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Authors: Anthony Berkeley

El misterio de Layton Court (27 page)

BOOK: El misterio de Layton Court
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Con un suspiro, Roger consiguió echar el cierre. Puso la espalda recta y sacó la pipa del bolsillo.

—Ya he hablado suficiente por ahora —anunció.

—¡Bah, tonterías! —exclamó Alec incrédulo.

—Va siendo hora de que me detenga a pensar un poco —prosiguió Roger sin hacer caso de la interrupción—. Ve a tomar el té, Alexander, ya llegas diez minutos tarde.

—¿Y qué vas a hacer tú?

—Voy a pasar mis últimos veinte minutos en esta casa pensando a toda prisa en el jardín trasero. Ya hablaremos de esto en el tren.

—Sí, eso me temo —respondió bruscamente Alec mientras salían al pasillo.

27. El señor Sheringham da en el blanco

Roger no hizo acto de aparición hasta que el coche llegó a la puerta principal, cuando los demás miembros del grupo se decían adiós en las escaleras. Su despedida fue, necesariamente, un tanto apresurada, pero tal vez lo hiciera a propósito. Roger no se sentía demasiado inclinado a entretenerse en compañía de lady Jefferson.

No obstante, estrechó efusivamente la mano de su marido y el modo en que lo hizo sirvió para garantizarle a este último, sin necesidad de decirlo de forma explícita, que sus confidencias eran poco menos que inviolables. El taciturno Jefferson se volvió casi efusivo al comprenderlo.

Al llegar a la estación, Roger en persona se ocupó de comprar los billetes y haciendo gala de mucho tacto acompañó a la señora Plant a un vagón de no fumadores, con la excusa de que los cigarros que Alex y él tenían intención de fumar harían estragos con las sutilezas del Parfum Jasmine. Una breve pero interesante conversación con el revisor, seguida del intercambio de unas cuantas monedas de plata, sirvió para que cerrasen con llave la puerta de su propio compartimento de primera clase.

—Y así concluye una visita muy interesante —observó Roger en cuanto el tren se puso en marcha. Se acomodó en un rincón y puso los pies en el asiento—. En fin, no puedo decir que lamente volver a Londres. Debo decir que, aunque me gusta mucho el campo, siempre he pensado que es mejor tomarlo en pequeñas dosis para apreciarlo como es debido, ¿no crees?

—No —respondió Alec.

—O contemplarlo cómodamente desde la ventanilla de un tren —prosiguió Roger señalando con un gesto apreciativo los campos que estaban atravesando—. Campos, bosques, arroyos, cebada...

—No es cebada. Es trigo.

—... cebada, árboles..., ¡es precioso, mi querido Alexander! Pero es mejor verlo así, como un delicioso destello que deja una impresión en el cerebro, para dar paso, un instante después, a otra no menos deliciosa, que quedarse atascado, por ejemplo, en uno de esos campos de cebada...

—Trigo.

—... de cebada con la única perspectiva de caminar quince kilómetros bajo un sol de justicia hasta llegar al pub más cercano. ¿No te parece?

—No.

—Lo suponía. Pero piénsalo bien. Estoy dispuesto a admitir que el sol, considerado desde un punto de vista puramente estético, es algo...

—¿De qué estás hablando? —preguntó desesperado Alec.

—Del sol, Alexander —replicó Roger sin inmutarse.

—Pues, por el amor de Dios, deja de hablar del sol. Lo que quiero saber es si has averiguado algo más.

Era evidente que Roger estaba otra vez de un humor exasperante.

—¿Sobre qué? —preguntó en tono inexpresivo.

—¡Serás idiota! ¡Sobre el caso Stanworth, por supuesto! —gritó desquiciado Alec.

—¡Ah, sí, claro! El caso Stanworth —replicó ingenuamente Roger—. ¿Qué tal lo he hecho, Alec? —preguntó cambiando de pronto de tono.

—¿Qué?

—Lo de preguntar «¿Sobre qué?» ¿Lo he dicho con suficiente aire de inocencia? Es lo que hacen siempre los grandes detectives. Cuando llegan a este punto de la investigación siempre fingen haberse olvidado del asunto. Nunca he llegado a saber por qué lo hacen, pero es evidente que es lo correcto en estos casos. A propósito, Alec —añadió con mucha amabilidad—, has interpretado tu papel a la perfección. El amigo idiota siempre grita irritado y malhumorado de ese modo. Creo que hacemos muy buena pareja, ¿no crees?

—¿Quieres dejar de parlotear y decirme si has averiguado algo sobre el asesinato de Stanworth? —insistió obstinadamente Alec.

—¿Ah, eso? —respondió Roger con estudiada despreocupación—. Lo resolví hace exactamente cuarenta y tres minutos.

—¿Cómo?

—Digo que resolví el misterio hace exactamente cuarenta y tres minutos. Y unos cuantos segundos, claro. Un asunto interesante a su modo, mi querido Alexander Watson, pero absurdamente simple una vez se comprende el factor realmente crucial del caso. Por algún extraño motivo lo pasé por alto antes; de ahí el retraso. Pero no incluyas eso cuando pongas el caso por escrito o nunca me contratarán para recuperar las joyas de la corona robadas de algún influyente emperador.

—Así que lo has resuelto ¿eh? —gruñó escéptico Alec—. Creo haberte oído decir eso antes.

—¿Te refieres a lo de Jefferson? Sí, admito que aposté por el caballo equivocado. Pero ahora es distinto. En esta ocasión lo he resuelto de verdad.

—¿Ah, sí? Bueno, oigámoslo.

—Encantado —respondió cordialmente Roger—. Veamos. ¿Por dónde empezar? Bueno, creo que ya te he contado todos los detalles de importancia que he logrado sonsacarles a Jefferson y a la señora Plant. Todos salvo uno. —Roger abandonó de pronto su tono burlón—. Alec —dijo muy serio—, el tal Stanworth era el peor canalla del que he oído hablar. Lo que no te he contado es que dio tres meses a la señora Plant para conseguir doscientas cincuenta libras para pagarle; y le dio a entender que, si no las tenía, una mujer tan guapa como ella no tendría dificultades para conseguirlas.

—¡Dios mío! —exclamó Alec.

—Incluso llegó más lejos y se ofreció a presentarle a un hombre rico de quien podría obtenerlas si jugaba bien sus cartas. Te aseguro que el amigo Stanworth tuvo una muerte demasiado buena. La persona que lo hizo merecería que lo aclamaran como benefactor público en lugar de que lo ahorcara el país agradecido, como sin duda ocurrirá si la policía llega a enterarse de esto.

—No esperarás que la ley reconozca el principio de la justicia poética —objetó Alec.

—No veo por qué no —repuso Roger—. En todo caso, dejemos eso para más tarde. En fin, en mi opinión había dos dificultades principales en el caso Stanworth. La primera es que al principio no parecía haber un motivo claro; y después, cuando descubrimos a qué se dedicaba Stanworth, había demasiados. Todos los de la casa, la señora Plant, Jefferson, lady Stanworth, el mayordomo (que, dicho sea de paso, y por lo que insinuó Jefferson, parece haber cometido algún asesinato: eso era lo que Stanworth tenía contra él) tenían motivos sobrados para matarlo; y el caso empezó a ser cuestión, no de descubrir quién había sido el que había cometido el crimen, sino de averiguar, mediante un proceso de eliminación, quién no había sido. De ese modo, me las arreglé para descartar a la señora Plant, a Jefferson y a lady Stanworth. Pero, aparte de las personas que teníamos delante, estaban todos los demás, ¡Dios sabe cuántos!, de cuya existencia nada sabíamos: ¡todas las demás víctimas!

—¿Es que había tantas?

—Creo que sus manejos llegaban muy lejos —replicó irónicamente Roger—. En cualquier caso, pude limitar los sospechosos hasta cierto punto. Luego empecé a repasar las pruebas que habíamos reunido. La pregunta que me obsesionaba era: «¿Hay algo que señale indudablemente hacia alguna persona concreta, hombre o mujer?».

—¿Mujer? —repitió sorprendido Alec.

—Desde luego. A pesar de todo, de las huellas en el lecho de flores, por ejemplo, seguía considerando la posibilidad de que hubiese una mujer implicada. No parecía probable, pero no podía pasarlo por alto. Y es una suerte que no lo hiciera, pues eso fue lo que me puso tras la pista correcta.

—¡Dios mío!

—Sí, reconozco que tardé en darme cuenta, pues lo había tenido delante todo el tiempo y no me había dado cuenta. Verás, la clave de todo el misterio era que esa noche hubo una segunda mujer en la biblioteca.

—¿Cómo demonios lo sabes? —preguntó consternado Alec.

—Por el cabello que encontramos en el sofá. Recordarás que lo guardé en el sobre y luego lo olvidé, dando por sentado que era de la señora Plant. Luego, en el jardín, caí en que no se parecía en nada al suyo; el de la señora Plant es mucho más oscuro. Por supuesto, eso abrió una nueva línea de investigación.

—¡Dios mío!

—Sí, resulta sorprendente, ¿verdad? —prosiguió sin inmutarse Roger—. No hace falta que te diga que mi cerebro se puso a funcionar a toda máquina y cinco minutos después todo estaba aclarado. Todavía me falta averiguar algunos detalles, pero la cosa está bastante clara.

—¿Te refieres a que adivinaste quién era la segunda mujer?

—No es que lo adivinara. Supe en el acto quién debía ser.

—¿Quién? —preguntó Alec, con indisimulada impaciencia.

—Espera un poco. Ahora llegaremos a eso. Bueno, el caso es que até cabos. Y me hice una idea bastante exacta del aspecto de ese hombre.

—¡Ah! ¿De modo que fue un hombre?

—Sí, desde luego. Nunca tuve la menor duda de que el asesinato lo había cometido un hombre. Ninguna mujer habría tenido la fuerza suficiente. Stanworth no era ningún alfeñique, y eso indicaba que debió de tratarse de un hombre fuerte y corpulento.

Por la huella y la longitud de la zancada era evidente que también era alto; por el modo en que lo dispuso todo, tenía que ser un hombre astuto; y, por la forma en que cerró la ventana, era obvio que estaba acostumbrado a manejar ese tipo de ventanas. Bueno, ¿qué nos indica eso? Para mí estaba muy claro.

Alec miraba fijamente a su interlocutor, siguiendo todas y cada una de sus palabras con el mayor interés.

—Creo que ya veo adónde quieres ir a parar —dijo muy despacio.

—Ya lo suponía —respondió alegremente Roger—. Por supuesto había otras cosas que me lo confirmaron. La desaparición de las pisadas, por ejemplo. Debió de ser alguien que sabía lo que hacía. Y alguien que me hubiese oído decir que iba a contrastarla con las botas de todos los habitantes de la casa. Eso, claro, fue lo que me hizo dudar al principio de Jefferson, porque concluí que debía de haber sido él a quien vimos salir por la puerta de la biblioteca. Después ya no pude quitarme a Jefferson de la cabeza.

—Yo hice lo que pude por convencerte de que seguías una pista equivocada —observó Alec con una leve sonrisa.

—Cierto. No fue culpa tuya que me aferrara a ella con tanta pertinacia.

—Recordarás que traté de evitar que metieras la pata.

—Lo sé. Y creo que fue una suerte que lo hicieras. Si no hubieses insistido tanto, creo que le habría abordado de manera mucho más brusca y las consecuencias habrían podido ser muy desagradables.

—Bueno —dijo lentamente Alec—, ¿y qué piensas hacer ahora que presumiblemente has averiguado la verdad?

—¿Qué voy a hacer? Olvidarlo, claro. Ya te he explicado mi opinión, al decirte que al hombre que mató a Stanworth deberían aclamarlo por benefactor público. Como eso, por desgracia, es imposible, lo mejor es olvidar cuanto antes que Stanworth no se suicidó, como cree todo el mundo.

—¡Bah! —dijo Alec mirando por la ventana—. ¡No sé! ¿Estás verdaderamente seguro?

—Totalmente —dijo Roger con decisión—. Dadas las circunstancias, no tendría sentido de otro modo. No es necesario que insista en eso.

Se hizo una breve pausa.

—La... segunda mujer —dijo tímidamente Alec—. ¿Cómo pudiste identificarla con tanta certeza?

Roger sacó el sobre del bolsillo de la chaqueta, lo abrió y extrajo cuidadosamente el cabello. Lo puso sobre la rodilla y lo contempló en silencio. Luego, con un brusco movimiento, lo cogió y lo lanzó por la ventana.

—Ahí va una prueba esencial —dijo con una sonrisa—. Bueno, en primer lugar, nadie más de la casa tenía el pelo de ese color, ¿verdad?

—Supongo que no —replicó Alec.

Se hizo otro silencio, más largo esta vez.

Luego Roger miró con curiosidad a su compañero y dijo con frivolidad:

—Sólo para satisfacer mi curiosidad natural, Alec, ¿qué fue exactamente lo que te empujó a matar a Stanworth?

28. Lo que ocurrió en realidad

Alec contempló un momento la punta de sus zapatos. Luego, alzó de pronto la vista.

—¿Sabes?, no fue exactamente un asesinato —dijo con brusquedad.

—Desde luego —asintió Roger—. Se trató de una ejecución bien merecida.

—No, no me refiero a eso. Quiero decir que, si no hubiese matado a Stanworth, es probable que él me hubiera matado a mí. En parte fue en defensa propia. Te lo contaré todo en un minuto.

—Sí, me gustaría oír lo que ocurrió en realidad. Es decir, si te sientes con ánimos de contármelo, claro. No quisiera obligarte a contarme ninguna confidencia sobre..., bueno, la segunda dama implicada en el caso.

—¿Sobre Bárbara? ¡Oh!, no hay nada que la incrimine, y creo que deberías saber la verdad. Pensaba contártelo si llegabas a averiguar que el culpable era yo, o si hubieses querido informar a la policía o tratado de que arrestaran a Jefferson. Por eso te hice prometer que me informarías antes de dar un paso así.

—Cierto —asintió Roger moviendo la cabeza con aire comprensivo—. Ahora entiendo muchas cosas. Por qué te hacías el remolón y parecías tan falto de entusiasmo, por qué me echabas jarros de agua fría constantemente y fingías ser tan estúpido y te negabas a admitir que se había cometido un asesinato por mucho que te lo demostrara sin dejar siquiera una sombra de duda.

—Traté de apartarte de la pista correcta todo el tiempo. Nunca creí que fueses a descubrirlo.

—Tal vez no lo hubiera hecho, si no hubiese caído finalmente en la importancia de aquel cabello. Después todo pareció llegar en una sucesión de destellos. E, incluso en ese caso, puede que no hubiese averiguado la verdad con tanta certeza de no ser por dos imágenes concretas que cobraron forma en mi memoria.

—Cuéntame tu versión y luego te contaré la mía.

—De acuerdo. Como te he dicho, ese cabello fue la clave de todo. Cuando estuve en el jardín lo saqué del bolsillo sin saber muy bien por qué, y de pronto reparé en que no podía ser de la señora Plant. Te aseguro que me quedé mirándolo fijamente, y lo segundo que se me ocurrió fue que se parecía mucho al de Bárbara. Luego recordé la primera imagen. Era Graves clasificando el correo justo antes de comer. Había sólo tres cartas y eran todas exactamente iguales: los tres sobres tenían la misma forma y la dirección escrita a máquina. Uno era para la señora Plant, otro para Jefferson y otro para Bárbara. Los dos primeros ya sabía lo que eran, entonces comprendí lo que era el tercero. Añádele a eso el mal disimulado nerviosismo de Bárbara a la mañana siguiente y el hecho de que, sin causa aparente, rompiera su compromiso contigo, y todo me pareció clarísimo: Bárbara también se encontraba en la biblioteca esa noche, y, por uno u otro motivo, la pobre chica había caído en las garras de Stanworth.

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