Pasó unas horas en el Casino y luego se paseó por la ciudad, hasta que volvió al coche y se dirigió a Mentón. Antes ya se había fijado en un coche gris que lo seguía a una distancia prudencial. La carretera ascendía cada vez más. El conde pisó el acelerador a fondo. El coche, que había sido construido por expreso encargo del conde, tenía un motor mucho más potente de lo que a primera vista parecía. El automóvil salió disparado.
Al cabo de un rato, miró hacia atrás por el espejo retrovisor y sonrió; el coche gris aún lo seguía. Envuelto en una nube de polvo, el automóvil rojo volaba por la carretera, pero el conde era un habilísimo conductor. Comenzó el descenso por la sinuosa carretera donde había un sinfín de curvas. Al llegar al llano, finalmente se detuvo ante una estafeta de Correos. Se apeó del coche, abrió la caja de las herramientas, sacó el paquete marrón y, sin perder un segundo entró en la estafeta. Dos minutos más tarde conducía otra vez dirección a Mentón. Cuando el automóvil gris llegó allí, el conde estaba tomando el té en la terraza de uno de los hoteles.
Más tarde regresó a Montecarlo, cenó allí y llegó a su casa a las once. Hipolyte salió a su encuentro muy preocupado.
—¡Por fin ha llegado usted, señor conde!. ¿Me ha telefoneado, por casualidad, el señor conde?.
Éste meneó la cabeza.
—Sin embargo, a las tres me llamaron por teléfono de parte de usted para comunicarme que tenía que presentarme en Niza, en el Negresco.
—¿De veras?. ¿Y has ido?.
—Desde luego, señor conde. Pero en el Negresco no sabían nada del señor conde, ni siquiera había estado allí.
—Y seguramente —dijo el señor— a esa hora Marie estaría haciendo la compra.
—Sí, señor conde.
—Bien —comentó él—, ha sido una equivocación sin importancia.
Y sonriendo, subió a su habitación.
Una vez en ella, cerró la puerta con llave y miró a su alrededor con mucha atención. Todo parecía estar como siempre. Abrió los armarios y los cajones. Las cosas aparecían colocadas, poco más o menos, como antes, pero no exactamente igual. No cabía la menor duda de que habían registrado la habitación.
Se acercó al secreter y apretó el resorte oculto. Se abrió el cajón, pero el cabello había desaparecido. Asintió varias veces.
—Nuestra policía es excelente —murmuró para sí—. No se le escapa nada.
A la mañana siguiente, Katherine estaba sentada junto a Lenox en la terraza de Villa Marguerite. A pesar de la diferencia de edades, había comenzado a surgir entre ellas un sentimiento de amistad. Sin Lenox, a Katherine la vida en Villa Marguerite le hubiese resultado intolerable. El asesinato de Ruth Kettering era allí el tema de actualidad. Lady Tamplin explotaba a fondo la vinculación de su invitada con el caso. Los feroces desaires de Katherine no lograban inmutarla. Lenox mantenía una actitud equidistante. Por un lado le divertían las maniobras de su madre, y por el otro comprendía los sentimientos de Katherine. Chubby, por su parte, contribuía a acentuar el malestar de la joven porque su ingenuo deleite era irreprimible y la presentaba a todo el mundo con un: «Esta es miss Grey. ¿Conocen ustedes el crimen del Tren Azul?. Pues se ha visto mezclada en el caso hasta las cejas. Mantuvo una larga charla con Ruth Kettering pocas horas antes del asesinato. Qué suerte, ¿verdad?».
Aquella mañana, unas cuantas presentaciones de esta índole habían provocado en Katherine un respuesta especialmente agria y, cuando por fin se quedaron solas, Lenox le comentó con su deje particular:
—No estás acostumbrada a esta expectación, ¿verdad?. Todavía tienes mucho que aprender, Katherine.
—Lamento haberme enfadado, no lo hago por costumbre.
—Es hora de que aprendas a descargarte. Chubby es un borrico sin mala intención. Y mamá desde luego es una pesada, pero te puedes enfadar con ella hasta que las velas dejen de arder, que no servirá de nada. Te mirará con los ojos tristes, pero después le importará un comino.
Katherine no contestó a las observaciones filiales y Lenox continuó:
—Yo me parezco algo a Chubby. Me encantan los asesinatos, y mucho más en este caso, conociendo al marido de la víctima.
Katherine asintió.
—¿Asique ayer comiste con él? —siguió Lenox pensativa—. ¿Te gusta?.
Katherine reflexionó unos instantes.
—No sé —dijo muy despacio.
—Es muy atractivo.
—Sí, mucho.
—¿Qué es lo que no te gusta de él?.
Katherine no contestó a la pregunta o, por lo menos, no lo hizo directamente.
—Me habló de la muerte de su esposa y reconoció que había sido una verdadera suerte para él.
—Y supongo que eso te asombró. —Lenox hizo una pausa y luego añadió con un tono un tanto extraño—: Le gustas, Katherine.
—Por lo menos me invitó a una suculenta comida —dijo Katherine con una sonrisa.
La muchacha no quiso darse por vencida.
—Me di cuenta la noche que estuvo aquí —comentó pensativa—. Por la manera de mirarte, y eso que no eres su tipo: todo lo contrario. Bueno, supongo que es como la religión que te pilla a partir de cierta edad.
—Llaman a mademoiselle al teléfono —dijo Mane que asomaba la cabeza por la ventana del salón—. Monsieur Poirot desea hablar con ella.
—Más crímenes y más sangre. Anda, Katherine y ve a hablar con tu detective.
La voz de Hercule Poirot llegó clara y precisa en el oído de Katherine.
—¿Es mademoiselle Grey?.
Bon
, mademoiselle. Tengo un mensaje para usted de Mr. Van Aldin, el padre de madame Kettering. Tiene mucho interés en hablar con usted, en Villa Marguerite o en el hotel, lo que usted prefiera.
Katherine reflexionó un momento y decidió que si Van Aldin venía a la villa sería algo doloroso e innecesario. Lady Tamplin no hubiese podido contener su alegría, porque no desperdiciaba ninguna ocasión de cultivar el trato con millonarios. Por lo tanto, le contestó a Poirot que iría a Niza.
—Perfectamente, mademoiselle. Yo mismo iré a buscarla en coche. ¿Le parece bien dentro de tres cuartos de hora?.
Poirot se presentó puntualmente. Katherine le esperaba y se marcharon de inmediato
—
Bien
, mademoiselle, ¿cómo van las cosas?.
La joven miró sus brillantes ojos y confirmó su primera impresión de que había algo muy atractivo en monsieur Hercule Poirot.
—Éste es nuestro
román policier
, ¿verdad? —añadió Poirot—. Le prometí que estudiaríamos el caso juntos y yo siempre cumplo mis promesas.
—Es usted muy amable —murmuró Katherine.
—¡Ah!, se burla usted de mí, pero ¿quiere o no enterarse de la marcha de las investigaciones?.
Katherine admitió que sí y Poirot le hizo un breve retrato del conde de la Roche.
—¿Cree usted que es el asesino? —preguntó Katherine pensativa.
—Ésta es la teoría —respondió Poirot cauteloso.
—¿Y usted qué cree?.
—No puedo decirlo. Y usted, mademoiselle, ¿qué piensa?.
Katherine meneó la cabeza.
—¿Qué quiere que piense?. No sé nada de esas cosas, pero yo diría que... —se detuvo.
—¿Sí? —la animó Poirot.
—Verá, por lo que usted dice del conde, no parece la clase de hombre capaz de matar a nadie.
—¡Ah!. ¡Muy bien! —exclamó Poirot—. Está usted de acuerdo conmigo. Eso es lo que mismo que dije yo —la miró con atención—. Pero, dígame, ¿conoce a Derek Kettering?.
—Sí, nos presentaron en la fiesta de lady Tamplin y ayer comí con él.
—Un
mauvais sujet
—afirmó Poirot que meneó la cabeza—, pero a las
femmes
eso les gusta.
Le guiñó un ojo y Katherine se echó a reír.
—Es de esos hombres que no pasan inadvertidos —siguió Poirot—. ¿Seguramente le vería usted en el Tren Azul?.
—Sí, me fijé en él.
—¿En el coche restaurante?.
—No, no le vi durante las comidas. Sólo le vi una vez, entrando en el compartimiento de su esposa.
Poirot asintió.
—Es un caso extraño —murmuró—. Creo que usted dijo, mademoiselle, que al pasar por Lyon estaba usted despierta y miró por la ventanilla. ¿Vio usted apearse a un hombre alto y moreno como el conde de la Roche?.
Katherine meneó la cabeza.
—No recuerdo haber visto a nadie. Había un muchacho con gorra y abrigo que se bajó pero no creo que abandonara el tren, sino que quería pasearse por el andén, y un francés muy gordo, con barba, que iba en pijama y un abrigo bus-cando una taza de café. Aparte de ellos sólo estaba el personal del tren.
Poirot asintió varias veces.
—Verá, se trata de esto —dijo Poirot en tono confidencial—. el conde de la Roche tiene una coartada. Una coartada es algo muy pestilente, y que siempre inspira graves sospechas. ¡Vaya, ya hemos llegado!.
Subieron a la suite de Van Aldin, donde encontraron a Knighton. Poirot le presentó a Katherine. Tras las frases de cortesía, Knighton dijo:
—Voy a avisar a Mr. Van Aldin de que está aquí miss Grey.
Entró en la habitación contigua. Se oyó el murmullo de unas voces y entonces apareció Van Aldin, quien se dirigió a Katherine con la mano extendida al mismo tiempo que fijaba en ella una penetrante mirada.
—Encantado de conocerla, miss Grey —dijo sencillamente—. La esperaba con ansiedad para oír lo que pueda usted decirme de Ruth.
La sencillez del millonario agradó mucho a Katherine. Se sabía en presencia de un verdadero dolor, tanto más verdadero cuanto que no se exteriorizaba.
El millonario le ofreció una silla.
—Siéntese y cuéntemelo todo, por favor.
Poirot y Knighton se retiraron discretamente a la habitación contigua. Katherine y Van Aldin se quedaron solos. Ella se expresó sin la menor dificultad. Le relató con naturalidad y sencillez la conversación con Ruth, palabra por palabra, con la mayor exactitud que pudo. El americano escuchaba en silencio, recostado en su sillón, con una mano cubriendo sus ojos. Cuando ella terminó, dijo en voz baja:
—Muchas gracias, querida.
Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Katherine comprendió que las frases de condolencia estaban fuera de lugar. Cuando el millonario volvió a hablar, lo hizo en tono distinto.
—Créame, miss Grey, que le quedo muy reconocido. Estoy seguro de que usted consiguió serenar algo el espíritu de mi pobre Ruth durante las últimas horas de su vida. Ahora quisiera pedirle otra cosa. Usted debe saber, sin duda monsieur Poirot se lo habrá contado, qué clase de sabandija es el hombre con el que se había mezclado mi hija, el hombre de quien ella le habló y con el que iba a reunirse. A su juicio, ¿cree que, después de la conversación con usted cambió de idea?. ¿Cree que pensaba echarse atrás?.
—No puedo responderle con franqueza. Desde luego tomó alguna decisión porque luego parecía más animada.
—¿No le dijo nada sobre el lugar dónde pretendía reunirse con ese sinvergüenza?. ¿En París o en Hyéres?.
Katherine meneó la cabeza.
—No me dijo ni una palabra al respecto.
—¡Ah! —exclamó Van Aldin pensativo—. Ese es el punto importante. En fin, el tiempo lo dirá.
Se levantó y fue a abrir la puerta de la habitación contigua. Poirot y Knighton entraron.
Katherine declinó la invitación a comer del millonario y Knighton la acompañó hasta el coche, que la estaba esperando. Cuando el secretario volvió a subir, encontró al millonario y a Poirot enfrascados en una conversación.
—Si supiéramos, por lo menos, cuál fue la decisión que tomó Ruth —manifestó Van Aldin pensativo—. Pudo muy bien haber decidido media docena de cosas diferentes. Tal vez tuvo la intención de dejar el tren en París y telefonearme. O acaso pensó seguir hasta el sur de Francia para tener una conversación con el conde. Lo cierto es que estamos a oscuras, completamente a oscuras. Pero tenemos la declaración de la doncella, según la cual mi hija se mostró sorprendida y desconsolada por la aparición del conde en la estación de París. Lo que demuestra que no formaba parte de su plan. ¿No lo cree usted, Knighton?.
El secretario se sobresaltó.
—Perdón, Mr. Van Aldin, no prestaba atención.
—Soñando despierto, ¿eh?. Es algo impropio de usted —comentó Van Aldin—. Creo que esa muchacha le ha trastornado.
Knighton se ruborizó.
—Es una muchacha muy bonita —añadió Van Aldin con un tono pensativo—. Muy bonita. ¿Se ha fijado en sus ojos?.
—Ningún hombre dejaría de fijarse en ellos —afirmó Knighton.
Días más tarde, al regresar Katherine de un paseo matinal, se encontró con Lenox, que la sonrió expectante.
—Tu admirador te ha telefoneado, Katherine.
—¿Quién es ese admirador?.
—Uno nuevo, el secretario de Rufus Van Aldin. Parece que le has causado una gran impresión. Te estás convirtiendo en una verdadera rompecorazones, Katherine. Primero, Derek Kettering, y ahora, el joven Knighton. Lo gracioso es que lo recuerdo perfectamente. Estuvo en el hospital de guerra que mamá dirigía aquí. Entonces yo no tenía más que ocho años.
—¿Estuvo gravemente herido?.
—Un tiro en la pierna, sino recuerdo mal. No tuvo suerte; los médicos se equivocaron con él. Le dijeron que no cojearía, pero cuando salió del hospital casi no podía andar.
Lady Tamplin salió a la terraza y se unió a ellos.
—¿Le has dicho a Katherine lo del comandante Knighton? —preguntó—. ¡Un chico muy simpático!. Al principio no me acordaba de él, era uno más entre tantos, pero ahora sí.
—Es que antes era demasiado insignificante para recordarlo —dijo Lenox—. Ahora que es el secretario de un millonario norteamericano, es muy distinto.
—¡Niña! —exclamó lady Tamplin con un vago tono de reproche.
—¿Para qué ha telefoneado el comandante Knighton? —preguntó Katherine.
—Preguntó si querías ir al tenis esta tarde. Dijo que si aceptabas, vendría a buscarte en coche. Mamá y yo aceptamos con
empressement
. Mientras te entretienes con el secretario, yo trataré de conquistar al millonario, tiene cerca de sesenta años y supongo que estará buscando a una joven bonita y encantadora como yo.
—Me gustaría conocer a Mr. Van Aldin —dijo lady Tamplin anhelante—. ¡He oído hablar tanto de él!. Esos hombres fuertes del Nuevo Mundo tan admirables!.
—El comandante Knighton insistió mucho en que la invitación la hacía Mr. Van Aldin —manifestó Lenox—. Lo repitió tanto que comencé a escamarme. Knighton y tú haríais muy buena pareja. ¡Yo os bendigo, hijos míos!.