El misterio de Wraxford Hall (25 page)

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Authors: John Harwood

Tags: #Intriga

BOOK: El misterio de Wraxford Hall
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En mi habitación, los paños de madera de las paredes se han fregado y hay alfombras nuevas, lo cual resultaría tranquilizador si no sospechara que se ha hecho más por la señora Bryant que por mí. Dado que voy a presidir su sesión de espiritismo, deben guardarse las apariencias… no es que ella vaya a poner un pie aquí. El suelo cruje allá por dondequiera que vaya, y poco importa cuán suavemente camine. La cama es antigua, con dosel de cuatro columnas, pero la tela se ha retirado… sin duda estaba tan vieja que serían prácticamente jirones; al menos la ropa de cama está limpia y seca. Hay un arcón, un aguamanil, un tocador, todo tallado en una madera vieja y oscura. El escritorio que estoy utilizando… De nuevo, no sé si la presencia de este escritorio debo considerarla tranquilizadora o siniestra. ¿Estaba aquí o Magnus ordenó que trajeran un escritorio a esta habitación? Es como si dijera: «Querida… sé exactamente lo que pretendes escribir, así que no imagines que puedes evitar que lo lea».

El escritorio se encuentra bajo la ventana, la cual, durante el día, se abre casi como un precipicio a una descuidada explanada de hierba que se ha segado tan recientemente (lo vi esta mañana) que los tallos tienen un pálido color amarillento o blancuzco. Los árboles que rodean la explanada son tan altos que apenas dejan ver la mitad del cielo. Pero ahora no se ve nada en la ventana, salvo la llama de una vela reflejada bajo la imagen borrosa de mi rostro: tras eso, la oscuridad es absoluta.

Me he preguntado hasta la saciedad si Magnus sometió mi voluntad cuando tuvo éxito en aquella sesión de mesmerismo, o si nubló mi percepción lo suficiente como para conseguir mi consentimiento. Pero si lo hizo, el recuerdo se ha perdido más allá de lo que puedo recordar, y sólo me queda el sentimiento de culpa por haberme casado con él. Sabía que no lo amaba, y debería haberle dicho que había cambiado de opinión, como Ada me rogó que hiciera. Recuerdo su rostro pálido y apesadumbrado el día de la boda; no la he vuelto a ver desde entonces. En mis cartas le digo que soy maravillosamente feliz, y ella hace como que me cree; y por eso nuestras cartas se han ido haciendo cada vez menos frecuentes. Pero no se lo contaré a ella: ya tiene suficientes penas.

¿Cómo pude imaginar que acabaría amándolo como él evidentemente me amaba a mí? Ahora me parece que incluso antes de casarnos ya huía de su roce, pero seguramente no era así… Puede que el deseo convierta a los hombres en seres completamente ciegos… incluso a un hombre tan sutil e inteligente como Magnus. Respecto a la noche de bodas —
debo
escribirlo—, el acto me resultó inmensamente doloroso, pero mi disgusto pareció excitarle aún más… (¿Habría sido así también con Edward? No lo creo). La violación se repitió la noche siguiente, y la siguiente (apenas tengo recuerdos en absoluto de los días en que no me agredía), e intenté fingir… o convencerme de que me acostumbraría, pero aunque el dolor físico disminuyó con el tiempo, la sensación de violación sólo se incrementó. Como yo había rechazado el viaje de novios, fuimos directamente a su casa en Munster Square. Mi habitación estaba en el segundo piso; la suya se encontraba en el primero, pero durante aquellos primeros días —¿o fueron semanas?— él consideró mi habitación como la suya propia, hasta la mañana en que todo cambió para siempre…

Seguramente bajé a desayunar antes, aunque no recordaba haberme vestido ni haberme recogido el pelo. Sólo recuerdo haber visto a la doncella junto al aparador precisamente cuando Magnus apareció en el umbral de la puerta… Fue exactamente como si hubiera estado sonámbula, y me hubiera encontrado de repente, completamente despierta, ante la mesa del desayuno. La doncella se llamaba Sophie, como mi hermana; era una muchacha de unos dieciséis años, pequeña, tímida y amable. Magnus se acercó a mi lado y me puso la mano en la nuca. No pude evitarlo, y me estremecí violentamente cuando me tocó. Sophie lo vio, se ruborizó, y huyó de la sala.

Aquella mano sobre mi cuello pareció convertirse en piedra. Hubo un momento de absoluta quietud; entonces, apartó la mano y pude mirarlo… aterrorizada. El rostro de Magnus era absolutamente inexpresivo. Durante otra pequeña eternidad permanecimos así. Hizo un leve gesto de afirmación con la cabeza, como si se estuviera confirmando algo a sí mismo, y después —como si se hubiera descorrido un telón rápida y silenciosamente—, volvió a sus gestos habituales, y dijo, como si nada en absoluto hubiera ocurrido:

—Confío en que hayas dormido bien, querida.

Poco después se fue, y no regresó hasta muy tarde. Luego, por la noche, fingió que no había ocurrido nada, y cuando llegó la hora de retirarse, ni siquiera me tocó: sólo inclinó levemente la cabeza y me dio las buenas noches; después, se encerró en su habitación. Estuve despierta, tumbada en la cama, casi toda la noche, temiendo oír el sonido de sus pasos subiendo las escaleras. A la mañana siguiente ocurrió lo mismo. Yo no habría sabido que algo iba mal, excepto porque mi esposo no me volvió a tocar. Sophie se despidió poco después, pero si se vio forzada a hacerlo, desde luego no me lo dijo. Día tras día Magnus continuó actuando como si fuera un marido abnegado cuando estábamos con otras personas o delante del servicio, y me sentí impelida a seguirle el juego, porque no sabía qué otra cosa podía hacer. La mascarada no cesó jamás, ni siquiera cuando nos quedábamos solos, aunque esto nunca solía ocurrir durante mucho tiempo. Él estaba fuera la mayoría de los días, viendo pacientes —o eso me decía—, y por las noches, si habíamos cenado en casa, se excusaba con la mayor cortesía tan pronto como retiraban los platos, y no le volvía a ver hasta que aparecía en la mesa del desayuno.

Si hubiera mostrado alguna emoción —aunque fuera ira—, creo que lo habría comprendido. Quizá me habría humillado y le habría rogado que me perdonara, pero la simple perspectiva de ponerme a sus pies me hacía estremecer, porque ahora estaba aterrorizada por lo que quiera que hubiera tras aquella fachada sonriente. Y pocas semanas después descubrí que estaba embarazada.

Pensé que aquella noticia cambiaría nuestra situación, pero cuando al final reuní el suficiente valor para contárselo —fue una mañana, durante el desayuno, cuando la doncella estaba fuera de la sala—, todo lo que dijo fue:

—Así que voy a tener un hijo… Te felicito, querida. Necesitarás vigilar tu salud: has estado un poco delicada últimamente.

No me atreví a preguntarle por qué tenía tanta seguridad en que fuera a ser un varón.

Estuve enferma la mayor parte de mi embarazo, el cual pasé en una suerte de estado de estupefacción, en una nebulosa de días confusos y semanas turbias. Por aquel entonces Magnus estaba fuera la mayoría de los días; para mi alivio, no insistió en tratarme él mismo, sino que encomendó la tarea a un médico mayor, muy parecido al doctor Stevenson. Yo tenía pocas cosas que hacer, salvo descansar cuando estaba cansada, y leer e intentar, por el bien del niño, dominar el temor que me congelaba el corazón. Cuando me encontraba bien, salía a pasear por Regent's Park, a sólo unos cientos de yardas de nuestra casa de Munster Square, con mi doncella Lucy, la única criada que se me permitió contratar.

Lucy es —aunque no podré volver a verla— una muchacha tranquila y dulce; tenía su dormitorio en la habitación de la niñera, junto a la mía, al final del rellano. Se aplicó mucho para mejorar su lectura, y para cuando nació Clara ya leía con mucha soltura. Yo la veía más como una amiga que como una criada, aunque procuré ocultarlo ante el resto de la servidumbre. La casa estaba a cargó del mayordomo de Magnus, Bolton, y de la cocinera, la señora Ryecott; muy a menudo venían y simulaban que me preguntaban algo, y yo les decía que hicieran lo que creyeran más oportuno. Veía en Bolton a un amigo personal de Magnus: era un hombre moreno, enjuto y delgado, siempre vestido de negro. Nos detestamos en cuanto nos vimos, y siempre fui consciente de su desconfianza para conmigo. La señora Ryecott era una mujer adusta de mediana edad, ferviente servidora de Magnus también; y también me parecía una intrusa. Respecto a los demás, Alfred, un muchacho de unos diecisiete años, era el mozo de las cuadras y el recadero, y también estaban las dos criadas, Carrie y Bertha, que vivían atemorizadas por la furia de la señora Ryecott. Ahora todos ellos se encuentran aquí, en la mansión… excepto Lucy, que ha regresado a Hereford para cuidar a su madre, que está muy enferma. Se quedó conmigo hasta el último momento. Yo quería que se fuera directamente a Paddington
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esta mañana, pero insistió en acompañarme hasta Shoreditch para ayudarme con Clara, y hacer sola el largo camino de regreso.

Creo que sin la compañía de Lucy la soledad de mi embarazo habría sido insoportable. Yo había esperado encontrar nuevos amigos en el círculo de Magnus, pero nuestro distanciamiento y las náuseas de los primeros meses lo hizo imposible. Yo no sabía dónde iba, ni a quién veía, ni qué decía de mí, si es que decía algo, ni nada… Sólo sabía lo que él decidía decirme y yo no tenía modo de saber si lo que me contaba era verdad. Así pues, tenía todo el tiempo del mundo para darle vueltas y más vueltas a sus intenciones. ¿Estaba sólo esperando el nacimiento de su hijo (así se refería siempre al bebé) para encerrarme en un manicomio? Desde luego, podría hacerlo fácilmente, conociendo mi historia. ¿Y si el bebé era una niña, me forzaría de nuevo? También había días en que dudaba de mis propias percepciones (aún dudo en ocasiones): quizá me dejaba sola por consideración hacia mí, y mi aprensión estaba completamente injustificada. Pero… ¿por qué se había casado conmigo? Me deseaba, cierto… pero había muchas mujeres jóvenes más hermosas que yo, mujeres de buena familia y mejor fortuna que habrían sido mucho más complacientes que yo. Entonces temí que mi don (así lo llamaba él) hubiera sido el factor determinante.

Sin embargo, había una certeza de la que no podía desprenderme: que el nacimiento de mi bebé precipitaría cualquier acción que él tuviera la intención de llevar a cabo. Aquella mañana gélida de enero, cuando por vez primera tuve a Clara en mis brazos, me juré protegerla, incluso a costa de nuevas violaciones de Magnus. El doctor y la comadrona se habían ido; yo le había dado el pecho a Clara por primera vez (había decidido no contratar a una ama de cría, por mucho que los conocidos de Magnus pudieran desaprobarlo), y dormí un poco, y pensé que haría bien ordenando a Lucy que fuera a preguntarle a Magnus si quería verla. Pero al parecer Magnus había salido de casa poco después que el doctor, y no supe nada hasta la mañana siguiente, cuando Lucy regresó con un mensaje de Bolton: «El señor envía sus saludos a la señora Wraxford, y lamenta verse obligado a viajar inmediatamente a París por razones urgentes».

Estuvo fuera durante quince días, y entonces caí presa de malos presentimientos que fueron aún más espantosos precisamente por el gozo de tener a Clara junto a mí. Lo único que no me imaginaba era que él continuaría exactamente igual que antes. El día de su regreso estuvo durante unos instantes junto a la cuna de Clara, observándola con una especie de tibio interés, casi como un hombre puede contemplar distraídamente al hijo de un familiar lejano sólo por cortesía. Más adelante se refirió a la niña como «tu hija», y preguntaría por ella durante el desayuno con su habitual cortesía indiferente.

Transcurrió un mes, y tres más; a menudo, por la noche, cuando yo estaba despierta con Clara, esperaba oír sus pasos aproximándose, pero nunca apareció. Muchas veces me dispuse a preguntarle: «¿Qué pretendes hacer conmigo?». Pero la pregunta siempre murió antes de abandonar mis labios: la perfección de sus modales obligaba al asentimiento. Y, sin embargo, el sentimiento de una crisis inminente era tan evidente como el tictac de un reloj…

Me he visto obligada a interrumpir el diario porque Clara se ha movido en sueños. Parece tan maravillosamente tranquila… Sólo saber que debo ser valiente, por ella, impide que el terror me paralice. Si ocurre lo peor, todo el mundo dirá que debería haberla dejado en Londres, pero con Lucy lejos, no pude consentirlo. Y desde la última «visita»… no me atrevo a separarme de ella.

Si alguien leyera esto —alguien que no sea Magnus, que seguramente lo destruiría en cuanto lo viera—, si alguien leyera esto… podría preguntarse por qué, simplemente, no cogí a Clara y huí de inmediato. No soy una prisionera… o no lo era, antes de venir aquí. Pero no tengo dinero… y no tengo adónde ir. Y estoy tan absolutamente distanciada de mi madre y de mi hermana que ni siquiera conozco su dirección. (Supongo que mamá se habrá ido a vivir con Sophie y su marido). E incluso aunque Ada y yo aún mantuviéramos una relación estrecha, ella y George no podrían acogernos: por ley, Clara y yo pertenecemos a Magnus, y podría reclamarnos inmediatamente. Incluso sin las «visitas», mi huida podría considerarse como una prueba de mi locura, porque yo no tengo absolutamente nada de lo que quejarme: Magnus nunca me ha pegado ni me ha maltratado de ningún modo; ni siquiera me ha levantado la voz jamás. Cierto, no se ocupa en absoluto de Clara, pero he oído que muchos hombres actúan así cuando sus esperanzas en un heredero se ven defraudadas. En este sentido, él es un marido modélico, excepto porque su mera presencia me aterroriza.

No debo
dar por hecho
que soy una prisionera en este lugar. Desde luego, aquí no hay ningún cochecito de niño y Clara ha crecido tanto que yo no puedo tenerla en brazos más de media hora sin que la espalda me duela horriblemente. Pero si Magnus no tomó precauciones contra mi posible huida en Londres, ¿por qué iba a preocuparse si llamo a Alfred y le pido que me lleve a Aldeburgh? La única persona que conozco por aquí es el señor Montague, que admira a Magnus por encima de todo; aunque me confiara a él, lo cual no pienso hacer, me diría que mis sospechas carecen de todo fundamento y me aconsejaría que regresara a la mansión inmediatamente.

Con todo, hay límites a mi libertad. La biblioteca y la vieja galería en la que Cornelius Wraxford desapareció están cerradas, por razones de seguridad, según Bolton: dice que Magnus guarda todas las llaves. Y todas las habitaciones del piso de arriba están cerradas, las escaleras permanecen acordonadas, y todas las puertas del rellano se mantienen cerradas con candado… o eso dice Bolton; por supuesto, no he intentado abrirlas. El suelo de algunas habitaciones está podrido, me explicó. Todo es perfectamente razonable… excepto por ese ligerísimo aire de insolencia de este hombre, por ese aire de carcelero a la espera de órdenes. Las dependencias que ocupará la señora Bryant se encuentran al otro lado de la biblioteca: se trata de un inmensa cámara, con su dormitorio, su vestidor y su salón. Ella dice que las ruinas le resultan románticas, pero… ¿qué puede querer hacer una mujer que viaja con su propio médico en un lugar tan desolado? Ni siquiera puedo imaginarlo.

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