—¿Cuál es la situación? —preguntó Clayton, como si hubiese oído sus súplicas, sorprendido de que hubiese un solo cadáver en el salón.
—Eh…, pues podría decirse que nos las hemos arreglado bastante bien, agente —le informó Wells—. El cojo está arriba… muerto, según creo.
—Bien. ¿Y el tipo que me disparó? —inquirió.
—Bueno… —dudó Wells, sin saber qué responder a esa pregunta—. Está en el establo ordeñando una vaca.
Clayton lo miró perplejo.
—¿Bromea?
—No, agente, no bromeo, se lo aseguro… —contestó Wells, irritado—. Murray lo ha tomado como prisionero y… Bueno, lo mejor será que me acompañe.
Ambos salieron de la casa y se dirigieron hacia el establo, contemplando el hermoso cielo primaveral que ondeaba sobre el mundo, un decorado impropio para una invasión marciana.
—Pensé que para quienes se hallan del lado de la ley, matar era el último recurso —comentó Wells, acordándose de la muerte del pelirrojo.
—Y lo es —contestó Clayton con una expresión sombría que no ofrecía lugar a dudas sobre el imprescindible uso que había tenido que hacer del cuchillo.
—Entiendo —murmuró el escritor; que empezaba a sentirse en franca desventaja por no haber matado a nadie en la refriega.
Cuando entraron en el granero, comprobaron que el ordeño había concluido satisfactoriamente. Al parecer, el hombre de la cara de simio no había mentido sobre sus habilidades con el mezquino propósito de salvar el pellejo, y ahora, finalizada su labor, se mantenía expectante, sin atreverse a interrumpir al millonario y a la muchacha, que disfrutaban de la leche obtenida, para interesarse por su destino.
—¡Agente Clayton, está vivo! —exclamaron al unísono Murray y Emma, sorprendidos.
—Así es —corroboró innecesariamente Clayton, para luego, tras estudiar al grupo con una sonrisa complacida, añadir—: Me alegro de que estén bien, sobre todo usted, señorita.
—La señorita se encuentra estupendamente —dijo Murray con frialdad, tendiéndole el cuenco de leche—. Tenga. Eche un trago. Supongo que tendrá sed.
—Gracias —dijo el agente, llevándose el cuenco a los labios. Luego le pasó el recipiente a Wells y, sin mirar a nadie en concreto, señaló—: Imagino que me desmayé en la estación.
—Así es —confirmó Murray con una sonrisa irónica—. Pero no le dejamos allí, como puede ver, pese a ser sus prisioneros.
—Y gracias a eso seguimos vivos, Gilliam —intervino Emma, reprobando al millonario con la mirada.
Murray se encogió de hombros, rehusando añadir nada más. Clayton se acercó entonces a un fardo de cuerdas que había junto a la puerta, entre un barullo de herramientas, escogió una y, tras descartar la posibilidad de atar con una sola mano al prisionero, se la tendió al escritor.
—¿Le importaría, señor Wells?
El escritor la tomó de mala gana y procedió a atar al prisionero, que se dejó hacer dócilmente.
—¿Alguien podría decirme dónde estamos? —preguntó entonces Clayton.
—En una granja abandonada en dirección a Addlestone —le informó el propio prisionero, solícito.
—Bien —dijo Clayton, y luego, tendiéndole al millonario su mano sana, añadió—: ¿Tendría la amabilidad de devolverme mi pistola, señor Murray?
—No veo por qué habría de… —comenzó a protestar el millonario.
—Gilliam… —le advirtió Emma con la dulzura distraída de una madre, mientras alcanzaba el cuenco de leche que había dejado Wells, para darle otro ávido trago.
—Por supuesto, agente —respondió el millonario, entregándosela con una mueca de fastidio.
Cuando la tuvo en sus manos, Clayton examinó su cargador.
—Mmm… queda una sola bala. Espero que no tengamos que matar a nadie más camino de Londres, porque si ya han descansado lo suficiente, deberíamos continuar nuestro viaje —proclamó, al tiempo que empujaba al prisionero en dirección al carruaje. Sin dejar de andar, miró a los demás por encima del hombro, y añadió—: Ah, por cierto, gracias por no haberme abandonado en la estación.
La carretera hacia Addlestone mostraba esa tranquilidad desasosegante de los ahogados en las esclusas. No se apreciaba el menor rastro de destrucción por ninguna parte, por lo que supusieron que los trípodes todavía no se habrían organizado para avanzar en formación hacia Londres. Probablemente no tardarían en hacerlo, pero por el momento resultaba fácil olvidarse de ellos, pues no solo había cesado el cañoneo esporádico, sino que en el aire flotaba el aroma infantil del heno. Así las cosas, los pasajeros del carruaje podrían haberse confundido con un grupo de amigos dispuesto a pasar un día en el campo. De no ser porque no llevaban ninguna cesta de picnic, y sí un hombre atado con una cuerda.
Wells observó con resentimiento al tipo que estaba sentado enfrente de él y del agente Clayton, cuyos dedos tenía marcados en el cuello. Como si se tratara de una mascota siniestra, Clayton transportaba la pistola en su regazo, aunque eso no ofrecía demasiada tranquilidad a Wells. Todos sabían que el revólver atesoraba una única bala, que de momento todavía no tenía nombre, pero le inquietaba que con el transcurso de las horas Clayton hubiese dejado de apuntar al prisionero, por mucho que el tal Mike no pareciera tener ninguna intención de escapar. ¿Para qué iba a hacerlo, si después de todo el carruaje se dirigía al único sitio donde estaría a salvo? Mejor llegar a Londres a coche que a pie, habría reflexionado. Y ahora el palurdo contemplaba el paisaje a través de la ventanilla con expresión melancólica, tal vez arrepentido de lo que había tenido que hacer en las últimas horas azuzado por el malogrado cojo, o puede que al fin asustado por la proximidad de la muerte. Les había contado que, tras el intento frustrado de apoderarse del coche del millonario, su grupo había logrado hacerse con otro y había abandonado la estación de Woking apenas unos minutos antes de que fuese arrasada por el trípode. Ninguno de ellos había visto la máquina, aunque desde una loma cercana, habían divisado la escombrera en llamas a la que, en cuestión de minutos, redujo la estación en la que tantas maletas y baúles habían cargado.
Ese relato había sido su aporte a la conversación, luego se había abismado en aquel pesar de mártir romántico que tanto exasperaba a Wells. ¿A qué venía aquella actitud? ¿Por qué se comportaba como si su muerte tuviera que ser una gran pérdida para la humanidad, cuando aquel palurdo había venido al mundo únicamente a hacer bulto, por la sencilla razón de que alguien tenía que morir en las invasiones para darles color? En el fondo, lo que al escritor le molestaba era que ambos tuviesen que huir de la muerte, que los invasores no hiciesen distinciones entre sus enemigos, que no reparasen en que estaban disparando por igual sobre quienes habían venido al mundo para padecerlo y sobre quienes habían venido para construirlo. Entrecerró los ojos, harto de contemplar aquella cara de simio ridículamente atribulado.
Oyó entonces, por encima del traqueteo del coche, el animado parloteo de Murray y la muchacha en el pescante. No alcanzaba a comprender lo que decían, pero el tono era tan alegre que tuvo que reconocer que, por increíble que pareciera, en aquella situación anómala el millonario estaba consiguiendo resultar atractivo a los ojos de la muchacha, probablemente mucho más de lo que lo habría sido en un cortejo tradicional. Y Wells comprobó que Murray, como le había confesado en la carta que le había enviado, estaba realmente enamorado de ella.
El escritor recordó entonces la descripción de la muchacha en la misiva, y tuvo que reconocer que se ajustaba bastante a la realidad. Emma era hermosa, y si él no fuera un hombre al que las mujeres excesivamente bellas intimidaban, probablemente también habría perdido la cabeza por ella, como le había ocurrido al millonario, pues ya no albergaba duda de sus sentimientos. Después de haberle visto dispuesto a protegerla incluso de las balas, qué duda podía quedarle.
Arguyendo ante sí mismo que se hallaba demasiado fatigado, el escritor evitó cuestionarse si él habría hecho lo mismo por Jane. Tal vez su amor era solo fachada, un sentimiento cálido pero chato que, sin embargo, ella había juzgado lo suficiente importante como para casarse con él asumiendo, quizá desde la primera conversación que mantuvieron, que el romanticismo de las novelas nunca llegaría a prender en un corazón tan práctico.
Wells se mantuvo abstraído en aquellas consideraciones hasta que llegaron a Weybridge, para descubrir que estaba siendo evacuado por una veintena de húsares. A pie o a acaballo, los soldados azuzaban a los vecinos a empaquetar sus pertenencias más preciadas y a abandonar la zona cuanto antes. Tuvieron que atravesar un tumulto de carruajes, carretas, pequeños cabriolés y otros improvisados medios de transporte entre los que revoloteaban hombres en traje de golf o vestidos para pasear en bote que, al igual que sus acicaladas esposas, no ocultaban el enojo que les producía aquella evacuación absurda. Sin embargo, casi todos se mostraban dispuestos a colaborar con el ejército, cargando sus pertenencias incluso en un ómnibus dispuesto para la ocasión, si bien Wells observó que la mayoría de ellos parecían ajenos a la gravedad de la situación.
Tardaron un tiempo considerable en atravesar el pueblo, y más adelante, una vez rebasaron Sunbury, encallaron en una nutrida caravana de vehículos y de gente a pie que, como un éxodo bíblico, marchaba lentamente hacia Londres. Con el rostro preocupado, sus integrantes cargaban baúles y maletas, y empujaban carretillas o incluso cochecitos de bebé rebosantes de pertenencias. Solo los niños parecían divertidos con aquella situación anómala y reían alegremente encaramados a las piras sin llamas que componían sobre las carretas los colchones enrollados y los pequeños muebles, ejerciendo sin saberlo de vigías del infortunio. Pese a todo, nadie dudaba de que el poderoso ejército británico acabaría con los supuestos invasores, poniendo fin en un par de días a aquella guerra repentina que tantas molestias les estaba causando a todos. «¡Solo son ollas con zancos!», oyeron protestar a un viejo que conducía una carreta atestada de muebles inútiles, inconsciente del infierno que se estaba desencadenando sobre la Tierra.
Y mientras el carruaje con la pomposa «G» culebreaba entre la muchedumbre, Wells sacudía la cabeza maravillado ante cada detalle de aquel espectáculo. Se maldijo por no tener a mano un cuaderno donde tomar notas pues, dado que en su novela los marcianos construían unas aeronaves voladoras con las que se dirigían directamente a devastar la metrópoli, él no se había visto obligado a describir aquellos trágicos movimientos de masas. Ahora, sin embargo, al constatar su potencial dramático, se dijo que si tuviera la oportunidad de escribirla de nuevo, sustituiría los feroces artefactos voladores con forma de manta raya —que había incluido con la única intención de convertir la nave del Robur de Verne en un inocente juguete— por unos trípodes como aquellos, que al avanzar con su lentitud arácnida a campo través no solo fomentaban el tráfico de rumores entre los habitantes de aquellas zonas, sino que generaban un terror mucho mayor e íntimo, pues en vez de surcar remotamente sobre sus cabezas tendrían que cruzar por sus jardines.
Una vez lograron sortear la angustiada procesión, alcanzaron Hampton Court, que se encontraba amortajado por una calma extraña y silenciosa, bordearon Bushey Park, con sus venados brincando bajo los castaños con la misma despreocupación de cualquier otro día, y tras cruzar el río, tomaron la carretera de Richmond. Finalmente, distinguieron en el horizonte las colinas que se extendían alrededor de la ciudad, una visión que les hizo suspirar de alivio a todos, pues el agente les había dicho que allí era donde se había establecido una de las líneas defensivas que habían dispuesto en torno a Londres.
—Allí habrá docenas de cañones esperando al enemigo —los tranquilizó Clayton—. Los trípodes no lo tendrán nada fácil para rebasarla.
—¿Sigue pensando que son marcianos? —le preguntó Wells—. Murray tampoco cree que puedan ser los alemanes, pero yo…
—Por el amor de Dios, señor Wells, ¿qué tiene usted en contra de los alemanes? —le interrumpió el agente—. Le aseguro que no son los responsables de todos los males que asolan al mundo. De todas formas, no creo que debamos perder el tiempo en vanas especulaciones sobre el rostro de nuestro enemigo. Dentro de unas millas saldremos de dudas, en cuanto nuestros cañones abatan al primer trípode.
—Ojala esté en lo cierto —repuso el escritor, sombrío.
—Tenga fe en nuestro ejército, señor Wells —fue la prepotente respuesta del joven.
—Le recuerdo que usted no ha visto ningún trípode, Clayton, y nosotros sí. Pasamos bajo sus patas mientras usted dormía tranquilamente.
—Ah, señor Wells, a veces lo más aterrador no es aquello que hemos visto, sino aquello que estamos obligados a imaginar —le replicó el agente con voz soñadora.
Wells lanzó un bufido exasperado, preguntándose por un instante si no habría sido buena idea abandonar en alguna cuneta a aquel manantial inagotable de frases inmortales.
—Pues le aseguro, agente Clayton, que no fue como asistir a un espectáculo de marionetas —respondió el escritor con cierto mal humor—. Y desde luego, el aspecto de esos cacharros no es el de una olla con zancos, como dijo aquel viejo.
—Estoy convencido, señor Wells. —El agente sonrió con condescendencia—. Y debo confesarle que siento una gran curiosidad por ver alguno de esos engendros. ¿A qué diría usted que se parecen, entonces? Estoy seguro de que con su talento es capaz de ofrecernos un símil mucho más acertado que el de aquel anciano.
—Bueno… —murmuró el escritor, enojado por tener que aceptar el estúpido reto del agente—. Yo diría que son como…
—¿Como un taburete de ordeñar? —preguntó de repente el prisionero.
—Sí, podría decirse que sí —admitió Wells, molesto ante la intromisión del hombre con cara de simio.
—¿Y de su parte superior cuelga algo semejante a un… tentáculo? —volvió a preguntar el palurdo.
—Sí, con eso dispara su mortífero rayo —respondió Wells, irritado.
—Entonces tenemos problemas —dijo Mike, señalando la ventanilla trasera con la mandíbula.
Wells y el agente se volvieron al unísono. Y contemplaron lo que el prisionero llevaba un rato observando. Tras ellos, avanzando por su misma carretera, distinguieron un trípode. Aunque aún estaba lejos, sus brincos eran lo suficientemente largos como para que los tres dedujeran, aterrados, que no tardaría demasiado en alcanzarlos.