Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
El capítulo siguiente mostrará también cómo el periodo de la Reforma es más similar a la escena contemporánea de lo que parecería a primera vista; en realidad, a pesar de todas las diferencias evidentes que existen entre los dos periodos, probablemente no haya otra época desde el siglo XVI en adelante que se parezca más a la nuestra en lo que concierne al significado ambiguo de la libertad. La Reforma constituye una de las raíces de la idea de libertad y autonomía humanas, tal como ellas se expresan en la democracia moderna. Sin embargo, aun cuando no se deja nunca de subrayar este hecho, especialmente en los países no católicos, se olvida su otro aspecto: la importancia que ella atribuye a la maldad de la naturaleza humana, a la insignificancia y la impotencia del individuo y a la necesidad para éste de subordinarse a un poder exterior a él mismo. Esta idea de la indignidad del individuo, de su incapacidad fundamental para confiar en sí mismo y su necesidad de someterse, constituye también el tema principal de la ideología hitleriana, que, por otra parte, no asigna a la libertad y a los principios morales la importancia que es esencial en el protestantismo.
Esta similitud ideológica no es la única que hace del estudio de los siglos XV y XVI un punto de partida particularmente fecundo para la comprensión de la escena contemporánea. También existe una similitud fundamental en la situación social. Trataré de mostrar cómo se debe a tal parecido la similitud ideológica y psicológica. Entonces como ahora había un vasto sector de la población que se hallaba amenazado en sus formas tradicionales de vida por obra de cambios revolucionarios en la organización económica y social; especialmente se veía amenazada la clase media tal como lo está hoy por el poder de los monopolios y por la fuerza superior del capital, y tal amenaza ejercía un importante efecto sobre el espíritu y la ideología del sector amenazado, al agravar el sentimiento de soledad e insignificancia del individuo.
La imagen de la Edad Media
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ha sido deformada de dos maneras distintas. El racionalismo la ha considerado sobre todo como un período de oscurantismo. Ha señalado la falta general de libertad personal, el despojo de la gran masa de población por parte de una pequeña minoría y el predominio de la superstición y la ignorancia, así como de una estrechez mental que hacía del campesino de los aledaños de la ciudad —para no hablar de las personas originarias de otros países— un extranjero sospechoso y peligroso a los ojos del habitante urbano. Por otro lado, la Edad Media ha sido idealizada, sobre todo por los filósofos reaccionarios, y en ciertos casos también por algunos críticos progresistas del capitalismo. Se ha señalado el sentido de la solidaridad, la subordinación de las necesidades económicas a las humanas, el carácter directo y concreto de las relaciones entre los hombres, el principio supranacional de la Iglesia católica y el sentimiento de seguridad característico del hombre medieval. Ambas imágenes son correctas: lo que las hace erróneas es el considerar tan sólo una de ellas, cerrando los ojos ante la otra.
Lo que caracteriza a la sociedad medieval, en contraste con la moderna, es la ausencia de libertad individual. Todos, durante el período más primitivo, se hallaban encadenados a una determinada función dentro del orden social. Un hombre tenía pocas probabilidades de trasladarse socialmente de una clase a otra, y no menores dificultades tenía para hacerlo desde el punto de vista geográfico, para pasar de una ciudad a otra o de un país a otro. Con pocas excepciones, se veía obligado a permanecer en el lugar de su nacimiento. Frecuentemente no poseía ni la libertad de vestirse como quería ni de comer lo que le gustaba. El artesano debía vender a un cierto precio y el campesino hacer lo propio en un determinado lugar, el mercado de la ciudad. Al miembro de un gremio le estaba prohibido revelar todo secreto técnico de producción a cualquiera que no fuera miembro del mismo, y estaba obligado a dejar que sus compañeros de gremio participaran de toda compra ventajosa de materia prima. La vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad.
Pero aun cuando una persona no estuviera libre en el sentido moderno, no se hallaba ni sola ni aislada. Al poseer desde su nacimiento un lugar determinado, inmutable y fuera de toda discusión, dentro del mundo social, el hombre se hallaba arraigado en un todo estructurado, y de este modo la vida poseía una significación que no dejaba ni lugar ni necesidad para la duda. Una persona se identificaba con su papel dentro de la sociedad; era campesino, artesano, caballero y no un individuo a quien le había ocurrido tener esta o aquella ocupación. El orden social era concebido como un orden natural, y el ser una parte definida del mismo proporcionaba al hombre un sentimiento de seguridad y pertenencia. Había, comparativamente, poca competencia. Se nacía en una determinada posición económica que garantizaba un nivel de vida establecido por la tradición, del mismo modo como la jerarquía social más elevada llevaba consigo determinadas obligaciones económicas. Pero dentro de los límites de su esfera social el individuo disfrutaba realmente de mucha libertad para poder expresar su yo en el trabajo y en su vida emocional. Aunque no existía un individualismo en el sentido moderno de elección ilimitada entre muchos modos de vida posibles (libertad de elección que en gran parte es abstracta), existía un grado considerable de individualismo concreto dentro de la vida real.
Había mucho sufrimiento y dolor, pero también estaba allí la Iglesia que los hacía más tolerables al explicarlos como una consecuencia del pecado de Adán y de los pecados individuales de cada uno. La Iglesia, al tiempo que fomentaba un sentimiento de culpabilidad, también aseguraba al individuo su amor incondicional para todos sus hijos y ofrecía una manera de adquirir la convicción de ser perdonado y amado por Dios. La relación con el Señor era antes de confianza y amor que de miedo y duda. Así como el campesino y el habitante de la ciudad raramente iban más allá de los límites de la pequeña área geográfica que les había tocado en suerte, también el universo era limitado y de sencilla comprensión. La tierra y el hombre eran su centro; el cielo o el infierno, el lugar predestinado para la vida futura, y todas las acciones, desde el nacimiento hasta la muerte, eran de una claridad cristalina en cuanto a sus relaciones causales recíprocas.
Sin embargo, aun cuando la sociedad se hallaba estructurada de este modo y proporcionaba seguridad al hombre, también lo mantenía encadenado. Tratábase de una forma de servidumbre distinta de la que se formó, en siglos posteriores, por obra del autoritarismo y la opresión. La sociedad medieval no despojaba al individuo de su libertad, porque el «individuo» no existía todavía; el hombre estaba aún conectado con el mundo por medio de sus vínculos primarios. No se concebía a sí mismo como un individuo, excepto a través de su papel social (que entonces poseía también carácter natural). Tampoco concebía a ninguna otra persona como «individuo». El campesino que llegaba a la ciudad era un extranjero, y aun dentro de la ciudad los miembros de los diferentes grupos sociales se consideraban extranjeros entre sí. No se había desarrollado todavía la conciencia del propio yo individual, del yo ajeno y del mundo como entidades separadas.
La falta de autoconciencia del individuo en la sociedad medieval ha encontrado una expresión clásica en la descripción de la cultura medieval que nos proporciona Jacob Burckhard.
Durante la Edad Media ambos lados de la conciencia humana —la que se dirige hacia adentro y la que se dirige hacia afuera— yacen en el sueño o semidespiertas bajo un velo común. Un velo tejido de fe, ilusión e infantil inclinación, a través del cual el mundo y la historia eran vistos bajo extraños matices. El hombre era consciente de sí mismo tan sólo como miembro de una raza, pueblo, partido, familia o corporación; tan sólo a través de alguna categoría general.
La estructura de la sociedad y la personalidad del hombre cambiaron en el periodo posterior de la Edad Media. La unidad y la centralización de la sociedad medieval se fueron debilitando. Crecieron en importancia el capital, la iniciativa económica individual y la competencia; se desarrolló una nueva clase adinerada. Podía observarse un individualismo creciente en todas las esferas de la actividad humana, el gusto, la moda, el arte, la filosofía y la teología. Quisiera destacar aquí cómo todo este proceso poseía un significado diferente para el pequeño grupo de los capitalistas ricos y prósperos, por un lado, y por el otro, para las masas campesinas y especialmente para la clase media urbana, para la cual este nuevo desarrollo, si bien significaba hasta cierto punto la posibilidad de riquezas y nuevas perspectivas para la iniciativa individual, esencialmente constituía una amenaza a su manera tradicional de vivir. Es importante grabar desde ahora en nuestra mente tal diferencia, porque las reacciones psicológicas e ideológicas de estos distintos grupos se vieron determinadas por aquélla.
El nuevo desenvolvimiento social y económico se efectuó en Italia con mayor intensidad y con mayores repercusiones sobre la filosofía, el arte y todo el estilo de vida, que en la Europa occidental y central. En Italia por vez primera el individuo emergió de la sociedad medieval y rompió las cadenas que le habían otorgado seguridad y que a la vez lo habían limitado. El italiano del Renacimiento llegó a ser, según las palabras de Burckhardt, el primogénito entre «los hijos de la Europa moderna», el primer individuo. El hecho de que la sociedad medieval se derrumbara en Italia antes que en la Europa central y occidental, se debió a un cierto número de factores económicos y políticos. Entre ellos debe contarse la posición geográfica de Italia y las ventajas comerciales resultantes, en un período en que el Mediterráneo era la mayor ruta comercial de Europa; la lucha entre el papado y el imperio de la cual resultaba la existencia de un gran número de unidades políticas independientes; la cercanía del Oriente, cuya consecuencia fue la introducción en Italia, antes que en otras partes de Europa, de ciertas profesiones que eran importantes para el desarrollo de las industrias, tales como, por ejemplo, la de la seda.
A consecuencia de estas y otras condiciones surgió en Italia una poderosa clase adinerada cuyos miembros estaban impulsados por el espíritu de iniciativa, el poder y la ambición. La estratificación correspondiente a las clases medievales perdió importancia. Desde el siglo XII en adelante, nobles y burgueses vivieron juntos dentro de los muros de la ciudad. En el intercambio social comenzaron a ignorarse las distinciones de casta. El nacimiento y el origen se volvieron menos importantes que la riqueza.
Por otra parte, también entre las masas la estratificación social tradicional había sido debilitada. En su lugar hallamos una masa urbana de trabajadores explotados y desprovistos de poder político. Ya en 1231, como lo señala Burckhardt, las medidas políticas de Federico II se dirigían «a la completa destrucción del Estado feudal, a la transformación del pueblo en una multitud despojada del deseo y de los medios de resistencia, pero sumamente útil para el fisco».
El resultado de esta progresiva destrucción de la estructura social medieval fue la emergencia del individuo en el sentido moderno. Citaremos una vez más a Burckhardt:
Fue en Italia donde este velo (de ilusión, de fe y de infantil inclinación) desapareció primeramente; llegó a ser posible la discusión y la consideración objetiva del Estado y de todas las cosas de este mundo. Al mismo tiempo se afirmó el lado subjetivo con un vigor análogo; el hombre se transformó en un individuo espiritual y se reconoció a sí mismo como tal. De este mismo modo los griegos se habían una vez distinguido de los bárbaros, y los árabes se habían sentido individuos en una época en que los otros asiáticos se reconocían tan sólo como miembros de una raza.
La descripción que proporciona Burckhardt del espíritu del nuevo individuo ilustra lo que hemos expuesto en el capítulo anterior acerca de la emergencia del individuo de sus vínculos primarios. El hombre se descubre a sí mismo y a los demás como individuos, como entes separados; descubre la naturaleza como algo distinto a él mismo en dos aspectos: como objeto de dominación teórica y práctica y, por su belleza, como objeto de goce. Descubre el mundo, desde el punto de vista práctico, al descubrir nuevos continentes, y desde el punto de vista espiritual, al desarrollar un espíritu cosmopolita, un espíritu que hace decir al Dante: «Mi patria es todo el mundo».
El Renacimiento fue la cultura de una clase rica y poderosa, colocada sobre la cresta de una ola levantada por la tormenta de nuevas fuerzas económicas. Las masas que no participaban del poder y la riqueza del grupo gobernante perdieron la seguridad que les otorgaba su estado anterior y se volvieron un conjunto informe —objetos de lisonjas o de amenazas— pero siempre víctimas de las manipulaciones y la explotación de los detentadores del poder. Al lado del nuevo individualismo surgió un nuevo despotismo. Estaban así entrelazadas de una manera inextricable la libertad y la tiranía, la individualidad y el desorden. El Renacimiento no fue una cultura de pequeños comerciantes y de pequeños burgueses, sino de ricos nobles o ciudadanos. Su actividad económica y su riqueza les proporcionaban un sentimiento de libertad y un sentimiento de individualidad. Pero a la vez esta misma gente había perdido algo: la seguridad y el sentimiento de pertenencia que ofrecía la estructura social medieval. Eran más libres, pero a la vez se hallaban más solos. Usaron de su poder y de su riqueza para exprimir hasta la última gota los placeres de la vida; pero, al hacerlo, debían emplear despiadadamente todos los medios, desde la tortura física hasta la manipulación psicológica, a fin de gobernar a las masas y vencer a los competidores en el seno de su misma clase. Todas las relaciones humanas fueron envenenadas por esta lucha cruel por la vida o por la muerte, para el mantenimiento del poder y la riqueza. La solidaridad con los demás hombres —o, por lo menos, con los miembros de su propia clase— se vio reemplazada por una actitud cínica e indiferente; a los otros individuos se los consideraba como «objetos» para ser usados o manipulados, o bien para ser destruidos sin piedad, si ello resultaba conveniente para la consecución de los propios fines. El individuo se halla absorbido por un egocentrismo apasionado, una voracidad insaciable de poder y riqueza. Como consecuencia de todo ello también resultaron envenenadas la relación del individuo afortunado con su propio yo y su sentido de la seguridad y la confianza. Su mismo yo se tornó para él un objeto de manipulación como lo eran las demás personas. Tenemos razones para dudar acerca de si los poderosos señores del capitalismo renacentista eran tan felices y se sentían tan seguros como han sido descritos a menudo. Parece que la nueva libertad les dio dos cosas: un aumento en el sentimiento de fuerza y, a la vez, aislamiento, duda y escepticismo creciente y, como consecuencia de ello, angustia. Se trata de la misma contradicción que hallamos en los— escritos filosóficos de los humanistas. Junto con su insistencia acerca de la dignidad humana, la individualidad y la fuerza dieron, en su filosofía, muestras de inseguridad y desesperación.