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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (11 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—Vaya, hombre… Y la telefonista no se fijaría en quién llamaba, supongo.

—Es sin telefonista. Es una de esas cabinas automáticas.

—¡Así arda en el infierno el tipo que las inventó! De todos modos, muchísimas gracias. Al menos nos encauza un poco.

—Siento no haber podido hacer nada más. ¡Que te vaya bien!

—Sí, que me vaya estupendamente —replicó Wimsey enfadado, colgando con brusquedad el auricular—. ¿Qué hay, Bunter?

—Un recadero con una nota, milord.

—Ah será del señor Murbles. Bien. Esto puede significar algo. Sí. Dile al chico que espere, que hay respuesta. —Garabateó unas palabras rápidamente—. El señor Murbles ha recibido respuesta al anuncio de los taxistas, Bunter. Van a presentarse dos hombres a las seis, y pienso ir a entrevistarme con ellos.

—Muy bien, milord.

—Esperemos que eso signifique un avance. Tráeme el abrigo y el sombrero… Voy un momentito a Dover Street.

Robert Fentiman estaba en casa cuando llegó Wimsey, y lo recibió efusivamente.

—¿Alguna novedad?

—A lo mejor hay algo esta tarde. Esos taxistas pueden darme alguna pista. He venido para ver si me consigues una muestra de la letra del viejo Fentiman.

—Desde luego. Llévate lo que quieras. No ha dejado gran cosa. No era precisamente aficionado a escribir. Hay unas cuantas notas interesantes sobre sus primeras campañas, pero a estas alturas son auténticas antiguallas.

—Preferiría algo reciente.

—Hay un montón de cheques anulados, si te sirven de algo.

—Me servirían, y mucho. Si es posible, con números. Muchas gracias. Me los llevo.

—¿Y cómo demonios vas a averiguar cuándo la diñó con su letra?

—¡Ese es mi secreto, maldita sea! ¿Has pasado por Gatti’s?

—Sí. Al parecer, conocen de vista a Oliver, bastante bien, pero nada más. Almorzaba allí con cierta frecuencia, como una vez a la semana o así, pero no recuerdan haberlo visto desde el once. A lo mejor se está escondiendo. De todos modos rondaré por allí a ver si aparece.

—Pues sí, hazlo. Llamó desde un teléfono público, o sea que esa línea de investigación está agotada.

—¡Qué mala suerte!

—¿No has encontrado su nombre entre los papeles del general?

—Nada de nada, y lo he revisado todo, hasta el mínimo detalle de los papeles. Por cierto, ¿has visto últimamente a George?

—Anteanoche. ¿Por qué?

—Me da la impresión de que está muy raro. Me pasé por allí anoche, y se quejó de que lo estaban espiando o algo parecido.

—¿Que lo estaban espiando?

—Que lo seguían, que lo vigilaban. Como los tipos esos de las novelas policíacas. Para mí que esta historia lo está poniendo de los nervios. Espero que no se le vaya la cabeza o algo. Bastante tiene Sheila con lo que tiene. Es una mujer excelente.

—Más que excelente —añadió Wimsey—, y le tiene mucho cariño.

—Sí. Trabaja como una loca para mantener el hogar unido y todo eso. Si te digo la verdad, no entiendo cómo soporta a George. Desde luego, los matrimonios siempre están discutiendo, pero George debería comportarse delante de otras personas. Qué mal gusto, ser grosero con tu mujer en público. Me gustaría cantarle las cuarenta.

—Está en una situación terriblemente vejatoria —dijo Wimsey—. Es su mujer y tiene que mantenerlo, y sé que George lo lamenta mucho.

—¿Tú crees? A mí me parece que se lo toma como algo natural. Y siempre que esa pobre mujer se lo recuerda, él piensa que se lo está restregando por las narices.

—Es normal que le moleste que se lo recuerden. Y yo he oído a la señora Fentiman decirle un par de cosas bastante fuertes.

—Me lo imagino. El problema con George es que no se puede controlar. Nunca ha podido. Todo hombre tendría que ser capaz de calmarse y demostrar un poco de gratitud. Parece creer que porque Sheila tenga que trabajar como un hombre no desea la cortesía y… bueno, la ternura y todo eso que toda mujer se merece.

—A mí me saca de quicio ver lo grosera que se vuelve la gente cuando se casa —dijo Wimsey—. Supongo que es inevitable. Qué raras son las mujeres. Da la impresión de que les importa mucho menos que un hombre sea fiel y honrado (y estoy seguro de que tu hermano lo es), que les abran la puerta y les den las gracias. Lo he observado un montón de veces.

—Un hombre debería ser tan cortés después del matrimonio como antes de casarse —proclamó Robert Fentiman con orgullo.

—Debería serlo, pero no es así. Seguramente existe alguna razón que desconocemos —dijo Wimsey—. He preguntado a muchos hombres (ya sabes que me gusta meterme en todo) y en general te contestan con un gruñido y te dicen que sus esposas son personas sensatas y saben que las quieren sin más. Pero no creo que una mujer llegue a ser sensata jamás, ni siquiera tras una prolongada relación con su marido.

Los dos solteros negaron con la cabeza solemnemente.

—Bueno, creo que George se está portando como un bestia, pero a lo mejor soy demasiado severo con él —dijo Robert—. Nunca nos hemos llevado muy bien, y además, no pretendo entender a las mujeres. Sin embargo, esa manía persecutoria, o lo que sea, ya es otra cosa. Debería ir al médico.

—Claro que debería. Tenemos que vigilarlo. Si lo veo en el Bellona hablaré con él e intentaré sonsacarle qué pasa.

—No lo encontrarás en el Bellona. Lo evita desde que empezó esta situación tan desagradable. Creo que anda buscando trabajo. Me dijo que una de esas empresas de automóviles de Great Portland Street necesita un representante. La verdad es que los coches se le dan bien.

—Espero que consiga el trabajo. Incluso si no le pagan mucho, le vendrá estupendamente tener algo que hacer. Bueno, ahora debo marcharme. Muchas gracias, y si localizas a Oliver, no dejes de decírmelo.

—¡Por supuesto!

Wimsey reflexionó unos momentos en la puerta y se dirigió a New Scotland Yard, donde enseguida lo acompañaron al despacho del subinspector Parker.

Parker, un hombre fornido de casi cuarenta años, con los rasgos anodinos que tan bien se prestan al trabajo de investigación, era tal vez el más íntimo amigo de lord Peter, y en algunos sentidos su único amigo íntimo. Los dos habían colaborado en la resolución de muchos casos y se respetaban mutuamente por sus cualidades, si bien no podrían haber tenido un carácter más distinto. Wimsey era el Roldán de la combinación: rápido, impulsivo, descuidado y un manitas con dotes artísticas. Parker era el Oliveros: cauto, firme, meticuloso, una mente virgen de arte y literatura que se ejercitaba en los momentos de ocio con la teología evangélica. Era la única persona a la que no irritaban las peculiaridades de Wimsey, y este le correspondía con un afecto sincero ajeno a su carácter, normalmente distante.

—¿Qué? ¿Cómo va eso?

—No demasiado mal. Quiero que me hagas un favor.

—¡No me digas!

—Pues sí. ¡Vete al diablo! ¿Desde cuándo no tienes que hacerme algún favor? Quiero que llames a uno de tus grafólogos para que me diga si estas dos muestras están escritas por la misma persona.

Puso en la mesa el fajo de cheques usados a un lado y al otro la hoja de papel que había recogido en la biblioteca del Bellona Club.

Parker enarcó las cejas.

—Bonito conjunto de huellas has recogido. ¿Qué es? ¿Falsificación?

—No, nada por el estilo. Solo quiero saber si el tipo que firmó estos cheques escribió también las notas.

Parker tocó un timbre y pidió que acudiera el señor Collins.

—Por lo que se ve, son unas cantidades bien hermosas —añadió, recorriendo admirado las notas con la mirada—. Ciento cincuenta mil libras para R, trescientas mil para G… Vaya suerte tiene ese G… ¿Quién es? Veinte mil por aquí y cincuenta mil por allá. ¿Quién es este amigo tuyo tan rico, Peter?

—Es esa larga historia que pensaba contarte cuando terminaras con tu asunto del cajón.

—¿Ah, esa? Entonces haré todo lo posible para resolver sin mayor dilación el asunto del cajón. La verdad es que espero recibir noticias dentro de poco. Por eso estoy aquí, pendiente del teléfono. Ah, Collins, le presento a lord Peter Wimsey, que desea saber si estas dos grafías son de la misma persona.

El grafólogo cogió el papel y los cheques y los examinó con minuciosidad.

—Yo diría que no cabe la menor duda, a no ser que se haya hecho una falsificación extraordinariamente buena. Sobre todo algunos guarismos son muy característicos. Los cincos, por ejemplo, y los treses y los cuatros, de un solo trazo con dos pequeñas curvas. Es una letra muy anticuada, de un hombre muy mayor, que no goza de muy buena salud, sobre todo aquí, en las notas. ¿Es Fentiman, el que murió el otro día?

—Pues sí, pero no tiene por qué proclamarlo a los cuatro vientos. Es un asunto privado.

—De acuerdo. Bueno, yo diría que no cabe duda sobre la autenticidad de ese papel, si es eso en lo que está pensando.

—Gracias. Es precisamente lo que quería saber. No creo que haya que plantearse ninguna cuestión de falsificación ni nada parecido. Solo se trata de si se puede considerar que estas notas son reflejo de sus deseos. Nada más.

—Ah, sí. Si eliminamos la posibilidad de la falsificación, garantizo que las notas y los cheques están escritos por la misma persona.

—Muy bien. Eso confirma los resultados de las pruebas de las huellas. Francamente, Charles —añadió cuando se hubo marchado Collins—, te confieso que este caso se está poniendo pero que muy interesante.

En ese momento sonó el teléfono, y tras escuchar un rato, Parker exclamó:

—¡Buen trabajo! —Después, volviéndose hacia Wimsey, dijo—: Es nuestro hombre. Lo han encontrado. Perdona, pero tengo que salir corriendo. Entre tú y yo: esto puede ser muy importante para mí. ¿Seguro que no podemos hacer nada más por ti? Es que tengo que ir a Sheffield. Nos vemos mañana o pasado mañana.

Recogió el abrigo y el sombrero y se marchó. Wimsey salió él solo, y al llegar a casa pasó largo tiempo pensando ante las fotografías que había hecho Bunter en el Bellona Club.

A las seis se presentó en el bufete del señor Murbles, en Staple Inn. Ya habían llegado los dos taxistas y estaban sentados, al borde de la silla, tomando jerez educadamente con el abogado.

—Bueno, este es el caballero interesado en la investigación que nos ocupa —dijo el señor Murbles—. Si tienen la amabilidad de repetir lo que ya me han contado a mí… He comprobado que son los taxistas que hacen al caso, pero me gustaría que usted les planteara las preguntas que considere convenientes. Este caballero se llama Swain, y creo que deberíamos empezar por él.

—Bueno, señor —dijo el señor Swain, un hombre robusto, del antiguo tipo de cochero—, usted quería saber si alguien había recogido a un caballero viejo en Portman Square el día antes del día del Armisticio a eso de por la tarde. Pues, señor, yo pasaba despacio por la plaza ese día a las cuatro y media, o igual eran las cinco menos cuarto, cuando un lacayo va y sale de una casa (no puedo decir el número con toda seguridad, pero estaba en el lado este de la plaza, o a lo mejor en el centro) y me hace señas para que pare. Yo me acerco, y sale un caballero ya muy mayor. Era muy delgado, y llevaba una bufanda muy grande, pero le vi las piernas, muy delgadas, y por la cara me pareció que tendría sus buenos cien años, y llevaba bastón. Andaba bien derecho, para ser tan viejo, pero iba muy despacito, muy debilucho. Un viejo militar, pensé yo, por como hablaba, a ver si me entiende, señor. Y el lacayo me dijo que lo llevara a una casa de Harley Street.

—¿Recuerda el número?

Swain dijo un número y Wimsey reconoció el de la consulta de Penberthy.

—Así que allí lo llevé. Me pidió que tocara el timbre y que cuando saliera un joven a la puerta le preguntara que si por favor el médico podría ver al general Fenton, o Fennimore, o algo por estilo, señor.

—¿No sería Fentiman?

—Pues igual era Fentiman, señor. Sí, creo que sí. Pues bueno, vuelve el joven y dice que sí, que por supuesto, y yo ayudo a este señor mayor a entrar. Me pareció que estaba muy débil, y con muy mal color. Respiraba mal y tenía los labios medio azules, el pobre desgra… usted perdone, señor, pero yo me dije, digo: este no va a durar mucho. Así que lo ayudamos a subir la escalera, me pagó y me dio un chelín de propina; y eso es todo lo que sé, señor.

—Encaja con lo que contó Penberthy —dijo Wimsey—. Al general le afectó la tensión de la entrevista con su hermana y fue a verlo inmediatamente. Vale. ¿Y qué pasa con la otra parte del asunto?

—A ver —dijo Murbles—. Creo que este caballero, que se llama… sí, Hinkins… creo que el señor Hinkins recogió al general cuando se marchó de Harley Street.

—Sí, señor —asintió el otro taxista, un hombre de aspecto elegante, perfil afilado y mirada perspicaz—. Un caballero muy mayor, como ese que nos han descrito, se subió a mi taxi en ese número de Harley Street, a las cinco y media. Me acuerdo muy bien del día, señor. Era el diez de noviembre, y me acuerdo porque después de llevarlo a donde le digo, empezó a darme la lata la magneto y no pude usar el vehículo en todo el día del Armisticio, lo cual me vino muy mal, porque por lo general es un día muy bueno. Pues subió ese viejo militar, con el bastón y eso, como dice aquí Swain, solo que yo no le noté que estuviera especialmente enfermo, aunque sí vi que era muy viejo. A lo mejor el médico le había dado algo para que se pusiera mejor.

—Es muy probable —dijo el señor Murbles.

—Sí, señor. Pues sube y me dice: «Lléveme a Dover Street», eso me dijo, pero si me pregunta a qué número, me temo que no lo recuerdo bien, señor, porque resulta que no llegamos allí.

—¿Que no llegaron allí? —preguntó Wimsey.

—No, señor. Justo cuando salíamos a Cavendish Square, el caballero asoma la cabeza y me dice: «¡Pare!». Así que yo paro y veo que está saludando con la mano a un caballero que había en la acera, que se acerca y hablan un rato, y entonces el viejo…

—Un momento. ¿Cómo era el otro caballero?

—Delgado y moreno, señor, de unos cuarenta años. Llevaba traje y abrigo grises y sombrero de fieltro, y un pañuelo oscuro al cuello. Ah, sí, y tenía bigote, fino y oscuro. Así que el anciano me dijo: «Cochero», así me lo dijo, «cochero, vuelva a Regent’s Park y siga en marcha hasta que le avise». Así que el otro caballero se sube al taxi, y yo volví y di la vuelta al parque, despacito, porque me imaginé que querrían charlar. Así que di dos vueltas, e iba por la tercera cuando el caballero más joven asoma la cabeza y me dice: «Déjeme en Gloucester Gate». Allí que lo dejé y el caballero de edad le dijo: «Adiós, George. Ten en cuenta lo que te he dicho». Y el otro le dijo: «Lo haré, señor». Lo vi cruzar la calle, como si fuera a subir por Park Street.

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