Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
La supresión del pensamiento crítico generalmente empieza temprano. Una chica de cinco años, por ejemplo, puede advertir la falta de sinceridad de su madre, ya sea por la sutil observación de que mientras ésta habla continuamente de amor y amistad, de hecho se muestra fría y egoísta; o bien, de una manera más superficial, al descubrir que su madre mantiene una relación amorosa con otro hombre al tiempo que exalta su propio nivel moral. La niña siente la discrepancia. Su sentido de la justicia y la verdad sufre un rudo contraste, y, sin embargo, como depende de la madre, quien no le permitiría ninguna especie de crítica, y, por otra parte, no puede, por ejemplo, confiar en el padre, que es un débil, la niña se ve obligada a reprimir su capacidad crítica. Muy pronto ya no se dará cuenta de la insinceridad de la madre o de su infidelidad. Perderá su capacidad de pensamiento crítico, puesto que se trata de algo aparentemente inútil y peligroso. Por otra parte, la niña experimenta el efecto de la pauta cultural que le dicta la creencia de que el matrimonio de los padres es feliz y que su madre es una mujer sincera y decente; y en virtud de ello la hija se hallará dispuesta a aceptar esta idea como si fuera propia.
En todos los ejemplos anteriores, el problema que se plantea es el de saber si el pensamiento es el resultado de la actividad del propio yo, y no si su contenido es correcto. Como se ha indicado en el caso del pescador, «sus» pensamientos bien pueden ser erróneos, y, en cambio, corresponder a la verdad los del hombre que se limita a repetir lo que le ha sido sugerido; además, el seudopensamiento puede ser también perfectamente lógico y racional. Su seudo-carácter no tiene que manifestarse necesariamente en la presencia de elementos ilógicos. Esto puede comprobarse en las racionalizaciones que tienden a explicar una acción o un sentimiento sobre bases racionales o realistas, aunque aquellos estén determinados por factores irracionales y subjetivos. Las racionalizaciones pueden hallarse en contradicción con los hechos o con las reglas del pensamiento lógico. Pero frecuentemente serán lógicas y racionales tomadas en sí mismas. En este caso su irracionalidad residirá en el hecho de que no constituyen el motivo real de la acción que pretenden haber causado.
Un ejemplo de racionalización irracional lo hallamos en un chiste bien conocido. Una persona había tomado prestada una jarra de vidrio de un vecino y la había roto; cuando éste se la pidió de vuelta, contestó: «En primer lugar, ya se la he devuelto; en segundo lugar, nunca se la pedí prestada; y por último, ya estaba rota cuando usted me la prestó». Tenemos, en cambio, un ejemplo de racionalización racional cuando una personal, que se halla en dificultades económicas, le pide a un pariente suyo, B, que le preste dinero. B se rehúsa y afirma que su manera de obrar se funda en la creencia de que al prestarle dinero a A tan sólo habría de fomentar la inclinación de éste hacia la irresponsabilidad y el deseo de apoyarse en los demás. Ahora bien, este razonamiento puede ser perfectamente cuerdo, pero seguiría siendo una racionalización aun en este caso, pues B en ningún momento le hubiera prestado el dinero a A, y, aun cuando conscientemente cree que su negativa está motivada por una preocupación con respecto al bienestar de A, en realidad el motivo reside en su tacañería.
Por lo tanto, no podemos saber si nos hallamos en presencia de una racionalización simplemente analizando la lógica de las afirmaciones de una determinada persona, sino que debemos tener en cuenta también las motivaciones psicológicas que operan en la misma. El punto decisivo no es lo que se piensa, sino cómo se piensa. Las ideas que resultan del pensamiento activo son siempre nuevas y originales; ellas no lo son necesariamente en el sentido de no haber sido pensadas por nadie hasta ese momento, sino en tanto la persona que las piensa ha empleado el pensamiento como un instrumento para descubrir algo nuevo en el mundo circundante o en su fuero interno. Las racionalizaciones carecen, en esencia, de ese carácter de descubrimiento y revelación; ellas se limitan a confirmar los prejuicios emocionales que ya existen en uno mismo. La racionalización no representa un instrumento para penetrar en la realidad, sino que constituye un intento postfactum destinado a armonizar los propios deseos con la realidad exterior.
Con el sentimiento ocurre lo mismo: debe distinguirse entre lo genuino, que se origina en nosotros mismos, y el seudosentimiento, que en realidad no es nuestro, a pesar de que lo creemos tal. Elijamos un ejemplo extraído de la vida cotidiana y que representa típicamente cuál es el carácter de nuestros sentimientos en el contacto con los demás. Observemos a un hombre que asiste a una fiesta. Está alegre, se ríe, conversa amigablemente y parece contento y feliz. Al saludar sonríe amistosamente al tiempo que dice haberse divertido muchísimo. La puerta se cierra detrás de él... y ha llegado el momento de observarlo con suma atención. En su rostro se advierte un cambio repentino. La sonrisa ha desaparecido; por supuesto esto debió preverse, puesto que ahora está solo y no tiene nada ni hay nadie que pueda evocar la sonrisa. Pero el cambio a que me refiero representa algo más que la simple desaparición de la sonrisa. En su cara aparece una expresión de profunda tristeza, casi de desesperación. Esto probablemente tan sólo durante unos segundos; luego su rostro asume la expresión habitual, como la de una máscara. El hombre sube a su coche, piensa en la velada que acaba de dejar, se pregunta si ha hecho o no buena impresión y se contesta que sí. ¿Pero estuvo él alegre y feliz durante la fiesta? ¿Y la fugaz expresión de tristeza y desesperación que apareció en su rostro? ¿Fue tan sólo una reacción momentánea sin significado? Sería casi imposible contestar a estas preguntas sin conocer algo más acerca del hombre. Hay un incidente, sin embargo, que puede darnos un indicio para la comprensión del significado de su alegría.
Esa misma noche sueña que ha vuelto a las armas y que se halla en la guerra. Ha recibido la orden de alcanzar el cuartel general enemigo, cruzando las líneas del frente. Viste un uniforme de oficial parecido al alemán y, de improviso, se encuentra en medio de un grupo de oficiales alemanes. Se sorprende de encontrar tan confortable el cuartel general enemigo y de ver que todos se le muestran amistosos, pero a la vez se siente invadido por el creciente terror de ser descubierto como espía. Uno de los oficiales más jóvenes, hacia el cual experimenta mayor simpatía, se le acerca y le dice: «Yo sé quién es usted. Sólo hay un modo de salvarse. Cuénteles chistes, hágalos reír a fin de que se distraigan y dejen de prestarle atención». Nuestro hombre queda muy agradecido por el consejo y empieza a contar chistes y a reírse. Luego su actitud alegre aumenta de intensidad de tal manera que los otros oficiales sospechan de él, y cuanto mayor es su sospecha; tanto más innaturales y forzados parecen sus chistes y su alegría. Por ñn, experimenta tal sentimiento de terror que ya no puede quedarse: se levanta de un salto de su silla y echa a correr; todos los oficiales lo persiguen. Entonces, la escena cambia: está sentado en un tranvía que se detiene justo frente a su casa. Viste un traje civil ordinario, experimenta un sentimiento de alivio y piensa que la guerra ya ha terminado.
Supóngase ahora que estemos en condiciones de preguntarle al día siguiente en qué se le ocurre pensar en conexión con cada elemento integrante del sueño. Anotamos aquí tan sólo unas pocas asociaciones, especialmente significativas para la comprensión del punto principal que nos interesa. El uniforme alemán le recuerda que había un invitado, en la fiesta de la noche anterior, que hablaba con un fuerte acento alemán. Recuerda haberse sentido fastidiado con tal persona por no haberle ésta prestado mucha atención a pesar de que él (nuestro soñador) se había esforzado por atraérsela y causarle una buena impresión. Al vagar libremente por estos pensamientos recuerda que, en un determinado momento de la fiesta, tuvo la sensación de que esa persona con el fuerte acento alemán se había mofado de él y sonreído de un modo impertinente con respecto a algunas frases suyas. Al pensar acerca de la habitación confortable del cuartel general, se le ocurre que ésta se parecía a la que tuvo por escenario la fiesta, la noche pasada, pero que sus ventanas eran similares a las de una pieza en donde una vez fue suspendido en un examen. Sorprendido por esta asociación, sigue recordando que antes de ir a la fiesta estaba algo preocupado acerca de la impresión que habría de causar, puesto que uno de los invitados era hermano de la joven a que aspiraba, y también porque el dueño de casa tenía mucha influencia con uno de sus superiores, de cuya opinión dependía gran parte de su éxito profesional. Al hablar de este superior, nos confía que le es profundamente antipático, y que se siente muy humillado por tener que mostrarse cordial con él; agrega que sintió también alguna antipatía hacia el dueño de la casa, si bien no tuvo ninguna conciencia de ello. Otra asociación se refiere al hecho de que luego de haber relatado un incidente cómico acerca de un hombre calvo, experimentó alguna aprensión por el temor de haber ofendido al dueño de casa, quien también era casi calvo. Lo del tranvía le pareció extraño, pues, aparentemente, no daba lugar a ninguna asociación. Pero al hablar sobre esto, recuerda el tranvía que, cuando era niño, lo llevaba a la escuela, y, además, se le ocurre otro detalle, a saber, que habiendo ocupado el lugar del conductor pensó cuan extraordinariamente parecido resulta guiar un tranvía a manejar un auto. Es evidente que el tranvía simboliza su propio coche, en el que había vuelto a su casa, y que esto le había hecho recordar el momento en que regresaba al hogar desde la escuela.
Todo el que esté acostumbrado a entender el significado de los sueños ya habrá captado con toda claridad el sentido del que hemos relatado y de las asociaciones que lo acompañan, aun cuando se haya mencionado tan sólo una parte de ellas y nada se sepa acerca de la estructura de la personalidad y de la situación pasada y presente de nuestro hombre. El sueño revela cuáles fueron sus sentimientos reales durante la fiesta de la noche anterior. Estaba ansioso, temeroso de no causar buena impresión, tal como se proponía, enojado con respecto a diversas personas por las cuales se sentía ridiculizado y a quienes creía serles poco simpático. El sueño muestra que la alegría era un medio para ocultar su angustia y su ira, y al mismo tiempo para aplacar a las personas con las que se hallaba enojado. Su alegría era una máscara; no surgía de él mismo, sino que ocultaba sus verdaderos sentimientos: miedo e ira. Todo esto contribuía también a hacer insegura su posición toda, de manera que se sentía como un espía en campo enemigo, en peligro de ser descubierto en cualquier momento. Ahora se halla la confirmación y también la explicación de la momentánea expresión de tristeza y desesperación que pudimos observar en su rostro en el momento de abandonar la fiesta.
En ese instante su cara expresó lo que él realmente sentía, aunque se trataba de algo de lo cual él no se daba cuenta en absoluto. En el sueño este sentimiento se halla descrito de manera dramática y a la vez explícita, si bien no se refiere abiertamente a las personas que eran objeto de tales sentimientos.
El hombre de que hablamos no era neurótico, tampoco se hallaba bajo el hechizo hipnótico: se trataba de un individuo más bien normal, poseído por la misma angustia y necesidad de aprobación que es habitual en el hombre moderno. No se daba cuenta del hecho de que su alegría no era realmente «suya», dado que acostumbrado como estaba a sentir lo que todo el mundo debe sentir en una situación determinada, el que se diera cuenta de algo «extraño» hubiese constituido la excepción más bien que la regla.
Lo que es cierto para el pensamiento y la emoción vale también para la voluntad. La mayoría de la gente está convencida de que, mientras no se la obligue a algo mediante la fuerza externa, sus decisiones le pertenecen, y que si quiere algo, realmente es ella quien lo quiere. Pero se trata tan sólo de una de las grandes ilusiones que tenemos acerca de nosotros. Gran número de nuestras decisiones no son realmente nuestras, sino que nos han sido sugeridas desde afuera; hemos logrado persuadirnos a nosotros mismos de que ellas son obra nuestra, mientras que, en realidad, nos hemos limitado a ajustamos a la expectativa de los demás, impulsados por el miedo al aislamiento y por amenazas aún más directas en contra de nuestra vida, libertad y conveniencia.
Cuando se pregunta a los chicos si desean ir a la escuela todos los días y su contestación es: «Seguro que sí», ¿es sincera esta respuesta? En mucho casos, ciertamente, no lo es. Muchas veces el niño sentirá deseos de ir a la escuela, pero frecuentemente preferiría jugar o hacer alguna otra cosa. Si siente: «Yo quiero ir a la escuela todos los días», es que acaso haya reprimido su aversión hacia la regularidad del trabajo escolar. Siente que se espera de él que vaya todos los días a la escuela, y tal presión es lo bastante fuerte como para ahogar el sentimiento de que va porque está obligado a ello. El chico podría sentirse más feliz si pudiera tener conciencia del hecho de que a veces quiere ir y otras va simplemente porque así se lo ordenan. Y, sin embargo, la presión bajo la forma de deber, es lo bastante intensa como para darle la sensación de que «él» quiere aquello que, socialmente, se supone debe querer.
En general se cree que la mayoría de los hombres se casan voluntariamente. Ciertamente, hay casos en que el motivo del matrimonio reside en un sentimiento de deber u obligación. Y hay otros en que el hombre se casa porque «él» realmente quiere casarse. Pero también se dan no pocos casos en los que el hombre (o la mujer), mientras conscientemente cree que quiere casarse con cierta persona, en realidad es víctima de una sucesión de acontecimientos que lo han conducido al matrimonio y parecen obstruir todo camino de escape. Durante los meses que preceden al casamiento está firmemente convencido de que «él» tiene la voluntad de casarse, y la primera —y algo tardía— indicación de que acaso no sea así, la constituye el hecho de que el día mismo de la ceremonia se siente invadido por un repentino terror y por el impulso de huir. Si se trata de una persona «sensata», este sentimiento dura tan sólo unos pocos minutos, y contestará a la pregunta acerca de su intención de casarse con el inconmovible convencimiento de que tal es su deseo.
Podríamos seguir citando muchos otros ejemplos de la vida diaria en los que la gente parece tomar decisiones, parece querer algo, pero, en realidad, sigue la presión interna o externa de tener que desear aquello que se dispone a hacer. De hecho, al observar el fenómeno de la decisión humana, es impresionante el grado en que la gente se equivoca al tomar por decisiones «propias» lo que en efecto constituye un simple sometimiento a las convenciones, al deber o a la presión social. Casi podría afirmarse que una decisión «original» es, comparativamente, un fenómeno raro en una sociedad cuya existencia se supone basada en la decisión autónoma individual.