El manuscrito de Avicena (25 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Alex permanecía en la oscuridad de la estrecha calle donde desvistieron al conductor, allí esperaba a que Jeff le enviara alguna señal de que todo había ido bien. Sin embargo, el tiempo se sucedía sin que se produjera ningún cambio. Se levantó de su improvisado asiento, una caja de madera que, por el olor, alguna vez debió contener pescado, supuso la inglesa, y se frotó los brazos para recuperar el calor. Hacía mucho frío, cada vez más. En esa época del año San Petersburgo ya no era una ciudad helada, y aunque ella procedía de Inglaterra, donde la temperatura no es precisamente alta, estaba más acostumbrada a la lluvia que al viento glacial procedente del Báltico. Salió de Londres con una chaqueta de cuero ceñida y unos pantalones negros de tergal, suficiente en esa estación del año para Inglaterra, no para Rusia, por no hablar de que no contaba con guantes ni gorro, ni siquiera bufanda. A medida que pasaba la noche, sus dedos y sus orejas se tintaban de azul, un azul amoratado que dolía. Pero a pesar del dolor, se resistía a buscar cobijo.

Pensó en dar una vuelta para mover las piernas aunque no pretendía alejarse demasiado, de modo que únicamente caminó hasta el final del callejón, desde donde podía ver la entrada a los laboratorios. No recordaba que hubiera tanto tráfico el día que visitó a su padre, quizá, supuso, al entrar por el acceso peatonal no prestó atención. En cualquier caso, tenía la sensación de que ese continuo ir y venir de vehículos no era habitual.

De repente tembló por un escalofrío, comenzaba a preocuparse. El frío no era su única preocupación, ni siquiera su preocupación más acuciante. Hacía rato que experimentaba una sensación extraña. No podía precisar qué es lo que la inquietaba, le nacía en el estómago y ascendía hasta la garganta, dificultándole la respiración. Por momentos se decía que eran simples imaginaciones, proporcionándose a sí misma el valor que veía flaquear, e instantes después oía el crujir de una hoja, el sonido hueco de un paso en la acera o el murmullo de un motor, y su corazón se precipitaba en un latir rápido y desajustado que creía la llevaría al paroxismo inminentemente. Hasta ahora sólo habían sido espectros que reflejaban su propia inseguridad, la cosa cambió cuando el peligro sonó a verdad, una verdad inconfundible, un coche que se detiene a cinco metros, voces de hombres, pasos apresurados en su dirección... Todo parecía confluir en ella.

Jeff no se percató hasta que fue demasiado tarde. Al abrirse la puerta se topó de nuevo con el ruso que le había facilitado las indicaciones. Parece que el maldito enano no me va a dejar respirar, lamentó al encontrarse otra vez frente a él.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué vistes ese mono? —Le espetó bruscamente.

La situación se complicaba aún más, a pocas decenas de metros divisó a más de una veintena de personas uniformadas con el mismo mono azul, que sin duda acudirían de inmediato en auxilio de su compañero si éste comenzaba a gritar. No podía arriesgarse a un enfrentamiento.

—No puedo decírtelo. Es una operación secreta... —balbuceó en un intento de encontrar una idea que le salvara.

—¿Una operación secreta? Mira, no me creo nada, eres un vulgar ladrón... o, peor, un espía... Voy a avisar a seguridad —afirmó amagando con volver sobre sus pasos.

—¡No! Por favor, no lo hagas —Jeff sacó el arma y apuntó al ruso en el vientre—, si lo haces me veré obligado a disparar, y esta pistola es muy silenciosa, te lo aseguro.

El ruso sonrió.

—¿De qué te ríes? —Le preguntó malhumorado el inspector.

—Eres de los míos... Me gustas... Creo que tú y yo podemos llegar a un acuerdo. Tal vez sea ventajoso para ambos, ¿no te parece?

Dudó unos segundos, observando alternativamente al ruso y a sus compañeros, que trabajaban a poca distancia.

—¿Qué quieres? —Se decidió al fin a preguntar.

—¿Qué crees? Dinero, ¿qué iba a ser si no? —Le encajó con una mirada encendida de codicia.

El inspector hizo cuentas de memoria: apenas llevaba cheques por valor de veinte libras en el bolsillo después de los gastos del viaje, y eso no sería suficiente para saciar la sed de esta calaña.

—No tengo. Si quieres puedes registrarme los bolsillos —aseguró el inspector.

El ruso parecía enfadado.

—¡No puede ser!

—Ya te lo he dicho, no cuento con dinero. Tendrá que ser otra cosa —sugirió en un intento de mantenerlo distraído en tanto se le ocurría alguna forma de escapar de la situación.

—Puede haber algo... Dame ese anillo.

—Ni hablar... —El inspector contempló unas décimas de segundo la alianza, era lo único que le quedaba, no podía entregarlo a un desconocido.

—Puedo ayudarte o perjudicarte... Tú decides —cortó el joven operario.

No había alternativa. Si quería que esta chusma no lo delatara, debía acceder a su petición. Escondió la pistola en la cintura, se sacó el anillo de mala gana y se lo entregó con una mueca de disgusto. A continuación lo amenazó con matarlo si lo engañaba y le exigió que lo condujera hasta el despacho del doctor Brian Anderson, el responsable del área Lingüística del laboratorio. El ruso cerró el puño con el anillo dentro, se lo metió en el bolsillo y se giró hacia sus amigos. Jeff se temía lo peor, de modo que lo encañonó por la espalda tratando de ocultar el arma.

Los dos caminaban despacio y muy juntos a través de una vereda rodeada de árboles. Una mirada detenida hubiera hecho sospechar, pero las sombras de la noche jugaban a favor de Jeff.

A medida que se alejaban de la zona de camiones, el número de personas que pululaba iba disminuyendo. El grueso del personal estaba concentrado en la mudanza, por lo que Jeff se relajó lo suficiente para disminuir la presión sobre la cintura de su guía. Poco después, el operario se detuvo frente a un edificio de tres plantas ocupado por el servicio de seguridad y las oficinas de gestión del recinto, según explicó a Jeff, y le señaló, a la izquierda una construcción más pequeña, también de color gris, que albergaba los despachos de los científicos responsables de proyectos.

—Es ahí.

—Muy bien, continúa.

—Yo no voy a entrar. Ya he cumplido mi parte —advirtió mientras se daba la vuelta con la intención de regresar al parking.

—¡Tú no te mueves de mi lado hasta que encuentre al doctor Brian Anderson!, ¿entiendes? —Puntualizó el policía mientras le apretaba con el cañón del arma en las costillas—. Ese anillo vale mucho dinero, y si te lo he dado es para que me sirvas de algo más que de guía turístico. Sigue hacia el despacho.

Tiró de la chaqueta del ruso para que reemprendiera la marcha, y lo hizo con tan mala fortuna que tropezó con el borde de la acera perdiendo el equilibrio unos segundos. El operario aprovechó el desliz y le lanzó un puñetazo que se perdió en el aire al apartarse Jeff a tiempo; no podía darle una segunda oportunidad, aunque su contrincante era más bajo había demostrado una agilidad peligrosa, así que le agarró del brazo y le puso la boca de la pistola en el pecho, luego le obligó a girarse y le golpeó con la empuñadura en la base del cráneo.

Tras confirmar que nadie había presenciado la pelea, arrastró e cuerpo hasta unos contenedores y lo escondió entre unos arbustos. No tardaría mucho en despertar, y cuando lo hiciera sufriría una enorme jaqueca; había que darse prisa. Echó un vistazo alrededor para convencerse de que no sería fácil descubrirle antes de la salida del sol, y a continuación se agachó y buscó la alianza en sus bolsillos; cuando se la entregó ya sabía que no le dejaría marchar con la joya, antes o después habría tenido que atizarle. Aún era noche cerrada, sin embargo no quedaba mucho tiempo para que amaneciera, debía actuar con rapidez. Se encaminó hacia el edificio que le había señalado el ruso y tras cinco pasos se detuvo como si hubiera olvidado algo, se giró y regresó hasta el cuerpo inconsciente, se paró ante él, le miró un segundo y le propinó una patada en las costillas. A continuación suspiró como s se hubiera quitado un peso de encima y se dirigió hacia la oficina de padre de Alex.

Al caminar en esa dirección notaba cómo se le iba relajando la tensión de los músculos y volvía a pensar con frialdad. Los últimos minutos fueron estresantes y su nivel de adrenalina había aumentado considerablemente, juzgó que había actuado de forma adecuada aun que comprendía que hasta ese momento había contado con demasiada suerte. En cualquier instante podrían volverse las tornas, era aconsejable proceder con mayor prudencia.

La entrada al edificio no estaba protegida por ninguna clave alfanumérica ni existía un control de seguridad en la puerta. Debía ser, imaginó Jeff, que en estos despachos no albergaban nada de valor, o quizá confiaban en que la vigilancia del perímetro fuese lo suficientemente eficaz para proteger las instalaciones al completo. La puerta se abrió con un clic silencioso y el inspector se encontró en un largo pasillo de paredes de plástico opaco. A cada lado una decena de oficinas, todas con las luces apagadas salvo una, justo a la mitad del corredor. El inspector se acercó hasta el despacho iluminado, en la placa de la puerta leyó el nombre del padre de Alex, otra vez la maldita suerte sonó en su cabeza. Giró la manilla y entreabrió la puerta, en el interior un hombre de pelo canoso y bata blanca revolvía en unos cajones de espaldas a Jeff.

—¿Doctor Anderson?

El individuo se volvió bruscamente. Llevaba gafas de aumento de pasta negra y en su mirada Jeff descubrió que algo no marchaba.

—Yo... sólo estaba recogiendo algunas cosas personales... pero, descuide, me voy ya. Puede continuar con su trabajo —respondió sin firmeza en la voz.

Jeff no acertaba a comprender aunque estaba seguro de que aquel hombre no debería encontrarse en ese despacho.

—¿Qué hace usted aquí?

—Yo era su ayudante... Entienda que hemos compartido mucho trabajo. Debía recuperar algunos papeles... —Le costaba hablar, de vez en cuando se limpiaba la frente con un sucio pañuelo y miraba nerviosamente su reloj.

—Tengo que comunicar su intrusión a mis jefes. —El inspector había decidido jugar esa mano.

—No, por Dios, no haga eso.

—Explíquese. Dígame qué hacía realmente en este despacho.

El individuo contrajo los músculos de la cara en un gesto de desconsuelo. Sabía que le habían sorprendido
in fraganti.

—Me llamo Abe Dickinson. Trabajaba para el doctor Anderson en un proyecto y... —Se detuvo un momento y echó un vistazo a la salida, como si temiera que alguien fuese a aparecer—. Hay algo que ha desaparecido. Yo sólo trataba de buscarlo... No estaba haciendo nada malo, se lo aseguro.

—¿Trabajaba para el doctor Anderson? ¿Eso quiero decir que ya no trabaja aquí, que lo han despedido?

—No, no, en absoluto. Continúo trabajando, aunque no para Anderson, él... ¿pero usted realmente no sabe qué le ha pasado?

El rostro del inspector se volvió blanquecino, sus ojos brillaron de sorpresa y sus manos sufrieron un temblor. El ayudante de Anderson acabó por vislumbrar que él tampoco era quién decía ser.

—¿Quién es usted? —La suerte era caprichosa.

Jeff se apoyó en la pared. Necesitaba pensar con claridad, al padre de Alex le había sucedido algo, posiblemente un hecho funesto, no había otra explicación. No contestaba al teléfono, no trabajaba ya en los laboratorios, alguien les perseguía, no había que ser muy listo.

—¿Qué le ocurrió a Anderson?

—No puedo contestarle a esa pregunta a menos que me explique quién es usted. —Todo rastro de desesperación había desaparecido de la voz del ayudante de Anderson, comprendía que ya no tenía nada que temer, su interlocutor no trabajaba para los laboratorios de modo que no podría delatarle.

—Está bien, créame si le digo que soy amigo de Anderson, bueno..., más bien de su hija.

—¡Alex! ¿Es amigo de Alex? —El ayudante de Anderson sonrió, un segundo después su sonrisa se alteró hasta transfigurarse en una mueca triste—. ¿Dónde está?

Jeff señaló hacia atrás.

—Aquí cerca —dijo con desconfianza—, ahora dígame qué le ha ocurrido a Anderson.

—Le han asesinado. —Las palabras sonaron como un gong, Jeff lo había presentido desde un principio y no quiso verlo—. ¿Y ahora cómo se lo digo?

—Tengo que hablar con Alex.

—Será lo mejor, pero debemos darnos prisa.

Dickinson asintió y le pidió que aguardase un instante. Jeff dudaba, le miró con suspicacia unos segundos y después se apartó de la puerta; no hay manera de saber si es un error, se dijo. El ayudante de Anderson no tardó en regresar, traía una bata blanca y una linterna en la mano.

—Existe una salida de emergencia. Supuestamente sólo la conocen los jefes de proyecto pero Anderson era un buen hombre, siempre se preocupó de la gente bajo su mando; le echaremos de menos.

Hablaba con un rastro de melancolía en la voz. Le tendió la bata, es más segura, dijo, para moverse por según qué áreas.

Caminaron unos centenares de metros a través de una oscuridad que se intuía desaparecería en menos de una hora. Al atravesar unos matorrales se encontraron con un cruce de calles, viraron a la izquierda y continuaron andando seis o siete minutos, después volvieron a girar; Jeff había perdido todas sus referencias, intuía que se dirigían hacia el norte. Hubo un momento en que Dickinson pareció dudar, si incluso él se perdía solo no hubiera llegado a ninguna parte, reconoció. De pronto el ayudante de Anderson se detuvo y señaló una abertura en el suelo de poco más de un metro de ancha. Al asomarse descubrió una escalera que descendía hasta una puerta. Dickinson lo apartó, bajó los escalones e introdujo una tarjeta en un panel a la izquierda de la puerta. Entonces la puerta se abrió con un siseo metálico.

Jeff no estaba seguro de que fuera buena idea aunque tampoco era prudente permanecer demasiado tiempo al pie de las escaleras, en medio de un parque sin árboles rodeado de edificios de una planta. En aquel lugar cualquier persona podría descubrirlo desde una de las decenas de ventanas que veía a su alrededor. Finalmente, cuando ya no divisaba a Dickinson, se decidió a seguirle.

Si arriba estaba oscuro, pese al alumbrado de algunas pocas farolas, abajo se halló en las tinieblas más absolutas. Llamó en voz baja a Dickinson y éste no respondió. Dijo de nuevo el nombre del ayudante de Anderson, en esta ocasión un poco más alto, y oyó al fondo la voz de éste. Sus manos temblaban por el frío.

Persiguió a la voz a través de un corredor que olía a humedad. Dos minutos más tarde distinguió una negrura menos definida frente a él, como un punto grisáceo en medio de una boca negra, enorme, que lo llenaba todo. Era la salida. Poco después encontró una escalera parecida a la primera y una puerta abierta que lo llevó al exterior, concretamente a una calle desierta iluminada por luces anaranjadas.

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