—Sí, a un plato sopero. O más exactamente a un platillo. Un platillo de esos que se usan en las orquestas —precisó Serviss, abriendo y juntando las palmas de sus manos como si quisiera aplastar una mosca.
—Un platillo volador —resumió Wells, deseando que continuara.
—Exacto. Según leí en los cuadernos, una expedición reciente al Polo Sur había encontrado la máquina enterrada en el hielo de la Antártida. Al parecer, se había estrellado accidentalmente en una cordillera montañosa, lejos del mar, y los científicos supusieron que el artefacto podía volar, aunque no pudieron abrirla, pues carecía de escotilla o cualquier cosa semejante.
—Entiendo. Pero ¿por qué pensaron que provenía de otro planeta? —preguntó Wells—. Podría tratarse de un artefacto de fabricación alemana, por ejemplo. Los alemanes realizan continuos experimentos sobre…
—No —le interrumpió tajante Serviss—. Bastaba verla para comprender que había sido construida con una tecnología muy superior a la que podrían tener los alemanes, George. Muy superior, en realidad, a la que podría tener cualquier país de la Tierra. Por ejemplo, no hay nada que indique que funciona a vapor. De todos modos, no pensaron que provenía del espacio solo por su aspecto.
—¿No? Entonces, ¿por qué?
Serviss realizó una pausa de efecto en la que aprovechó para darle un trago a su cerveza.
—Habían encontrado la máquina cerca del
Annawan
, un buque desaparecido que había zarpado de Nueva York el 15 de octubre de 1829 con el objeto de explorar el Polo Sur. El barco estaba calcinado, y la tripulación muerta. Los cadáveres de los marineros estaban esparcidos a su alrededor, congelados y semienterrados en el hielo. La mayoría se encontraban carbonizados, pero los que no lo estaban todavía conservaban en sus rostros una mueca de pavor, como si hubieran tratado de escapar desesperadamente del incendio… o quién sabe de qué inimaginable horror. También había varios cadáveres de perros, algunos de ellos extrañamente desmembrados. El espectáculo, según describían los miembros de la expedición, era dantesco. Pero el verdadero descubrimiento lo hicieron unos días después, al encontrar cerca de allí, enterrado en el hielo, al posible tripulante del artefacto. Lo habían trasladado a Londres junto con su máquina. Y no era alemán, George, te lo aseguro: lo supe en cuanto abrí la urna en la que lo guardan.
Hizo un nuevo alto en la narración para sonreír a su colega con una ternura casi maternal, como pidiéndole disculpas por el modo en que lo estaba aterrorizando. Wells lo observaba todo lo sobrecogido que su embriaguez le permitía estar.
—¿Cuál era su aspecto…? —preguntó con un hilo de voz.
—Desde luego, no se parece a los marcianos que describes en tu novela, George. En realidad, a mí se me antojó una especie de Jack Pies Ligeros más tenebroso y sofisticado. ¿Has oído hablar de Jack Pies Ligeros, la extraña criatura saltarina que aterrorizó Londres hace unos sesenta años?
Wells asintió, sin comprender qué parecido podía haber entre ambos.
—Sí, se decía que tenía muelles en los pies, por lo que podía dar grandes saltos, ¿no?
—Y que se aparecía de la nada ante las muchachas, para acariciarlas por todo el cuerpo con glotonería antes de volver a desaparecer. Muchas lo describieron con rasgos diabólicos, orejas puntiagudas y afiladas garras.
—Supongo que debido a la histeria del momento —reflexionó Wells—. El tipo no sería más que un acróbata de circo con ganas de poner sus habilidades al servicio de sus deseos.
—Probablemente, George, probablemente. Pero lo que guardaban en el museo me recordó a la versión monstruosa que de él hicieron los ilustradores de los periódicos y revistas más truculentos. Pude ver algunos ejemplares de aquellos viejos periódicos de niño, y su aspecto me heló la sangre. Todavía hoy protagoniza algunas de mis peores pesadillas. Pero bueno, quizá ese parecido solo lo encuentro yo, a causa de mis miedos más profundos.
—¿Quieres decir, entonces, que hay… un marciano en el Museo de Historia Natural? —trató de recapitular Wells.
—Sí. Aunque está muerto, naturalmente —dijo Serviss, como si eso le restara atractivo—. En realidad, es una especie de humanoide reseco sin mucho interés. Lo único que podría ofrecer alguna sorpresa interesante sería lo que haya dentro de la máquina. Tal vez contenga alguna pista de su procedencia, mapas del espacio o algo así, quién sabe. Y no debemos olvidar el avance que supondría para la ciencia terrícola lograr desentrañar su funcionamiento. Pero por desgracia, son incapaces de abrirla. No sé si a estas alturas todavía seguirán intentándolo o se habrán aburrido y ahora, tanto la máquina como el marciano, estarán cubriéndose de polvo en el museo. Lo único cierto es, mi querido George, que esa cosa no era de la Tierra.
—¡Un marciano! —dijo Wells, dando al fin rienda suelta a su perplejidad al comprender que Serviss ya había terminado de relatar su historia—. ¡Por Dios santo… un marciano!
—Sí, un marciano, George. Un feo y monstruoso marciano —confirmó Serviss—. Y esta llave conduce a él. Aunque yo solo lo vi aquella vez. No he vuelto a usar la llave desde entonces. Me limito a llevarla colgada del cuello, como un talismán cuya única función es recordarme que vivimos en un mundo donde existen más cosas imposibles de las que quienes escribimos historias podremos imaginar nunca.
Se quitó la cadenita y le tendió la llave a Wells con un gesto ceremonial, como quien entrega un objeto sagrado. Wells la examinó con sumo cuidado, contagiado de la misma solemnidad que transmitía Serviss.
—Estoy convencido de que la verdadera Historia de nuestra época no es la que recogen los periódicos ni los historiadores —divagó mientras Wells examinaba la llave—. La verdadera Historia es casi invisible, discurre como un manantial subterráneo. Transcurre en las sombras y en silencio, George. Y solo unos pocos escogidos saben cuál es.
Con un movimiento sutil, le arrebató la llave a Wells y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Quieres ver al marciano? —le preguntó entonces con una sonrisita maliciosa.
—¿Ahora?
—¿Por qué no? Dudo que tengas otra oportunidad, George. Como te he dicho, a los escritores no nos consideran tan importantes como a los científicos, aunque nuestra imaginación vaya casi por delante de sus inventos.
Wells le miró con inquietud. Necesitaba tiempo para digerir todo lo que Serviss le había contado. O más exactamente, necesitaba al menos un par de horas para que la cabeza dejara de darle vueltas y se le despejara lo suficiente como para permitirle juzgar su historia de un modo racional. Tal vez entonces podría darla por falsa, porque estaba claro que, preso en el gracioso balanceo del alcohol, resultaba terriblemente agradable aceptar que lo imposible formaba parte del mundo. Bien mirado, en el estado de eufórica placidez en el que se hallaba, incluso sentía ganas de celebrar que así fuese, que la realidad en la que estaba condenado a vivir tuviera un doble fondo, que las fronteras que la razón del hombre había levantado para delimitarla se vinieran abajo de golpe, y lo que existía al otro lado se mezclara con ella, forjando una nueva realidad, una realidad donde la magia flotara en el aire y la fantasía que habitaba en los libros solo fuera la fiel transcripción de unos hechos vividos por sus autores. ¿Era eso lo que le estaba diciendo Serviss? Como el conejo blanco que había guiado a Alicia hasta el País de las Maravillas, aquel hombrecillo deslucido pretendía conducirle hasta su madriguera, para que accediera a través de ella a un mundo donde todo era posible. Un mundo regido por un Dios mucho más imaginativo que el actual. Pero el mundo no era así, no
podía
serlo, aunque ahora le pareciera de lo más natural que lo fuese.
—¿Tienes miedo? —preguntó sorprendido Serviss—. Ah, comprendo. Tal vez todo esto sea demasiado para ti, George. Tal vez quieras que los monstruos sigan a buen recaudo en el penal de tu imaginación, desde donde no puedan provocarnos más que el estremecimiento que sentimos al leer. Tal vez no tengas arrestos para enfrentarte a ellos en la realidad, más allá del papel.
—Claro que puedo enfrentarme a ellos en la realidad —replicó Wells, indignado por la conclusión a la que había llegado Serviss—. No se trata de eso, Garrett, sino de…
—No pasa nada, George, de verdad. Te entiendo, te entiendo —le consoló—. A mí también me espantaría ver un marciano. Una cosa es escribir una novela sobre ellos y otra bien distinta es…
—¡Claro que puedo enfrentarme a ellos en la realidad, maldita sea! —gritó Wells, levantándose con la gracia desmañada de un chimpancé—. ¡Vamos ahora mismo, Garrett! ¡Enséñame ese marciano de una vez!
Serviss le miró divertido, y luego se levantó de su silla con el mismo entusiasmo.
—¡De acuerdo, George, tú mandas! —bramó, intentando mantener el equilibrio a duras penas—. ¡Camarero, la cuenta! ¡Y rápido, que tengo que llevar a mi amigo a ver una criatura de las estrellas!
Wells intentó hacerlo callar, pero Serviss ya se volvía hacia el resto de las mesas.
—¿Alguien más quiere acompañarnos? ¿Alguien más quiere ver un marciano? —exclamó, dirigiéndose a los atónitos comensales con los brazos abiertos—. ¡Sí, acompáñenme y les mostraré un auténtico habitante del planeta Marte!
—¡Cállate de una vez, borracho! —le gritó alguien desde una mesa que estaba al fondo.
—¡Vete a dormirla y déjanos comer en paz! —sugirió otro.
—¿Ves, George? —dijo Serviss con decepción, arrojando un puñado de monedas sobre la mesa y dirigiéndose a la salida caminando en zigzag pero con altanería—. Nadie quiere saber, nadie. La gente prefiere seguir viviendo en su ceguera. ¡Pues allá ellos! —Se plantó delante de la puerta y señaló a los comensales con un dedo, haciendo equilibrios para no caerse—. ¡Seguid con vuestras miserables vidas, idiotas! ¡Seguid habitando en vuestra apestosa realidad!
Wells observó cómo algunos hombres más o menos fornidos hacían amago de levantarse de sus mesas en lo que le pareció una actitud poco amigable, por lo que alcanzó a Serviss con una carrerita y pugnó por arrastrar su flaco cuerpo afuera de la taberna mientras con un gesto pedía calma a los parroquianos. Una vez en la calle, detuvo al primer carruaje que le salió al paso y empujó a Serviss a su interior, mientras gritaba la dirección al cochero. El norteamericano cayó de lado sobre el asiento, y durante un tiempo permaneció así, con la cabeza apoyada en la ventanilla y sonriendo tontamente a Wells, que se había sentado enfrente en una postura no mucho más digna. El traqueteo del carruaje, que bordeaba Green Park, los despabiló un poco. Ambos se rieron del lamentable espectáculo que habían dado en la taberna y, animados todavía por el alcohol, dedicaron el trayecto a improvisar disparatadas teorías sobre el propósito de las visitas de los seres del espacio, fueran de Marte o de cualquier otro sitio. Cuando el carruaje se detuvo en Cromwell Road, ante un imponente edificio de estilo neogótico cuya fachada estaba salpicada de esculturas de plantas y animales, Wells y Serviss se apearon y caminaron tambaleantes hacia su pórtico de entrada mientras el cochero los observaba con mirada espantada. Se llamaba Neal Hamilton, rondaba los cuarenta años y su vida ya no volvería a ser la misma tras escuchar a aquellos dos caballeros de aspecto respetable y amplia cultura, pues aseguraban que unas inteligencias provenientes del espacio cósmico, encargadas de polinizar el universo y expandirlo, habían traído la vida a la Tierra en enormes artefactos voladores y que había indiscutibles huellas de ello en cualquier monumento de las civilizaciones antiguas y en la gran variedad de razas, colores, morfologías y otros caracteres físicos que había sobre el planeta. Neal hizo restallar su látigo y se dirigió a su casa, donde, unas horas después, con una copa de vino en la mano y estudiando el cielo estrellado con cautela, se preguntaría por primera vez en su vida quién era y de dónde venía, e incluso por qué había escogido ser cochero. Desgraciadamente, no dispongo de tiempo para ocuparme de la historia de Neal Hamilton porque Wells y Serviss acaban de franquear el portón del colosal edificio del Museo de Historia Natural, disimulados en una riada de visitantes.
Envuelto en una bruma pegajosa, Wells se dejaba arrastrar por Serviss a través de las galerías. En su estado, apenas era consciente de lo que sucedía. El mundo había adquirido una textura irreal, las cosas habían perdido su significado, todo era a su vez familiar e irreconocible. Tuvo la fugaz impresión de atravesar la célebre sala de las ballenas, atiborrada de esqueletos y gigantescas reproducciones de cetáceos, y en cierto momento, se sorprendió al encontrarse arrodillado al lado de Serviss junto un grupo de primates entre los que intentaban pasar desapercibidos para burlar la vigilancia de los guardias. Y finalmente, se descubrió siguiendo al americano por los pasadizos del subterráneo con paso tambaleante, hasta que llegaron a la puerta de la que le había hablado durante el almuerzo. Existía. Al menos la puerta existía. Con gesto ceremonioso, Serviss sacó de su bolsillo la llave robada, abrió la cerradura y, ejecutando una reverencia un tanto oscilante, invitó a Wells a pasar al reino de lo imposible.
—Hay cosas que preferiría ver sobrio —se lamentó Wells adentrándose en la estancia con paso vacilante.
Tal y como le había dicho el americano, la Cámara de las Maravillas era una vasta sala donde las cosas más prodigiosas del mundo se amontonaban sin orden ni concierto, en una confusión cegadora, como si constituyesen un botín pirata. Había tantos portentos desperdigados por todas partes que Wells no supo dónde detener la mirada, y los molestos empujoncitos que Serviss le propinaba en la espalda para que avanzara entre aquella fantástica mercadería tampoco facilitaban demasiado la labor. Logró reparar, al menos, en que muchos de los objetos allí almacenados tenían una etiqueta donde se aclaraba qué eran. De asombro en asombro, Wells contempló una aleta del monstruo del lago Ness, una especie de gatito aovillado en un tarro de cristal cuya etiqueta aseguraba que era una porción de pelo del Yeti, el esqueleto de una presunta sirena, docenas de fotografías de diminutas y luminosas hadas, una corona hecha con plumas del ave Fénix, la gigantesca cabeza de un toro perteneciente al Minotauro, y cientos de sorpresas más que no logró reconocer, hasta que puso fin a aquel carrusel de fantasías deteniéndose sobrecogido ante el cuadro de un hombre deforme y monstruosamente envejecido cuya etiqueta rezaba: RETRATO DE DORIAN GRAY.