El monje (2 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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—¡Válgame Dios, qué viejo más terrible, señora!

—¡Oh, espantoso! ¡Y además totalmente carente de gusto! ¿Creeréis, señor, que cuando intenté apaciguarle me llamó bruja, y deseó que, para castigar al conde, se volviese mi hermana tan fea como yo? ¡Fea! ¿Os dais cuenta?

—¡Ridículo! —exclamó don Cristóbal—. Evidentemente, el conde se habría considerado afortunado de haber podido cambiar una hermana por la otra.

—¡Oh, Jesús! Señor, sois demasiado galante. Sin embargo, me alegro de que el conde pensara de otro modo. ¡Con lo mal que lo ha debido de pasar la pobre Elvira! ¡Después de pelear y sudar en las Indias durante trece largos años, muere su esposo y regresa a España sin una casa que le dé cobijo, ni dinero para procurárselo! Antonia era entonces muy pequeñita, y la única hijita que le quedaba. Se encontró con que su suegro se había vuelto a casar, que seguía irreconciliable con el conde, y que su segunda esposa le había dado un hijo, del cual se dice que es un joven muy gallardo. El viejo marqués se negó a ver a mi hermana y a su hijita, pero le envió su palabra de que, a condición de no oír hablar de ella nunca más, le asignaría una modesta pensión y podría vivir en un viejo castillo que poseía en Murcia, y allí ha permanecido hasta hace un mes.

—¿Y qué la trae ahora a Madrid? —inquirió don Lorenzo, a quien la admiración por la joven Antonia le inspiraba un vivo interés por la historia de la vieja charlatana.

—¡Ay, señor!; al morir su suegro recientemente, el administrador de sus propiedades murcianas se ha negado a seguir pasándole la pensión. Ahora ha venido a Madrid con el propósito de suplicarle a su hijo que se la renueve. ¡Pero creo que podía haberse ahorrado la molestia! Los jóvenes nobles tienen siempre demasiadas cosas que hacer con su dinero, y no están dispuestos muy a menudo a sacrificarlo a las viejas. Yo aconsejé a mi hermana que enviase a Antonia con su petición; pero no ha querido hacerme caso. ¡La muy terca! ¡Bueno! Ya sentirá no haber seguido mi consejo: la niña tiene una carita preciosa, y podía haber conseguido mucho más.

—¡Ah, señora! —interrumpió don Cristóbal simulando un aire apasionado—; si lo que conviene es una cara bonita, ¿por qué no ha recurrido a vos vuestra hermana?

—¡Oh! ¡Jesús! ¡Mi señor, os juro que me abrumáis con vuestra galantería! ¡Pero os aseguro que sé muy bien el peligro de tales misiones para ponerme a merced de un joven noble! No, no; hasta ahora he conservado mi reputación sin tacha ni reproche, y siempre he sabido mantener a distancia a los hombres.

—De eso, señora, no tengo la menor duda. Pero permitidme una pregunta: ¿es que tenéis aversión al matrimonio?

—Esa es una pregunta muy atinada. No puedo por menos de confesar que si se presentase un amable caballero...

Aquí intentó lanzar a don Cristóbal una mirada tierna y significativa; pero dado que bizqueaba de la manera más abominable, la mirada cayó sobre su compañero: Lorenzo creyó que el cumplido iba dirigido a él, y respondió con una profunda reverencia.

—¿Puedo preguntar —dijo— el nombre de ese marqués?

—Es el marqués de las Cisternas.

—Le conozco bastante. No está en este momento en Madrid, pero se le espera de un día para otro. Es uno de los hombres más buenos; y si la encantadora Antonia me da permiso para ser su abogado ante él, no dudo que podré presentarle un informe favorable de su causa.

Antonia alzó sus ojos azules, y agradeció el ofrecimiento con una sonrisa inefable de dulzura. La satisfacción de Leonela fue mucho más sonora y audible: en efecto, mientras su sobrina se mostraba callada en compañía, ella se consideraba en la obligación de hablar por las dos; cosa que hacía sin dificultad, ya que raramente se quedaba sin palabras.

—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Toda nuestra familia quedará en la mayor deuda con vos! Acepto vuestro ofrecimiento con toda mi gratitud, y os doy mil gracias por la generosidad de vuestra proposición. Antonia, ¿por qué no dices nada, criatura? ¡Mientras este caballero dice toda clase de cosas amables, tú sigues callada como una estatua, sin una palabra de agradecimiento, buena, mala o indiferente!

—Mi querida tía, comprendo muy bien que...

—¡Vaya, sobrina! ¿Cuántas veces te he dicho que no debes interrumpir a una persona cuando está hablando? ¿Son éstos los modales de Murcia? ¡Válgame Dios! Jamás podré hacer de esta niña una persona bien educada. Pero os lo ruego, señor —prosiguió, dirigiéndose a don Cristóbal—, decidme, ¿por qué se ha congregado hoy tanta gente en esta catedral?

—¿Es posible que ignoréis que Ambrosio, abad de este monasterio, pronuncia un sermón en esta iglesia todos los jueves? Todo Madrid pregona sus alabanzas. Hasta ahora sólo ha predicado tres veces; pero todos los que le han oído se sienten tan embargados por su elocuencia, que es tan difícil coger sitio en la iglesia como en la primera representación de una comedia. Desde luego, su fama debería haber llegado a oídos vuestros...

—¡Ay! Señor, hasta ayer, no tuve la suerte de ver Madrid; y en Córdoba estamos tan poco informados de lo que ocurre en el resto del mundo, que el nombre de Ambrosio jamás se ha mencionado allí.

—Pues en Madrid lo encontraréis en boca de todos. Parece tener fascinados a todos sus habitantes, y aunque yo mismo no he asistido a sus sermones, me asombra el entusiasmo que ha despertado. La adoración que le tributan los jóvenes y los viejos, los hombres y las mujeres, es sin igual. Los grandes le colman de regalos; sus esposas se niegan a tener otro confesor, y en toda la ciudad se le conoce con el nombre de «Hombre santo».

—Sin duda, señor, será de noble origen...

—Esa cuestión aún permanece confusa. El difunto superior de los capuchinos le encontró en la puerta de la abadía cuando era aún muy pequeño. Todos los intentos por descubrir quién le había dejado allí resultaron infructuosos, y el propio niño fue incapaz de informar sobre sus padres. Se educó en el monasterio, donde ha residido desde entonces. Muy pronto manifestó una fuerte inclinación por el estudio y el recogimiento, y tan pronto como alcanzó la edad pronunció los votos. Nadie ha venido a reclamarle, ni a disipar el misterio que envuelve su nacimiento; y los monjes, conscientes del favor que reporta a su institución el respeto hacia él, no han dudado en proclamar que es un regalo que les ha enviado la Virgen. En verdad, la singular austeridad de su vida da cierto fundamento a la historia. Ahora tiene treinta años y cada hora de su vida la ha pasado en estudio, completo aislamiento y mortificación de la carne. Hasta hace tres semanas, en que fue elegido superior de la comunidad a la que pertenece, nunca había traspasado los muros de la abadía: incluso ahora no los traspone más que los jueves, para pronunciar su sermón en esta catedral, a la que Madrid entero acude a escucharle. Dicen que su sabiduría es de lo más profunda, y su elocuencia de lo más persuasiva. En el curso de toda su vida, jamás ha infringido una sola regla de su orden, ni se ha descubierto la más leve mancha en su persona; y se dice que es tan estricto observador de la castidad que desconoce en qué consiste la diferencia entre el hombre y la mujer. Así que las gentes le tienen por un santo.

—¿Un santo por eso? —preguntó Antonia—. ¡Válgame Dios! Entonces, ¿lo soy yo también?

—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó Leonela—. ¡Qué pregunta! ¡Calla, criatura, calla! Esos temas no son apropiados para las jóvenes. Sería como pretender que no recuerdas que en el mundo existen los hombres, e imaginar que todos son del mismo sexo que tú. Prefiero que des a entender a las personas que sabes que un hombre no tiene pechos, ni caderas, ni...

Afortunadamente para la ignorancia de Antonia, que la conferencia de su tía habría tardado muy poco en disipar, un murmullo general en la iglesia anunció la llegada del predicador. Doña Leonela se levantó de su asiento para verle mejor, y Antonia siguió su ejemplo.

Era un hombre de noble ademán y presencia imponente. Era de estatura elevada, y tenía las facciones singularmente hermosas. Tenía la nariz aguileña; los ojos grandes, negros y centelleantes, y las cejas oscuras y casi juntas. Su tez era morena, aunque el estudio y la vigilia habían privado a sus mejillas enteramente de color. En su frente tersa y sin arrugas imperaba la serenidad; y el contento que denotaba cada rasgo parecía revelar a un hombre igualmente ajeno a las tribulaciones y a los crímenes. Saludó con humildad al auditorio: sin embargo, había cierta severidad en su mirada y continente que inspiraba un temor universal, y pocos se atrevieron a sostener la mirada inflamada y penetrante de sus ojos. Éste era Ambrosio, abad de los capuchinos, y apodado «el Hombre santo».

Antonia, mientras le miraba ansiosa, sintió en su pecho el estremecimiento de un placer hasta ahora desconocido para ella, y al que en vano se esforzó en encontrar explicación. Esperó con impaciencia a que empezase el sermón; y cuando finalmente habló el fraile, el sonido de su voz pareció penetrar hasta el fondo de su alma. Aunque ninguno de los oyentes sentía las violentas sensaciones de la joven Antonia, todos escucharon con interés y emoción. Aun aquellos que eran insensibles a los méritos de la religión se sintieron encantados con la elocuencia de Ambrosio. Todos se hallaban irresistiblemente atraídos mientras él hablaba, y en las naves atestadas reinaba el más profundo silencio. El propio Lorenzo sucumbió también al encanto: olvidó que Antonia estaba junto a él, y escuchó al predicador con toda la atención puesta en sus palabras.

Con lenguaje nervioso, claro y simple, el monje se extendió en las bellezas de la religión. Explicó algunos pasajes oscuros de los textos sagrados en un estilo que logró la convicción general. Su voz a la vez clara y profunda estaba cargada de todos los terrores de la tempestad, al arremeter contra los vicios de la humanidad y describir los castigos a ellos reservados en un estado futuro. Cada oyente reflexionaba sobre sus pasadas culpas, y temblaba: parecía desatar el trueno cuyo rayo estaba destinado a aplastarle y a abrir el abismo de eterna destrucción a sus pies. Pero cuando Ambrosio, al cambiar de tema, habló de la excelencia de una conciencia inmaculada, de la gloria futura que la eternidad ofrecía al alma exenta de reproche y de la recompensa que le aguardaba en las regiones de gloria eterna, los oyentes sintieron que les volvía el ánimo insensiblemente. Suplicaron confiados la clemencia de su juez y se acogieron a las palabras consoladoras del predicador; y mientras su voz llena se henchía de melodía, se sintieron todos transportados a aquellas regiones dichosas que él describía con colores tan brillantes y esplendorosos.

El discurso fue de considerable longitud; no obstante, al concluir, el auditorio lamentó que no hubiese durado más. Aunque el monje había dejado de hablar, aún reinó un silencio entusiasta en la iglesia; por último, el encanto se disipó gradualmente y comenzó a expresarse la general admiración en términos audibles. Al descender Ambrosio del púlpito, sus oyentes se agolparon a su alrededor, le colmaron de bendiciones, se arrojaron a sus pies y besaron el borde de su hábito. Avanzó lentamente con las manos devotamente cruzadas sobre su pecho, hasta la puerta que daba a la abadía, en la cual aguardaban sus monjes para acogerle. Subió los peldaños y luego, volviéndose hacia los que le seguían, les dirigió unas palabras de gratitud y exhortación. Mientras hablaba, su rosario, hecho de gruesas cuentas de ámbar, resbaló de su mano y cayó entre la multitud que le rodeaba. Los espectadores se apoderaron ansiosamente de él y se lo repartieron inmediatamente. Todo el que logró coger una cuenta se la guardó como si fuese una sagrada reliquia; de haber estado bendecido tres veces por el propio San Francisco, no se lo habrían disputado con mayor viveza. El abad, sonriendo ante esta avidez, les bendijo y abandonó la iglesia con la humildad reflejada en cada gesto. ¿Reinaba ésta también en su corazón?

Los ojos de Antonia le siguieron con ansiedad. Al cerrarse la puerta tras él, le pareció haber perdido a alguien esencial para su dicha. Una lágrima rodó en silencio por su mejilla.

«¡Está separado del mundo! —dijo para sus adentros—. ¡Puede que no vuelva a verle más!»

Al enjugarse la lágrima, Lorenzo observó su gesto.

—¿Os ha satisfecho nuestro orador? —preguntó—. ¿O creéis que Madrid sobrevalora su talento?

El corazón de Antonia estaba tan lleno de admiración por el monje que al punto aprovechó la ocasión para hablar de él: además, puesto que ya no consideraba a Lorenzo un completo extraño, se sintió menos confundida por su extrema timidez.

—¡Oh! Sobrepasa con mucho lo que yo me esperaba —contestó—; hasta este momento no tenía idea del poder de la elocuencia. Pero cuando se ha puesto a hablar, su voz me ha inspirado tal interés, tal estima, casi puedo decir que tal afecto por él, que yo misma me asombro de la hondura de mi sentimiento.

Lorenzo sonrió ante la vehemencia de sus palabras.

—Sois joven y acabáis de entrar en la vida —dijo—; vuestro corazón tierno para el mundo y, lleno de calor y sensibilidad, recibe sus primeras impresiones con anhelo. En vuestra sencillez, no sospecháis engaño alguno de nadie; y al contemplar el mundo a través de vuestra propia sinceridad e inocencia, consideráis que todos los que están a vuestro alrededor merecen vuestra confianza y estima. ¡Qué lástima que estas visiones alegres se tengan que ver tan pronto disipadas! ¡Qué lástima que tengáis que descubrir tan pronto la bajeza de la humanidad, y guardaros de vuestros semejantes como de vuestros enemigos!

—¡Ay, señor! —replicó Antonia—. ¡Las desgracias de mis padres me han traído ya demasiados ejemplos de la perfidia del mundo! Sin embargo, en el presente caso el calor de la simpatía no puede haberme engañado.

—En el presente caso, reconozco que no. La reputación de Ambrosio es totalmente irreprochable; y un hombre que ha pasado toda su vida entre los muros de un convento no puede haber tenido ocasión de caer en culpa alguna, aun cuando poseyera tal inclinación. Pero ahora que, obligado por los deberes de su condición, debe entrar en el mundo y caminar por la vía de la tentación, ahora es cuando le corresponde demostrar el esplendor de su virtud. La prueba es peligrosa; se le presenta precisamente en esa etapa de la vida en que las pasiones son más vehementes, indomables y despóticas; su reconocida fama le convertirá en una víctima ilustre para la seducción; la novedad le prestará un encanto más de los halagos del placer; y el mismo talento con que la naturaleza le ha dotado contribuirá a su ruina, facilitando los medios de conseguir su objeto. Muy pocos vuelven victoriosos de una contienda tan grave.

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