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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El misterio del tren azul (2 page)

BOOK: El misterio del tren azul
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Capítulo II
-
El Marqués

El hombre de los cabellos blancos siguió su camino sin la menor prisa y, al parecer indiferente a cuanto le rodeaba, giró por la primera calle a la derecha, y luego por otra a la izquierda. De vez en cuando, tarareaba un estribillo.

De pronto se detuvo y escuchó con atención. Había oído cierto ruido, que lo mismo podía ser el reventón de un neumático que un disparo. Por un momento, una extraña sonrisa asomó en su rostro. Luego reanudó su tranquilo paseo.

Al volver una esquina, se encontró con un grupo de personas. Un agente de policía tomaba notas en una libreta, y un par de noctámbulos le explicaban lo que habían visto. El hombre de los cabellos blancos se dirigió amablemente a uno de ellos.

—¿Ha sucedido algo? —preguntó.


Mais oui, monsieur
, dos ladrones han atacado a un caballero norteamericano.

—¿Le han hecho algún daño?.

—¡Oh, no! —el hombre se rió—. El norteamericano llevaba un revólver y, antes de que pudieran atacarlo, disparó, y las balas pasaron tan cerca de ellos que se asustaron y salieron huyendo. Como de costumbre, la policía ha llegado de-masiado tarde.

—¡Ah! —dijo el hombre de los cabellos blancos sin aparentar la menor emoción.

Plácida y serenamente reanudó su nocturno paseo. Poco después cruzó el Sena, y llegó a uno de los más aristocráticos barrios de la ciudad. Unos veinte minutos más tarde, se detuvo ante una casa de una tranquila pero elegante calle.

La tienda, pues se trataba de una tienda, era pequeña y sin pretensiones. D. Papopolous, comerciante en antigüedades, era tan conocido que no necesitaba ningún reclamo, y por cierto, la mayor parte de sus negocios no se hacían encima del mostrador. Mr. Papopolous tenía un elegante piso en la calle Champs Elyseés; por lo tanto, lo más lógico era suponer que sería mucho más fácil encontrarlo allí a esas horas que en el establecimiento. Pero el hombre de los cabellos blancos parecía estar seguro de acertar, porque apretó el botón del timbre después de haber echado una rápida ojeada a la desierta calle.

Su confianza no quedó defraudada. La puerta fue abierta y un hombre apareció en el umbral; su rostro era muy moreno y en sus orejas brillaban unos aros de oro.

—Buenas noches —dijo el visitante—. ¿Está tu amo?.

—El amo está aquí, pero no acostumbra a recibir a nadie a estas horas —gruñó el criado.

—Creo que a mí me recibirá. Dile que su amigo el Marqués ha venido a verlo.

El hombre abrió un poco más la puerta y dejó entrar al visitante.

El que se presentaba como el Marqués se había cubierto la cara con la mano durante el breve diálogo. Al volver el criado para decirle que Mr. Papopolous recibiría con placer al visitante, un nuevo cambio se había operado en su aspecto. El criado debía ser poco observador o acaso estaba muy bien enseñado, pues no mostró la menor sorpresa al ver el pequeño antifaz de seda negra que cubría las facciones del otro. Le acompañó hasta una puerta al final del vestíbulo, la abrió y anunció respetuosamente:


Monsieur le Marquis
.

La figura que se levantó para recibir al extraño visitante era imponente. Había algo venerable y patriarcal en Mr. Papopolous. Tenía una amplia frente y una hermosa barba blanca. Sus modales eran algo eclesiásticos y bondadosos.

—Mi querido amigo —dijo Mr. Papopolous. Hablaba en francés con un acento fuerte y ceremonioso.

—Ante todo, perdón por lo intempestivo de la hora —rogó el visitante.

—De ninguna manera, de ninguna manera —replicó Mr. Papopolous—. Estas horas de la noche son las más interesantes. Seguramente habrá pasado usted una velada agradable.

—No personalmente —contestó El Marqués.

—No personalmente —repitió Papopolous—. No, claro que no. ¿Hay alguna noticia?.

Miró de soslayo al visitante con una mirada que no tenía nada de eclesiástica ni de bondadosa.

—No, no hay ninguna noticia. El intento falló, tal como me figuraba.

—Era de esperar —señaló Papopolous—. La violencia...

Movió la mano como para expresar su intenso desagrado por la violencia en cualquiera de sus formas. Realmente no había nada de violento en el aspecto de Mr. Papopolous ni en los negocios que realizaba. Era un hombre conocidísimo en la mayoría de las cortes europeas y los reyes le llamaban amistosamente Demetrius. Tenía fama de ser sumamente discreto. Esto, unido a su noble apariencia, le habían sacado con bien de varias transacciones más que dudosas.

—El ataque directo —prosiguió el griego, al tiempo que meneaba la cabeza dubitativamente— algunas veces sale bien, pero muy pocas.

El otro se encogió de hombros.

—Ahorra tiempo y, si falla, no cuesta nada o casi nada. Verá usted como el otro plan no fallará.

—¡Ah! —exclamó Mr. Papopolous que le miró con atención,

El visitante asintió.

—Tengo una gran confianza en su reputación —afirmó el anticuario.

El Marqués sonrió con amabilidad.

—Puede estar seguro de que esa confianza no quedará defraudada.

—Cuenta usted con unas oportunidades únicas —añadió el anticuario con cierta envidia en el tono de su voz.

—Yo las creo —dijo El Marqués.

Se levantó y cogió la capa que había arrojado sobre el respaldo de una silla.

—Le mantendré informado, Mr. Papopolous, por los conductos habituales, pero no debe haber ningún obstáculo en sus arreglos.

Mr. Papopolous se mostró dolido.

—No hay obstáculos en mis arreglos —protestó.

El otro sonrió y, sin una sola frase de despedida, abandonó la habitación.

El anticuario permaneció unos instantes pensativo, acariciándose la blanca y venerable barba. Luego se dirigió a otra puerta y la abrió. Una joven, que sin duda había estado escuchando por el ojo de la cerradura, entró en la habitación sin que Mr. Papopolous mostrase la menor sorpresa. Por lo visto, aquello era completamente natural para él.

—¿Y bien, Zia? —preguntó.

—No le he oído salir —explicó Zia.

Era una hermosa joven de cuerpo escultural y brillantes ojos negros. Su gran parecido con el anticuario, hacía evidente que eran padre e hija.

—Es una lástima —añadió disgustada— que no se pueda ver y oír al mismo tiempo a través del ojo de la cerradura...

—Eso mismo he pensado yo muchas veces —asintió Papopolous con la mayor sencillez.

—¿Asique ése es El Marqués? —inquirió Zia lentamente—. ¿Lleva siempre antifaz, papá?.

—Siempre.

Se produjo una pausa.

—Se trata de los rubíes, ¿verdad? —preguntó Zia.

Su padre asintió.

—¿Qué piensas, pequeña? —continuó con un alegre brillo en los ojos oscuros.

—¿Del Marqués?.

—Sí.

—Sencillamente, que parece muy raro encontrar a un inglés distinguido que hable el francés tan bien como él.

—¡Ah! —exclamó el griego—. ¿Asique eso es lo que crees?.

Como de costumbre, no se comprometió, pero miró con aprobación a su hija.

—También me parece —prosiguió la muchacha— que la forma de su cabeza es muy extraña.

—Sí, abultada —dijo el padre—, demasiado abultada, pero eso es debido a la peluca.

Padre e hija se miraron sonriendo.

Capítulo III
-
Corazón de fuego

Rufus Van Aldin entró por la puerta giratoria del Savoy y se dirigió hacia la recepción. El empleado le saludó respetuosamente.

—Buenas tardes, Mr. Van Aldin; me alegro mucho de volverlo a ver por aquí.

El millonario norteamericano asintió en un saludo informal.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Sí, señor. El comandante Knighton le espera en su suite.

Van Aldin volvió a asentir.

—¿Tengo correspondencia?.

—Sí, señor; la acaban de subir. ¡Ah!, espere un momento.

Buscó en el casillero y sacó una carta.

—La han traído ahora mismo.

Rufus Van Aldin la cogió y, al fijarse en la escritura, trazada por mano de mujer, su rostro se transformó en el acto. Se suavizó su expresión a la vez que se relajaba la dura línea de su boca. Parecía otro hombre. Se dirigió al ascensor con la carta en la mano y la sonrisa en los labios.

En el salón de la suite, un joven sentado ante una mesa abría la correspondencia con la habilidad propia de una larga práctica. Al entrar Van Aldin, se puso de pie.

—¡Hola, Knighton!.

—¿Cómo está usted, señor?. ¿Ha tenido buen viaje?.

—Así, así —respondió el millonario indiferente—. París se ha convertido en un antro. Sin embargo, conseguí lo que buscaba.

Sonrió con severidad, casi para sí mismo.

—Cosa muy lógica en usted —dijo el secretario riendo.

—Así es —asintió Van Aldin.

Lo dijo con un tono práctico, como si se tratase de algo que no tuviese vuelta de hoja. Se despojó de su pesado abrigo y avanzó hacia la mesa.

—¿Hay algo urgente?.

—No lo creo, señor, hasta ahora nada importante. Todavía no he terminado de clasificarla.

Van Aldin asintió brevemente. Era un hombre que poquísimas veces censuraba o alababa. El método que seguía con sus empleados era sencillo. Primero los ponía a prueba e inmediatamente despedía a los que resultaban ineptos. La selección que hacía de la gente no tenía nada de convencional. Por ejemplo, dos meses antes había encontrado a Knighton en una estación invernal suiza. El joven le causó buena impresión y, al revisar su hoja de servicios, encontró la explicación de su leve cojera. Knighton no ocultó que estaba buscando un empleo y hasta le preguntó tímidamente al millonario si sabía de alguno. Van Aldin recordó con una sonrisa severa el asombro del joven cuando le ofreció la plaza de secretario privado.

«Pero... yo no tengo ninguna experiencia comercial», había tartamudeado el joven.

«Eso me importa un comino —había replicado Van Aldin—. Tengo tres secretarios que se ocupan de esas cosas, pero pienso permanecer en Inglaterra durante tres meses y quiero un inglés que sepa moverse y se ocupe de los compromisos sociales.»

Hasta ahora se había confirmado su juicio. Knighton demostraba ser un hombre inteligente, rápido y de recursos, además de tener una innata distinción personal.

El secretario señaló tres o cuatro cartas colocadas en un ángulo del escritorio.

—Sería conveniente que echase un vistazo a estas cartas.

La de encima se refiere al contrato de Colton...

Rufus Aldin levantó una mano en señal de protesta.

—Esta noche no leeré nada —declaró—. Todas pueden esperar hasta mañana, menos ésta. Miró la que tenía en la mano, y de nuevo la extraña sonrisa apareció en su rostro.

Richard Knighton sonrió comprensivo.

—¿Mrs. Kettering? —murmuró—. Telefoneó ayer y hoy; parece muy ansiosa de verle cuanto antes, señor.

—¿De veras?.

La sonrisa desapareció del rostro del millonario. Abrió el sobre que tenía en la mano y sacó la carta. A medida que iba leyendo su rostro se ensombrecía, su boca adquirió la dura línea que tan bien conocían en Wall Street y frunció el entrecejo en un gesto de amenaza. Knighton volvió discretamente la cabeza, y continuó con el trabajo de abrir las cartas y clasificarlas. El millonario lanzó un juramento y descargó un violento puñetazo contra la mesa.

—No toleraré esto —dijo como hablando consigo mismo—. ¡Pobre chiquilla!. Es una suerte que tengas a tu padre para que te respalde.

Comenzó a pasearse arriba y abajo por la habitación, con una expresión agria. Knighton, inclinado sobre la mesa, parecía absorto en su trabajo. De pronto, Van Aldin se detuvo y cogió el abrigo de la silla donde lo había dejado.

—¿Vuelve a salir? —preguntó Knighton.

—Sí, voy a ver a mi hija. '

—¿Y si llama la gente de Colton...?.

—Mándelos usted al diablo.

—Muy bien —contestó el secretario, impertérrito.

Van Aldin, con el abrigo ya puesto, se caló el sombrero hasta las orejas y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo para decir:

—Es usted un buen muchacho, Knighton. Por lo menos, no me incordia cuando me ve preocupado.

Knighton sonrió, pero no contestó.

—Ruth es mi única hija —explicó Van Aldin—. Nadie en el mundo sabe lo que ella significa para mí.

Una débil sonrisa iluminó su rostro mientras metía la mano en el bolsillo.

—¿Quiere usted ver algo, Knighton?.

Sacó del bolsillo un paquete mal envuelto en papel de estraza. Quitó el papel y apareció un gran estuche de terciopelo rojo raído. En el centro de la tapa había unas iniciales entrelazadas y una corona. Al abrirlo, el secretario no pudo contener un grito de asombro. Sobre el blanco amarillento del forro de satén, las piedras parecían gotas de sangre.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Son... verdaderas?.

Van Aldin soltó una carcajada que sonó como un cacareo.

—No me extraña su pregunta. Entre estos rubíes están los tres más grandes del mundo. Los llevó Catalina de Rusia, Knighton. Éste del centro, ¿ve usted?, es conocido por el nombre de «Corazón de fuego». Es perfecto, no tiene ni una sola mancha.

—Pero deben de costar una fortuna —murmuró el secretario.

—Cuatrocientos o quinientos mil dólares, sin contar el valor histórico —respondió Van Aldin tranquilamente.

—¿Y los lleva usted así como si nada, en el bolsillo?.

Van Aldin rió divertido.

—Pues claro, son mi regalito para Ruth.

El secretario sonrió discretamente.

—Comprendo ahora la ansiedad de Mrs. Kettering en el teléfono —murmuró.

Pero Van Aldin meneó la cabeza. Su rostro recobró su duro aspecto.

—Respecto a eso, está usted equivocado —dijo—, porque ella no sabe ni una palabra del regalo. Quiero sorprenderla.

Cerró el estuche y lo envolvió lentamente.

—Es una lástima que se pueda hacer tan poco por los que uno quiere. Yo podría comprarle una buena parte del mundo a Ruth si eso pudiese serle de alguna utilidad, pero de nada me serviría. Al colgar esas joyas alrededor de su cuello le proporcionaré unos minutos de placer, pero —meneó la cabeza tristemente— cuando una mujer no es feliz en su hogar...

No terminó la frase. El secretario asintió con discreción. Él conocía mejor que nadie la reputación de la honorable Mrs. Kettering.

Van Aldin suspiró, guardó el paquete en el bolsillo de su abrigo, saludó a Knighton y salió de la habitación.

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