El mensaje que llegó en una botella (52 page)

Read El mensaje que llegó en una botella Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Creo que dice que la mujer se llama Rakel.

—Es verdad —reconoció Carl—. Había adoptado otro nombre, que es el que empleaba en su comunidad. Ya lo sabemos.

La figura hizo un leve movimiento afirmativo.

—¿Es cierto que tú y Rakel intentasteis el lunes salvar a dos hijos de Rakel, Samuel y Magdalena, y que por eso tuvisteis el accidente? —preguntó después.

Vieron que sus labios se estremecían. Volvió a asentir débilmente con la cabeza.

—Vamos a darte un bolígrafo, Isabel. Tu hermano podrá ayudarte.

La enfermera intentó que sus dedos asieran el bolígrafo, pero se negaban a obedecer. Miró a Carl y sacudió la cabeza.

—Va a ser difícil —dijo el hermano.

—Dejadme, o sea, a mí —se oyó detrás. Era Assad, que dio un paso al frente—. Disculpad. Mi padre tuvo afasia cuando yo tenía diez años. Una tramposis, y ¡zas!, sus palabras desaparecieron. Solo yo entendía lo que decía. Y así hasta que murió.

Carl arrugó el entrecejo. Entonces Assad no hablaba con su padre por Skype el otro día.

La enfermera se levantó y cedió su sitio a Assad.

—Perdona, Isabel. Me llamo Assad y soy de Siria, entonces. Soy el ayudante de Carl Mørck, y ahora, o sea, vamos a hablar tú y yo. Carl hablará y yo escucharé tus labios, ¿de acuerdo?

La cabeza hizo un movimiento minúsculo.

—¿Viste el coche que os embistió? —preguntó Carl—. ¿De qué marca y color era? ¿Nuevo o viejo?

Assad aplicó el oído a la boca de Isabel. Sus ojos siguieron con viveza cada susurro que surgía de la boca de la mujer.

—Un Mercedes oscuro. Algo viejo —repitió Assad.

—¿Recuerdas la matrícula, Isabel? —preguntó Carl.

Si la recordaba, quedaban esperanzas.

—La matrícula estaba sucia. Apenas podía verse en la oscuridad —respondió Assad pasado un buen rato—. Pero la matrícula terminaba en 433, aunque Isabel no está segura de esos treses. Podrían ser ochos, o ambas cosas.

Carl pensó. 433, 438, 483, 488. Solo existían cuatro combinaciones, parecía razonable.

—¿Lo has escrito, Karsten? —preguntó—. Un Mercedes oscuro no muy nuevo, cuya matrícula termina en 433, 438, 483 o 488. Es un trabajo adecuado para un comisario de la Policía de Tráfico, ¿no?

Karsten asintió en silencio.

—Sí. Verás, Carl, podemos saber enseguida cuántos Mercedes algo viejos hay con esas últimas cuatro cifras, pero los colores no los controlamos. Y ahora los Mercedes son muy habituales en las carreteras danesas. Puede haber bastantes con esos números.

Tenía razón. Una cosa era encontrar los coches, otra investigar a los propietarios. Aquello llevaría más tiempo del que tenían.

—¿Puedes decirnos alguna otra cosa que pueda ayudarnos, Isabel? ¿Un nombre o alguna otra cosa?

Ella volvió a hacer un gesto afirmativo. Era un proceso lento, y a ella le costaba mucho. Oyeron varias veces a Assad susurrar que repitiera lo que había dicho.

Entonces dijo los nombres, tres en total: Mads Christian Fog, Lars Sørensen y Mikkel Laust. Unidos al cuarto, que tenían por el caso de Poul Holt, Freddy Brink, y al quinto del caso de Flemming Emil Madsen, que era Birger Sloth, tenían un total de once nombres y apellidos en que basarse. Aquello no tenía buena pinta.

—Creo que ninguno de ellos es su verdadero nombre —declaró Carl—. Si queremos buscar su nombre, seguro que es cualquier otro.

Mientras tanto, Assad siguió escuchando los esfuerzos que hacía Isabel por ayudarlos.

—Dice que uno de los nombres es el que aparece en su carné de conducir. También sabe dónde ha vivido, entonces.

Carl se enderezó.

—¿Tiene una dirección? —preguntó.

—Sí, y otra cosa —replicó Assad tras otro momento de concentración—. Tenía una furgoneta azul claro. Sabe el número de memoria.

Al cabo de un minuto, lo habían escrito todo.

—Me pondré manos a la obra —dijo Karsten Jønsson, se levantó y se marchó.

—Isabel dice que el hombre tiene una dirección en un pueblo de Selandia —continuó Assad. Se volvió otra vez hacia el rostro de Isabel—. No entiendo, o sea, cómo dices que se llama el pueblo, Isabel. El nombre del pueblo ¿termina en «løv»? No, ¿verdad? ¿En «slev»? ¿Has dicho eso?

Asintió con la cabeza cuando Isabel respondió.

El nombre del pueblo terminaba en «slev». La primera parte no pudo oírla Assad.

—Vamos a hacer un descanso hasta que vuelva Karsten, ¿podemos? —propuso Carl a la enfermera.

Esta asintió en silencio. Un descanso sería bien recibido.

—Creía que ibais a trasladar a Isabel —continuó Carl.

La enfermera volvió a hacer un gesto afirmativo.

—A la vista de las circunstancias, creo que esperaremos unas horas.

Llamaron a la puerta y entró una mujer.

—Tengo una llamada para un tal Carl Mørck. ¿Está aquí?

Carl levantó el dedo y le dieron un teléfono inalámbrico.

—¿Diga…? —preguntó.

—Hola. Me llamo Bettina Bjelke. Creo que me estaban buscando. Soy la secretaria de la sección 4131 de Cuidados Intensivos. La que estaba de guardia en el turno anterior.

Carl hizo señas a Assad para que se acercara a escuchar.

—Necesitamos la descripción de un hombre que ha visitado a Isabel Jønsson más o menos durante el cambio de turno —indicó—. No el agente de policía, sino el otro. ¿Podrías describirlo?

Assad achicó los ojos mientras escuchaba. Cuando la secretaria terminó y colgó, se miraron y sacudieron la cabeza.

La descripción del hombre que había atacado a Isabel Jønsson coincidía en todo con la persona que salió del ascensor en la planta baja mientras hablaban con Karsten Jønsson.

Canoso, cincuenta y pico años, piel grisácea y algo encorvado, con gafas. Bastante diferente a la imagen de un hombre de unos cuarenta años, alto, ágil y con pelo recio que les había descrito Josef.

—Estaba, o sea, disfrazado —concluyó Assad.

Carl asintió en silencio. No lo habrían reconocido ni aunque hubieran visto su retrato cien veces. A pesar de que su cara era su cara. A pesar de que tenía las cejas casi juntas.

—Santo cielo —dijo Assad junto a él.

Era una manera suave de expresarse. Lo habían visto, podían haberlo tocado, podían haberlo detenido, podían haber salvado la vida a dos niños. Alargar la mano y detenerlo.

—Creo que Isabel tiene algo más que decirles —informó la enfermera—. Y después vamos a tener que dejarlo. Está muy cansada.

Señaló los monitores. La actividad había descendido un poco.

Assad avanzó hacia ella y aplicó el oído a su boca durante un rato.

—Sí —dijo después, haciendo un gesto afirmativo—. Ya se lo voy a decir, Isabel.

Dirigió la cabeza hacia Carl.

—Debe de haber algo de ropa del secuestrador en el asiento trasero del coche destrozado. Ropa con pelos. ¿Qué dices a eso, Carl?

Carl no dijo nada. Podría estar bien a largo plazo, pero no allí y en ese momento.

—Isabel dice también que el secuestrador, o sea, tenía las llaves del coche en un llavero que era una bolita con un número 1 pintado.

Carl sacó hacia delante el labio inferior. ¡La bola de jugar a los bolos! Así que todavía la conservaba. Llevaba al menos trece años con aquella bola en el llavero. Debía de significar mucho para él.

—Tengo la dirección —hizo saber Karsten Jønsson, que había entrado con un cuaderno en la mano—. Ferslev, al norte de Roskilde.

Pasó la dirección a Carl.

—El propietario se llama Mads Christian Fog, que es uno de los nombres que ha mencionado Isabel antes.

Carl se levantó enseguida.

—Pues hay que ir para allá —decidió, haciendo una seña a Assad.

—Bueno… —se oyó que Karsten vacilaba—. Por desgracia, no corre tanta prisa. También me han comunicado que los bomberos hicieron una salida a esa dirección el lunes por la noche. Por lo que he entendido a los bomberos de Skibby, la casa está calcinada por completo.

¡Calcinada! Así que la bestia les llevaba ventaja otra vez.

Carl dio un resoplido.

—¿Sabes si el sitio que dices está junto al agua?

Jønsson sacó su iPhone del bolsillo y escribió la dirección en el GPS. Pasó un rato, y sacudió la cabeza. Pasó el móvil a Carl y señaló el lugar. No, la caseta de botes no estaba allí. Ferslev estaba a varios kilómetros de la costa.

Pues claro que no estaba allí. Pero ¿dónde, entonces?

—De todas formas, habrá que ir, Assad. Alguien debe de conocer al hombre.

Se volvió hacia Karsten Jønsson.

—¿Te has fijado en un hombre que ha salido del ascensor justo cuando entrábamos, después de haber estado contigo en la planta baja? Tenía canas y llevaba gafas. Es el que atacó a tu hermana.

Jønsson puso cara de susto.

—¡Cielos! No, no lo he visto. ¿Estás seguro?

—¿No has dicho que te han dicho que salieras de la habitación porque iban a trasladar a tu hermana? Ha tenido que ser él. ¿No lo has visto?

El agente sacudió la cabeza y su rostro se entristeció.

—No, lo siento. Él estaba inclinado sobre Rakel. No he sospechado nada. Llevaba bata de médico.

Todos miraron a la figura que había bajo la sábana. Era una historia terrible.

—Bien, Karsten —concluyó Carl, tendiendo la mano—. Habría preferido volver a encontrarte en mejores circunstancias, pero te agradezco la ayuda.

Se estrecharon la mano.

A Carl se le ocurrió una idea.

—Eh, Assad e Isabel, una pregunta más. Parece ser que el hombre tenía una cicatriz visible. ¿Sabes dónde la tenía?

Miró a la enfermera, que estaba al lado sacudiendo la cabeza. Isabel Jønsson estaba ya profundamente dormida. Tendrían que esperar hasta más tarde.

—Hay tres cosas, o sea, que tenemos que hacer, Carl —informó Assad cuando abandonaron la habitación—. Hay que ir a todos los sitios, entonces, que Yrsa nos ha señalado. Y también, o sea, pensar en lo que nos dijo Klaes Thomasen. ¿No te parece? Y luego está lo de los bolos. Hay que llevar el retrato a todas las boleras, y aparte de eso preguntar a la gente que vive cerca de la casa incendiada.

Carl asintió con la cabeza. Acababa de ver que Rose seguía apoyada en la pared frente a los ascensores. Así que no había ido muy lejos.

—¿Estás mal, Rose? —preguntó cuando se acercaron.

Rose alzó los hombros.

—Ha sido duro contarle al chico lo de su madre —susurró en voz baja. A juzgar por las rayas que se extendían desde su rímel corrido hasta las mejillas, se diría que había llorado de lo lindo.

—Oh, Rose, qué pena, entonces —la consoló Assad. La abrazó con cuidado y estuvieron un buen rato en silencio, hasta que Rose retrocedió, se secó la nariz con sus mangas largas y miró a Carl a los ojos.

—Vamos a agarrar a ese cerdo, ¿verdad? No voy a ir a casa. Dime qué debo hacer y enseñaré a ese puto cerdo lo que le espera —se desfogó con los ojos centelleantes.

Rose volvía a estar en forma.

Tras haber dado instrucciones a Rose para concentrarse en las boleras del norte de Selandia y enviarles por fax el retrato y los nombres que podían vincularse al asesino, Carl y Assad fueron al coche y teclearon Ferslev en el GPS.

La jornada laboral había terminado. El señor y la señora ratas de despacho daban mucha importancia a eso. Pero ellos no pensaban igual.

Al menos, no aquel día.

Llegaron al lugar del incendio justo cuando el sol iba a desaparecer. Media hora más y sería de noche.

Había sido un incendio muy violento. No solo se había calcinado el edificio principal hasta dejar en pie únicamente los muros exteriores; lo mismo podía decirse del granero y de todo lo que había a unos treinta o cuarenta metros del edificio principal. Los árboles que se alzaban hacia el cielo parecían tótems cubiertos de hollín, y la zona de sembrados cercana a la casa se había quemado hasta alcanzar los cultivos de invierno del vecino.

No era de extrañar que necesitasen los coches de bomberos de Lejre, Roskilde, Skibby y Frederikssund. Podría haberse convertido en una auténtica catástrofe.

Rodearon la casa un par de veces, y el chasis calcinado de la furgoneta empotrada en la sala hizo exclamar a Assad que le recordaba a Oriente Próximo.

Carl nunca había visto nada semejante.

—Aquí no vamos a encontrar nada, Assad. Ha borrado todas las huellas. Vamos a donde el vecino más cercano, a ver qué nos cuenta de ese Mads Christian Fog.

Sonó el móvil. Era Rose.

—¿Quieres oír lo que he averiguado? —preguntó.

Carl no llegó a responder.

—Ballerup, Tårnby, Glostrup, Gladsaxe, Nordvest, Rødovre, Hillerød, Valby, Axeltorv y el Centro Gimnástico de Copenhague, Bryggen en Amager, Stenløse Center, Holbæk, Tåstrup, Frederikssund, Roskilde, Helsingør e incluso Allerød, donde vives. Esas son las boleras de la zona en que debía concentrarme. Les he enviado a todas el material por fax, y dentro de dos minutos empezaré a telefonear. Os llamaré más tarde. Tranquilos, les apretaré bien las clavijas.

Que no les pasara nada a los de las boleras.

La gente de la granja que se encontraba a unos cientos de metros de la pequeña propiedad los invitó a pasar cuando estaban en medio de la cena. Un despliegue espectacular de patatas, carne de cerdo y otras exquisiteces que seguro que cultivaban en la granja. Personas grandes con grandes sonrisas. Allí no faltaba de nada.

—¿Mads Christian? Pues no, la verdad, hace unos cuantos años que no veo al vejestorio. Tiene una novia en Suecia, así que estará allí —informó el hombre de la casa. Uno de esos adictos a las camisas a cuadros.

—Bueno, a veces vemos su horrible furgoneta azul claro pasar por delante —intervino su mujer—. Y el Mercedes, claro. Ganó un montón de dinero en Groenlandia, así que se lo puede permitir. Libre de impuestos, ¿eh?

La mujer sonrió. Por lo visto, era experta en cosas libres de impuestos.

Carl se inclinó sobre la mesa de madera maciza apoyándose en ambos codos. Si Assad y él no encontraban pronto algún sitio para comer, la caza iba a terminar enseguida. El aroma de la cabezada al horno estaba a punto de hacerle cometer algún desmán contra la propiedad ajena.

—Vejestorio, ha dicho. ¿Estamos hablando de la misma persona? —preguntó, mientras la boca se le hacía agua—. Mads Christian Fog, ¿verdad? Según nuestras informaciones no puede tener más de cuarenta y cinco años.

Marido y mujer rieron al oírlo.

—Joder, será un sobrino, o algo así —explicó el hombre—. Pero eso lo pueden aclarar ustedes en dos minutos frente al ordenador, ¿no?

Other books

Into the Sea of Stars by William R. Forstchen
Sin & Savage by Anna Mara
Save Me (Elk Creek) by Lee, Crystal
Warrior's Angel (The Lost Angels Book 4) by Heather Killough-Walden
Apollo by Madison Stevens