El menor espectáculo del mundo (18 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Y mientras Mingorance IV el Abducido se dirigía silbando hacia el garaje, Mingorance V el Inoportuno, que no estaba para filosofías y tenía un hambre de lobo, empujó con resolución la puerta de la fonda. Tras ello, enfrentó resignado y goteante su interior: los murales intrincados, el minimalismo del hilo musical, las mesas desiertas debido a la lluvia y, al fondo, como se temía, el viejo chino sentado cachazudo sobre el cojinete, aunque, a diferencia de otros días, hoy se encontraba encañonado por una pistola que una mano temblorosa trataba de mantener firme. Le llevó unos segundos comprender a Mingorance V el Inoportuno que se encontraba en mitad de un atraco. El asaltante, un drogadicto ejemplar, era el único que no había reparado en su entrada, ocupado como estaba en amenazar al viejo y a las camareras sin que se le cayera la pistola. Por encima de su hombro, los chinos lo miraron con gravedad, conteniendo el júbilo que les suponía la llegada de aquel salvador imprevisto que tan ventajosa posición había ganado. Y Mingorance V el Inoportuno comprendió que no podía marcharse por donde había venido sin hacer ruido, como habría sido su intención. No, nada de eso. No le quedaba más remedio que el gesto heroico, pues la propia enunciación de los acontecimientos lo abocaba a una acción samaritana y desprendida si quería volver a mirarse en un espejo o seguir comiendo allí. Todo estaba de su parte, constató con resignación. Incluso las mesas componían un sugerente y despejado pasillo hasta el atracador, un pasillo que incluso le permitía tomar carrera para algún tipo de acometida, en caso de que no quisiera aproximársele lento y sigiloso por la espalda. Así que Mingorance V el Inoportuno, notando sobre sí la mirada expectante del viejo, y sabiéndose sin el temple necesario para un acercamiento felino, emprendió una carrerita nada cautelosa hacia el delincuente, quien apenas acertó a volverse antes de ser arrollado por aquel tipo surgido de la nada. Entrelazados como amantes voraces, rodaron por el suelo. Cuando el mundo dejó de girar, Mingorance V el Inoportuno se encontró entre los brazos un cuerpo flaco y maloliente con el que no sabía muy bien qué hacer. Su sensación de irrealidad era tal que sólo intentó arrebatarle la pistola cuando su contrincante se decidió a emplearla contra él. Forcejearon torpemente, sin la espectacularidad de las películas, como dos niños peleándose por un juguete: gruñidos de estreñimiento y un rebujo de dedos sobre aquel trozo de metal frío y resbaloso. Mingorance V el Inoportuno apretó los dientes para no lanzar un grito de impotencia: la histeria que lo embargaba se debía más al temor de no realizar con suficiente crédito su papel de adalid que a recibir un posible balazo, cosa que en su desorientación ni siquiera había considerado posible. Repentinamente, una lluvia de punteras cayó sobre el rostro de su contrincante y Mingorance V el Inoportuno comprendió que por fin las camareras habían decidido intervenir. Se encontró entonces con el arma en las manos, y, entre jadeos, acertó a ver a su oponente abandonando el restaurante en una huida desmañada. Se incorporó a duras penas, preguntándose televisivamente si el tipo se habría quedado con su cara y consagraría su vida a rondar la suya, a abandonar gatos muertos en su descansillo y a violar sistemáticamente a toda su descendencia, independientemente de su sexo, y temió por su madre, que apuraba sus días en un asilo de cercas bajas, ajena a los enemigos que se iba creando su hijo en su existencia belicosa. Se encontró entonces como sumergido en un cesto de toallas recién lavadas: las manos de las camareras habían iniciado un revoloteo de caricias amigas sobre su rostro, y alguna hubo que se preocupó en abrupto castellano por el corte de su labio, quizá la misma despistada que, en el calor de la refriega, había proyectado su puntera contra él porque le cogía más cerca. Antes de que pudiera reaccionar, se encontró sentado a una mesa en la que comenzaron a desembarcar, a un ritmo opuesto al habitual, bandejas de ensalada agridulce, arroz frito, pollo con ostras, cerdo al curry, y mil platos más que lo cercaron sin compasión y que, para contento del agradecido personal, devoró a duras penas, sonriéndoles con una mueca hinchada donde alguien había dejado una pincelada de mercromina. Pero la guinda de aquel delirio la puso el viejo patriarca cuando ya Mingorance V el Inoportuno apuraba el vasito de licor entre escozores. Para su sorpresa, el anciano se levantó del cojinete y se acercó a su mesa con movimientos arácnidos, extralimitándose en sus funciones decorativas. Mirándole al centro justo de los ojos con una determinación tal que a Mingorance V el Inoportuno le pareció sentir una ganzúa trasteándole en el cerrojo del alma, se abandonó a un parlamento de susurros nebulosos, y luego colocó sobre el mantel un largo estuche de ébano, del que extrajo una catana en cuya hoja se apreciaban algunos caracteres cincelados. Con una reverencia, la depositó en las manos de Mingorance V el Inoportuno, que agradeció el presente con sonrisa de samurai novato, preguntándose si a partir de ahora, al abrir la puerta de su apartamento cada mañana, encontraría al anciano velándolo en el descansillo, junto a la botella de leche.

Abstraído como estaba ante la ventana, Mingorance III el Bravo ni siquiera le prestó atención cuando cruzó la calle de vuelta al apartamento, haciendo florituras en el aire con la catana. Esperaba a la policía con cierta expectación morbosa, sin saber si habría sido delatado o no por la muchacha, pero, sobre todo, trataba de olvidar el tacto a muerto que le había quedado en las manos después de haber tenido que cargar con el cuerpo de su vecino de regreso al apartamento, donde lo había sentado en un sillón. No se le había ocurrido otra forma de compensar su muerte que la de retirarlo de la escalera. Había sido un acto precipitado, como de afecto póstumo, y ahora, más calmado, empezaban a preocuparle las huellas que tan inconscientemente habría dejado por todo el piso. Pero ¿por qué le intranquilizaba eso ahora? Casi con indiferencia, trató de decidir si aquello había sido un despiadado asesinato o un desgraciado accidente, y se preguntó si, en caso de concluir en esto último, no debería hacer lo posible por borrar todo vestigio de su presencia allí en vez de adecentar la escena del crimen. Sí, quizá debiera esmerarse en que el accidente pareciera un accidente. Entonces comenzaron los estornudos y le sobrevino una debilidad generalizada lindante con la pereza que acrecentó aún más la indiferencia que sentía hacia el posible desenlace de su involuntario crimen.

Sentado en el sofá, a su espalda, Mingorance, que tras el descarte del chino había decidido no comer porque en el fondo nunca se sabía qué tipo de espantos puede albergar el frigorífico de un soltero acostumbrado a almorzar fuera, hacía zapping para matar el hambre. Sin embargo, Mingorance I el Irresoluto, movido por una suerte de espíritu autodestructivo que llevaba años incubando y al fin había elegido eclosionar aquel sábado tormentoso, desplegaba sobre la mesa de la cocina los escasos alimentos que atesoraba el frigorífico, todos ellos inequívocamente caducados y en avanzado estado de descomposición. Tras un largo periodo reflexivo, había llegado a la conclusión de que la vida que uno lleva no depende más que de uno mismo, que con nuestras decisiones la hacemos y deshacemos, y que si, como había quedado palmariamente demostrado, estaba incapacitado para inclinar su existencia hacia la felicidad, podía al menos escorarla hacia la fatalidad. La cosa era comprobar si podía hacerse con las riendas de su existencia, o no era más que un títere que alguien manejaba sin la menor consideración. Y necesitaba, sobre todo, ver de cerca la muerte, oler su aliento de mala puta. Arriesgarse a perder la vida era la única forma que se le ocurría de aquilatarla: el poder conciliador de la pérdida, ya se sabe. Así pues, empezó a devorar con determinación, incluso con deleite, aquel picnic macabro, hecho de yogures agrios, patés que verdeaban moho, naranjas medio podridas, sardinas infectas y un gran número de hongos aún sin clasificar, que si no lo mandaban a la tumba le harían contemplar cada nuevo día como un papel en blanco donde cabría todo, desde enamorarse de una desconocida entre truenos y café hasta verse involucrado en un atraco, su imaginación como única cortapisa.

Tras colgar el impermeable junto al abrigo de la pelirroja para que goteasen juntos, componiendo un charco que de ser esto una novela rosa en vez de un ejercicio de procreación especulativa tendría forma de corazón, Mingorance V el Inoportuno se sentó en el sofá a contemplar su catana con deleite, mientras la atención de Mingorance recalaba en un documental sobre el reino animal. Este en concreto daba cuenta de la vida y milagros de un alegre clan de leopardos. Uno de ellos salía en esos instantes de caza. La cámara lo mostraba amenazante y bello entre la maleza, aproximándose con andares principescos a una gacela alejada de la manada y, espoleado por la risa contagiosa de Claudia pero sin el instinto innato del felino, Mingorance II el Intrépido emprendió también su cerco. Elástico y preciso, el leopardo se dispuso a saltar sobre su presa, siguiendo al dedillo las inexorables leyes de la sabana, pero apenas tuvo tiempo de sacar las garras, pues en un súbito intercambio de papeles, fue la gacela quien se abalanzó sobre él, tumbándolo en el sofá, buscándole el cuello y desabrochándole la camisa a zarpazos. Cuando el mundo dejó de girar, Mingorance II el Intrépido se encontró entre los brazos un cuerpo esbelto y oloroso con el que no sabía muy bien qué hacer. Sólo atinó a albergar un anhelo: no quería que aquella tormenta benefactora acabase nunca. Y deseó que Dios, algo culpable por crear un mundo a base de amontonar cosas perecederas, tratara de lavar su imagen concibiendo algo perdurable, y que, a aquel momento que le tenía a ellos de protagonistas exclusivos, le hubiese tocado la china. Los truenos removían el cielo con furia y la lengua de Claudia removía su boca con rabia. Le mordía los labios, le daba tirones. Mingorance II el Intrépido tuvo que recoger sus besos como quien coge moras entre las espinas de una zarza. De aquellas noches europeas, ella traía un equipaje de ademanes tempestuosos, de gemidos procaces y convulsiones histriónicas al que Mingorance II el Intrépido no supo corresponder más que con caricias longevas y morosas, con besos en los rincones más inverosímiles, con maneras que trataban de eternizar la fugacidad del goce. Y ella aceptó, entre desorientada y conmovida, aquel cambio de ritmo, aquella forma de amar casera y devota que no le dejaría marcas de ningún tipo mientras, en la pantalla del televisor y en la ventana del vecino, los colmillos del felino creaban flores de sangre.

Remitió al fin la tormenta y una pedrada de sol golpeó en la ventana del edificio, colándose en la estancia para iluminar el rostro marchito por la fiebre de Mingorance III el Bravo, bailar en el filo curvo de la catana de Mingorance V el Inoportuno, rebozar de azafrán la cabezadita que Mingorance a secas estaba echando en el sofá, alumbrar la agonía de Mingorance I el Irresoluto, que se retorcía en el suelo de la cocina, oliendo el aliento de la muerte, y bendecir la sonrisa idiota que colgaba de los labios de Mingorance II el Intrépido, quien, arrebujado con Claudia bajo una manta, confundiendo su desnudez con la suya y dejándose acariciar el mordisco del pedal mientras fantaseaba con que se trataba del recuerdo de una reyerta de honor, se sentía pletórico, optimista, incluso inmortal y, lleno de confianza en la vida, no se le ocurría otra cosa que demostrar la fragilidad de la felicidad, asestándole el martillazo de una pregunta inoportuna, a la que ella respondió que sí, con tres cucharadas de azúcar, por favor, inundando su mente con la aterradora imagen de un azucarero vacío. Maldiciéndose por no saber tener la boca cerrada, desertó de su lado, se vistió, salió al descansillo y encaró la jungla en la que por unos momentos se había olvidado que vivía, y en la que ahora, mierda, tenía que aventurarse en busca de azúcar.

Nuevamente, su camino se bifurcaba: en el piso de arriba vivían tres hermanas viudas que tenían un pequeño negocio de macramé y solían recibirlo siempre con cierta agitación, como a un novio continuamente embarcado; abajo, entre papelajos y pizarras, se alojaba un físico eremita que solía recibirlo en bata, con barba de varios días y un gato arisco siempre entre sus piernas. Ambas alternativas le desagradaban por igual, pero como no era cosa de arraigar en el descansillo, se decidió por las viudas.

Atravesar la puerta de las viudas era aventurarse en un reino tripartita, experimentar el vértigo de tres vidas regidas únicamente por el número tres. Las tres hermanas se llevaban entre una y otra tres años, si bien a Mingorance II el Intrépido le resultaba imposible ordenarlas por edad a simple vista, por no hablar de recordar sus nombres o de establecer alguna diferencia en aquella tríada de flores marchitas. Como si rindieran tributo a alguna suerte de deidad tricéfala, se habían casado por triplicado con tres hermanos que constituían la sección de metales de una orquesta de bodas, y habían perdido a sus maridos en un triple accidente de tráfico en la nacional tres, un aciago tres de marzo, hacía ya treinta y tres años. Mingorance II el Intrépido había ido componiendo aquella trágica trigonometría vital en sus visitas por azúcar o sal, y ahora, parado en el descansillo, tomaba aliento por si debía añadir una nueva y mareante triplicidad al conjunto. Como siempre, las hilanderas tenían la puerta entornada, y aunque había descubierto que ello se debía a lo engorroso de abandonar la labor del macramé para abrir a los clientes, una labor que necesitaba de las tres, Mingorance II el Intrépido no podía evitar verlo como una invitación obscena al mundo, una velada disposición a ser asaltadas por cualquiera, una perenne oferta al robo, pero sobre todo a la violación, al hurto de unas virtudes ya poco virtuosas. Con paso cauto, se internó en el piso, que se encontraba penumbroso y apestaba a coliflores hervidas. Del techo pendían unos bultos siniestros y algo marsupiales, que los relámpagos transformaban en maceteros de macramé con sus respectivos tiestos. Al fondo, se encontró con el tríptico de las viudas absortas en la tarea. Oscuras y concentradas, tenían un algo repelente de arañas laboriosas. Una de las hermanas sostenía el extremo del que surgían las cuerdas, otra, enfrentada a ella, sujetaba el cordel guía, y la última urdía los nudos. Mingorance II el Intrépido estuvo un rato contemplando el rítmico movimiento de aquellas manos esqueléticas, que decidían el destino del hilo sin una sola duda, de manera mecánica e inconsciente. Pero, sobre todo, lo hipnotizaban las líneas que los hilos trazaban en el vacío, aquel errar solitario y singular que componían antes de regresar a la cuerda nodriza para morir en un nuevo nudo. De aquel tejemaneje, iba resultando una hermosa trenza cuya belleza radicaba en su sucesión de nudos, cada uno de los cuales no era más que el recuerdo de una línea abortada, de una posibilidad de la que ya nada quedaba, salvo quizá el levísimo eco del dibujo perfilado al desviarse de su cauce, tal vez un triste grito de rebeldía contra el designio de una mano de nieve que siempre decidía el trazado final. Aquel tirabuzón encerraba mil ilusiones sacrificadas; estaba hecho de suposiciones, de huellas en la arena. Al reparar en Mingorance II el Intrépido, las hermanas abandonaron la labor y se abalanzaron sobre él con regocijo de gallinas cluecas, peleándose por sus mejillas. Se encontró entonces como sumergido en un cesto de ropa sucia. En cuanto logró el azúcar, huyó de allí con premura, como si se llevara el Santo Grial. Ni siquiera reparó en que el paquetito tenía un roto y su fuga iba quedando delatada sobre los peldaños en una estela dulce.

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