellos árabes complicaban la misión hasta extremos que no consideró en un principio, y eso le ponía nervioso. Y por si fuera poco se vio obligado a retirar a los tres agentes y, lo que es peor, tuvo que inventarse de improviso unas explicaciones más o menos razonables para esa comisaria francesa que metía la nariz en sus asuntos.
—Menos mal que Dávila continúa con su trabajo —dijo mientras se estiraba en su sillón de piel.
A renglón seguido se incorporó, abrió el primer cajón de su mesa y sacó un anillo de su interior. Jugueteó con él entre los dedos sin fijarse en el dibujo y luego se detuvo a contemplarlo, hasta que el timbre del teléfono lo apartó de sus ensoñaciones.
—Al habla Álvarez.
—Buenas, señor. Le llamaba para saber del... operativo. —La voz sonaba titubeante.
El director de Operaciones del CNI se tomó un segundo para responder.
—Te noto preocupado, ¿temes acaso haberte equivocado?
—No, no, por supuesto que no. Es el adecuado.
—Tú lo conoces mejor que nadie.
—Hace años que no le veo.
—¿Crees que el doctor ha cambiado?
—No lo sé. —La voz calló un momento—. No, no creo que haya cambiado. Sigo pensando que hemos acertado.
—Pronto lo veremos.
Las sirenas habían desaparecido hace rato. Jeff y Alex viajaban en la última fila de asientos de un autobús de línea regular, los ojos turbios de la noche pasada en vela, el gesto cansado, casi derrumbados, todavía con el susto en el cuerpo. Consiguieron huir pese a las nulas probabilidades de escape de que disponían cuando el teléfono fue localizado, pero el policía actuó rápido. Al oír las primeras sirenas le arrancó el móvil de las manos a Alex, lo arrojó tras un banco y la empujó hasta un autobús a punto de emprender la marcha. Fue una suerte emerger a la superficie junto a la estación. Pocos minutos más tarde la zona se llenó de coches patrulla y agentes de paisano, aunque ellos ya escapaban de Londres.
Jeff reflexionaba con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Había tirado por la borda todos sus años de servicio por una mujer a la que cuarenta y ocho horas antes no conocía de nada. La veía dormir en el asiento contiguo. Un movimiento involuntario de sus labios, quizá un mal sueño, despertó en él una ternura que creía haber perdido cuando murieron su mujer y sus hijos. Abrió la mochila, sacó una petaca de güisqui y tomó un largo trago. Miró el reloj, ya estarán todas las carreteras intervenidas, había que darse prisa. La primera parada del viaje sería Guilford, donde cambiarían de transporte para dirigirse a Plymouth. Una vez allí, aguardarían una oportunidad para embarcar con destino a España, poco antes de dormirse le había confesado a Alex que la situación no pintaba bien; el acceso a los aeropuertos estaría muy controlado, si querían viajar a San Petersburgo la única solución era cruzar el Canal de la Mancha.
Alex bostezó ruidosamente.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—¿Así cómo?
—Mirándome dormir. Jeff se sonrojó.
—No..., yo no...
—¿Queda mucho? —Le cortó Alex divertida.
El policía encogió los hombros y desvió la mirada. El cielo mostraba un color apagado que oscurecía el campo y las casas que bordeaban la carretera.
—Jamás me había pasado, ¿sabe? Es una sensación extraña. Siempre que le he necesitado ha estado ahí, a mi lado, incluso cuando se encontraba a miles de kilómetros le he sentido cerca... y ahora... ahora no lo siento..., es como si hubiera desaparecido. ¿Puede existir un lazo invisible entre los dos? ¿Se ha roto? No sé si desvarío pero ahora mismo noto un vacío aquí —se tocó el torso a la altura del estómago—, un hueco que jamás había advertido, ni siquiera después de que mi madre muriese.
—¿Están muy unidos?
—Sí, lo estamos..., lo estábamos...
—No sea pesimista. Una llamada no significa nada. Lo importante ahora es que lleguemos a San Petersburgo y podamos hablar personalmente con él, ¿no le parece?
—Sí, quizá..., quizá exagere. No es sólo la llamada. No puedo explicarle lo que siento, no sé cómo describirlo, es algo casi físico. ¿Es creyente?
—¿Creyente? No sé. Si quiere decir si tengo fe en algo espiritual... No, no la tengo. En un tiempo sí aunque ahora no me quedan fuerzas.
—¿Qué pasó?
—Nada. —Jeff bebió otro trago largo de la petaca y luego se limpió los labios con el dorso de la manga mientras volvía a contemplar la carretera.
Alex estaba convencida de que en ese momento el policía sufría por su pasado. ¿Una separación? Se incorporó y le miró a los ojos.
—Yo sí creo y por eso tengo miedo.
El policía asintió pensativo.
El autobús que los recogió en Guilford los dejó más tarde en Camber Road, una calle de Plymouth paralela a la terminal de los ferries que recorren el trayecto marítimo hasta Santander, en España, y Roscoff, en Francia. Callejearon con cautela hasta la estación y se detuvieron enfrente, detrás de una docena de taxis que esperaban la llegada de algún barco. El inspector hizo el amago de adelantarse y Alex lo interrumpió.
—Ven.
Le sujetó del brazo y tiró de él hasta un taxi, una vez dentro pidió al conductor que los llevara hasta el club náutico más cercano. El policía se sentía desconcertado. Pararon en Custom House Lane, una pequeña calle con edificios de cuatro plantas a un lado y un club náutico con embarcadero al otro. Alex había recordado que unos meses antes la invitaron a una fiesta en un yate que partió de ese mismo club. Quién le iba a decir que aquel festejo podría suponer algún día su salvavidas.