Read El manuscrito de Avicena Online
Authors: Ezequiel Teodoro
Javier se mantenía callado.
—Necesito pensar un poco más.
Manipuló el GPS para buscar un hotel y regresó a su mutismo. En su mente se agolpaban aún las sensaciones de angustia, miedo y desconcierto. ¿Por qué a mí? Era un simple médico de familia, no tenía enredos con la policía, la única explicación es que se hubieran confundido. ¿O no? Agradecía el silencio de su compañero de viaje, los jóvenes hablaban y hablaban sin respetarle a uno. Si no hubiera sido por él, quién sabe. Le echó un vistazo, a la luz mortecina de las farolas adivinaba en él un gesto de inquietud.
—No se preocupe, seguro que fue un error. Buscarían a otra persona.
Javier movió los labios en una mueca que pretendía ser una sonrisa y volvió los ojos hacia el paisaje.
—Ok, si tú lo dices.
—¿No me cree?
—Puedes tutearme.
—Insisto, ¿no me crees?
El joven volvió la cara.
—No te conozco de nada. Todo lo que le has contado a la Guardia Civil podría ser mentira. ¿Tú me creerías?
El médico guardó silencio. A la derecha se abría una calle de almendros y bonitas casas de ladrillo amarillo, al fondo un cartel luminoso anunciaba un hotel de tres estrellas.
—Supongo que no.
—Eres médico, no posees propiedades ni dinero de herencias ni nada por el estilo, viajas a San Petersburgo en coche, que está la tira de lejos, para ver a tu mujer, y dos individuos tratan de robarte. No hay explicación posible. A menos que...
—Viajo en coche porque no soporto el avión, ¿entiendes? Y qué demonios significa ese a menos que.
—A menos que... me mientas o que tenga que ver con tu mujer. ¿Qué hace ella concretamente?
El médico no contestó. Salió del coche, se acercó al maletero y agarró una de las maletas, la que parecía menos deteriorada. Todo esto es absurdo.
Entró en el hotel seguido por Javier; la recepción era pequeña, apenas un mostrador de negro azabache y, detrás, un estante de madera con llaves colgadas de casilleros con los números de habitación. Un hombre con cejas y bigote poblados les pidió la documentación para rellenar la hoja de filiación. No lo habían hablado en el coche, no obstante el médico daba por hecho que Javier se alojaría en el hotel.
—No tengo dinero —susurró el joven.
—¿Nada?
—No lo suficiente.
—Bueno, ya resolveremos eso más tarde. De momento dormirás en mi habitación.
—Ok.
Tomaron la llave y se dirigieron al cuarto que el recepcionista les asignó. El médico caminaba detrás arrastrando su maleta por una gastada alfombra marrón, en una mano el asa de la maleta y la llave y la otra en el bolsillo. A los lados desfilaban, de dos en dos, oscuras puertas de caoba de enorme solidez; las paredes, recubiertas de una tela a juego con la alfombra, encogían la percepción del espacio hasta reducirlo a límites que únicamente podían soportarse por la intensa brisa del aire acondicionado. La habitación del doctor Salvatierra era la penúltima de la derecha.
Mientras se duchaba el médico no dejaba de meditar acerca de la posibilidad que había expuesto su acompañante. ¿Y si se trataba de Silvia? No era la primera vez que se metía en líos, recordaba muy bien lo de Kosovo y lo de El Cairo. ¿Se encontraría de nuevo en problemas? Le había asegurado que era un trabajo fácil, que dedicaría la mayor parte del tiempo a hacer turismo, y deseaba creerlo, pero y ¿si no fuera así? En Kosovo intervino Asuntos Exteriores, quizá el asesor del director general... ¿cómo se llamaba? La temperatura del agua de la ducha aumentó varios grados de repente.
—¡Joder!
—¡¿Te pasa algo?!
La voz de Javier le llegaba amortiguada por la puerta del baño y el agua de la ducha.
—Nada, nada.
Parece un buen chico. ¿Qué irá a hacer tan lejos? Reguló el grifo y acabó de enjuagarse, demorándose perezosamente para relajar la tensión de la espalda, agarró su toalla —llevaba en el equipaje un par, no le agradaba usar las del hotel— y se secó con lentitud. Fuera, Javier esperaba sentado en una de las dos camas, apoyada la espalda en su mochila y con los pies sobre las sábanas mientras oía música a través de sus cascos.
—Vas a dormir ahí.
—¿Qué?
—Los zapatos.
Javier se miró los pies con desgana y los bajó al suelo. El médico le señaló la puerta del baño.
—Es tu turno.
El restaurante del hotel consistía en una minúscula sala en el sótano de paredes color amarillo chillón y manteles de papel a cuadros rojos y blancos. Un camarero de pajarita negra y camisa de un blanco sucio trajo al médico una cerveza, una ensalada con huevo y un sándwich de queso, y una coca—cola y una hamburguesa con patatas para Javier; la ensalada templada y el sándwich, la hamburguesa y las patatas, fríos.
El médico comía con apatía pensando de nuevo en lo que le había ocurrido. No había solución posible, quizá el chico tenga razón y Silvia vuelva a estar en un aprieto. Desde que se marchó a San Petersburgo habían hablado unas cuantas veces, al principio se esforzaron en mantener el contacto, si bien con los meses el número de llamadas fue descendiendo y ya hacía dos semanas que no sabía nada de ella. Guardaba su número de teléfono en el móvil, sin embargo no se atrevía a telefonearla, la última vez parecía que no supieran qué decirse.
—¿Tengo razón?
—¿Qué?
Javier dio un sorbo a la coca—cola y le miró a los ojos.
—Tiene que ver con tu mujer, ¿verdad?
El doctor Salvatierra no respondió. No quería contestar a esa pregunta, responderla significaba hablar de ella, explicar qué hacía allí, por qué se había ido, aceptar que él la había empujado a marcharse, recordar a su hijo.
—Si no mentiste a esos agentes, no existe explicación alguna sobre lo que ha ocurrido, Y no me lo creo, tío.
—¿Tío? No soy tu tío ni desearía estar en su lugar. Habla con más respeto, chico o te quedas en la cuneta.
Javier se incorporó en el asiento.
—Perdona, no quería mosquearte. Es sólo que, bueno, querría ayudarte; pero allá tú si no necesitas ayuda. Total, me dejas en Murino, o cerca, y no te vuelvo a ver más.
—De acuerdo, tienes razón. Creo que está relacionado con Silvia, aunque no sé por qué.
—¿La has llamado?
—No, no sé dónde he perdido ese maldito aparato.
Los dos se mantuvieron unos minutos en silencio.
—Es científica, trabaja en el CSIC. La contrataron para una investigación en San Petersburgo mañana hará exactamente un año. Desconozco cuales son los detalles de la investigación, no me contó nada por motivos de confidencialidad y yo tampoco le pregunté. La verdad es que últimamente no hemos hablado demasiado.
Javier se había recostado en su asiento, escuchaba al médico con atención moviendo la cabeza de vez en cuando como si asintiera.
—Hablamos por última vez hace dos semanas, desde entonces no se ha vuelto a poner en contacto conmigo... ni yo la he telefoneado. —Levantó la vista hacia su compañero de mesa—. Cosas de matrimonio, ya sabes... Si algo le hubiera ocurrido...
A esas alturas la voz ya no le salía de la garganta. Apoyó los codos en la mesa y comenzó a acariciarse el lóbulo de la oreja derecha; en la mesa, los platos con los restos de la comida descansaban como mudos testigos de la conversación. Javier fue a decir algo pero lo dejó en un gesto interrumpido y volvió a recortarse en la silla.
En el parking del hotel, un
Renault Laguna
se detenía junto a un todoterreno y del coche descendían dos hombres. Uno de ellos se agachó, y colocó un aparato bajo el vehículo del doctor en tanto el segundo vigilaba. Cinco segundos después se montaron en el automóvil y el conductor pisó el acelerador, perdiéndose inmediatamente entre las calles.
—¿A qué se dedica exactamente tu mujer? Quiero decir, es científica, sí, ¿pero qué hace?
—Empezó a estudiar medicina aunque en cuarto abandonó y comenzó química. Se especializó en química analítica, siempre le ha gustado jugar a detectives.
—¿Detectives?
—Básicamente su trabajo consiste en descomponer un material en los elementos más sencillos que lo componen, y de nuevo recomponerlo. Y, créeme, es buena. Aunque ganó una plaza en el CSIC hace veinte años, ha colaborado con laboratorios de prestigio internacional, y recibido premios por ello. Hacía cuatro años que no aceptaba ningún encargo... —La voz del médico se tornó profunda.
—¿Qué pasó?
El doctor Salvatierra suspiró, se levantó lentamente y negó en silencio.
—No es momento de hablar, mañana debemos partir temprano.
Javier asintió indeciso y se incorporó.
—¿Conocías a quienes la contrataron? —Le preguntó ya en pie.
—Fue el doctor Charles Snelling. Colaboró con él en el desarrollo de un proyecto en Inglaterra, hará unos diez años de aquello; desde entonces hemos coincidido en unas cuantas ocasiones, en congresos, conferencias y sitios así. N o me parece mala persona, un poco presuntuoso tal vez, está emparentado con un conde, un duque o algo así, pero es un buen profesional.
El médico proporcionó el número de habitación al camarero. Después él y Javier entraron en el ascensor y subieron al primer piso; pasaban de las doce de la noche y la recepción se hallaba en penumbra aunque el pasillo continuaba iluminado. Camino de la habitación el doctor Salvatierra se preguntaba cómo había sido capaz de invitar a ese chico a continuar viaje con él y, lo que es más importante, a dormir en su misma habitación. Quizá la soledad. Se parece mucho a David, ¿no? La imagen de su hijo regresaba una y otra vez a su mente para hacerle sentir siempre culpable. Lo más importante ahora es saber qué está pasando con Silvia. Abrió la puerta y pasó al cuarto seguido por Javier, que inmediatamente se acostó tal y como estaba.
—¿No tienes pijama?
—¿Pijama? —Javier sonrió y señaló la mochila tirada en el suelo al pie de su cama—. Sólo viajo con eso. Y ahí no caben muchas cosas, tío..., digo, doctor.
El médico se quedó mirándolo desde la puerta del baño. El joven lucía un pendiente blanco, vaqueros desteñidos, camiseta negra con unos símbolos que no conseguía identificar, seguramente letras chinas, un tatuaje en el brazo derecho: «Llega antes, llega primero», y unas zapatillas deportivas de color blanco. ¿Será seguro dormir con él? Inspiró y expiró profundamente, entró luego en el baño, se cambió de ropa, se lavó los dientes y las manos, salió y se sentó en su cama frente a Javier.
—Ahora que conoces mi situación y si vamos a ser compañeros de viaje, merezco saber qué haces aquí, para qué vas tan lejos y, sobre todo, cuál es el motivo por el que no cuentas con dinero. ¿No crees?
El joven apagó el Ipod, se quitó los auriculares con los que había estado oyendo música desde que el médico entró al baño y se incorporó.
—No creas que soy uno de esos quinquis que viaja de gorra. Soy universitario, estoy en segundo de Bellas Artes.
Se levantó un poco hasta situarse a la altura del médico.
—Mi padre falleció hace seis meses. Trabajaba en unos bocetos, era aparejador, cuando sufrió un infarto; por mucho que hicieron en la ambulancia, no consiguieron que sobreviviera. Fumaba mucho y bebía bastante, sobre todo desde la muerte de mi madre.
El joven continuó hablando durante mucho rato. Le contó al médico que la situación del negocio de su padre era cuando menos preocupante y que su socia se había apoderado de lo poco que se podía salvar y él, de repente, se encontraba sin ni siquiera un lugar dónde vivir. Era demasiado mayor para una casa de acogida y su tutora legal, la socia de su progenitor, no había querido saber nada de él en cuanto tuvo problemas con la policía. Algún alboroto en la facultad, una borrachera descontrolada, y se vio en la calle sin saber a quién recurrir. Después algunos vecinos le ayudaron, hasta que se cansó de pedir limosna y de dormir en casa de unos y otros.
—¿Tus padres no tenían familia?
—Los dos eran bastante mayores, mi padre se casó con más de cincuenta años y mi madre pasados los cuarenta, y no tenían hermanos.
—¿Y a qué vas a San Petersburgo?
Javier calló unos segundos. Recordar a sus padres removió sus sentimientos.
—La socia de mi padre me había prestado un trastero para guardar lo poco que no perdí de mi familia. Una noche, hará unos dos meses, forcé la puerta y entré allí para dormir; mi intención era pasar un par de noches, sólo hasta que encontrara un lugar mejor. No tenía qué comer así que rebusqué entre las cosas de mi padre por si encontraba algo de valor, y me tropecé con el libro de familia de mi abuelo. Le eché un vistazo por curiosidad, Jordi Ubillos, así se llamaba mi abuelo, casado con María Fernández, hijo: Germá Ubillos, mi padre, e hija: Mercé Ubillos.
Al llegar a esa parte de la confesión, su rostro se coloreó de rojo y unas pocas gotas de sudor resbalaron por sus sienes.
—¿Tenías una tía?
—Sí, sólo que no lo sabía. Mi padre jamás me había hablado de ella; según el Libro de Familia, nació en el treinta y cuatro, así que debe tener ahora, si vive...
—Setenta y ocho años.
—Exacto.
Un relámpago iluminó la calle por un momento, varios segundos después un trueno rompió el silencio de la ciudad y la lluvia golpeó los cristales de la ventana, primero suavemente, más tarde como el tamborileo de un ejército. El médico se aseguró de que la ventana estuviera bien cerrada y se sentó de nuevo.
—Después de muchas gestiones en Barcelona, mi padre había nacido allí, pude averiguar qué había pasado. Mis abuelos y mi tía consiguieron llegar a Valencia tras la rendición de Cataluña, y allí se encontraron con el hambre y la miseria; la gente sobrevivía arracimada en los portones sin apenas nada que llevarse a la boca, las bombas seguían cayendo y no había día que no muriesen centenares de personas en la ciudad, algunos conocidos de mis abuelos, gente que vivía en la casa de arriba o que eran del Partido. Todo esto lo conseguí averiguar por un tipo del pueblo de mi abuelo, de Sant Adriá de Besos. Es una especie de historiador local y, casualmente, su padre fue amigo de mi abuelo.
A medida que contaba la historia sus pupilas se dilataban y su voz envejecía. Era como si él hubiera vivido aquello en primera persona, como si, a falta de una vida en estos momentos, viviera la de sus abuelos como algo propio. Y esa emoción también se contagiaba al médico, que escuchaba atento las explicaciones de Javier acerca de cómo fue para ellos la rendición, qué les supuso, qué sintieron al perder la guerra. El dador Salvatierra conocía sus estragos a través de documentales, películas y libros, con todo nunca la había descubierto de labios de uno de sus protagonistas, o de uno de sus descendientes. Jamás se había interesado por los detalles de la Guerra Civil, tal vez porque su padre se alimentó en el bando ganador y él tampoco sufrió necesidades. Ahora contemplaba aquellos años desde los ojos de Javier.